Raúl Cubillas
De niño, el patio siempre fue próspero. Los árboles frutales estaban cargarditos en sus temporadas. No podría contar las veces que me empaché de naranjas chinas, guayabas y del dolor de las borreguillas al cortar, daban una fiebre chula. Esta prosperidad se perdió con la muerte de mi padre. La mudanza fue rápida y el tiempo borroso.
En los ires y venires de la vida conocí a Eulalio. Su familia era acaudalada, y aunque a nosotros no nos iba mal, sus padres nunca aceptaron la unión. Pese a todo me casé con él. No volví a ver a mis suegros, sin embargo nos dejaron una casa con un jardín amplio. Tuvimos espacio al fin para crecer y echar raíces, para ampliar nuestra familia, llegaron a ella Chipocle y Manchego. Ellos me acompañaban entre los frutos y flores cada que mi esposo salía de la ciudad por negocios. Mis sentimientos por él se marchitaban a la par que el jardín. Mantener por mi cuenta una casa entera, mi trabajo y dos perros son cosas que desde la soledad calan el alma y marcan con dolor. Con las mascotas dejamos de salir más que a lo esencial, los platos se amontonaban. Intento no quejarme de ese vacío porque: “primero lo que deja”, él era muy detallista, presente en muchos aspectos; mas, el tacto, el calor, los besos, esas caricias que me brinda después de la ausencia son cosas inigualables, y sólo entonces recupero la luz momentáneamente.
Nunca olvidaré el día que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo de regreso de un viaje. “Recuerdo que me contaste sobre tu pérdida en el jardín. Me dijeron que te ayudaría a recuperarlo, que lo dejes suelto y él hace la chamba entera” me dijo Eulalio. Pasaron tres lunas y un atisbo de verde se notaba donde lo soltamos. No olvidaría jamás su viscosidad; para la quinta luna el jardín era una delicia. Los insectos devoraban avariciosos los frutos pútridos al pie de los árboles, las aves anidaban sin preocuparse más por la comida o refugio. Jamás había probado algo tan jugoso.
Una tarde me di cuenta que Manchego escarbaba en el jardín, sin embargo el agujero era de una limpieza anormal. La tierra no volaba a su alrededor, esa fue mi última estampa de su ser. Chipocle al poco tiempo sufrió el mismo destino que su hermano. Mi corazón pensaba que fueron víctimas del mismo mal: la delincuencia. Quizá hasta me los había zampado en un taco y uno sin saber; los frutos recolectados al pasar del tiempo parecieron tener protuberancias que colgaban, y eran particularmente dulces y fragantes. Eulalio se tomó lo mejor que se podía la desaparición de nuestros angelitos, difundimos carteles de búsqueda y demás, aunque no tuvimos ninguna novedad.
Un domingo mientras él recolectaba salí al mercado, habré estado fuera si acaso dos horas; al volver las herramientas estaban desperdigadas, las puertas interiores abiertas, pero Eu no se encontraba por ningún lado, supuse habría salido de improviso, aunque su teléfono estaba sobre la encimera de la cocina. Cayó la noche y reporté su desaparición, eso tiene dos semanas. Las frutas maduran más rápido de lo que uno las consume y su sabor evoca una añoranza.
Ahora, mientras las raíces crecen, me entrego al verde y sus frutos. Quizá tome de mí las piernas para crecer, quizá mis brazos para apapachar, mis ojos para verse. No importa, ya nada de eso me pertenece.
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Imagen Samuel Miller, Unsplash
Raúl Cubillas. Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana, participó en el laboratorio de traducción parte del Coloquio San Jerónimo 2024; ávido a la lectura y aficionado a la traducción.
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