Naomi Tanamachi
Nunca he soportado el olor de la cebolla. Mi mamá dice que debo comerla, que me hace bien. Ella no sabe el secreto que esconde mi odio por este alimento.
Todas las noches cuando mi nariz se pone moquita y empiezo a toser sé que algo malo va a pasar. No porque me duela la garganta o porque me duelan los huesitos. No. Es por la abuela.
Me gusta la abuela cuando está contenta y me hace higo en dulce. Me gusta que me prepare enchiladas y que me enseñe a jugar a las cartas; pero cuando me enfermo, se convierte en algo... algo oscuro. Cuando enfermo, mi abuela se convierte en bruja. Cada vez que me agripo ella lo sabe ni bien doy el primer estornudo: ----Esta niña ya se va a constipar—. Eso no es lo peor, tampoco lo son los periódicos calientes en el pecho, ni el té de abango amargo que me obliga a tomar. Lo peor es cuando se pone a freír cebolla.
Esa noche, mi cuerpo estaba pesado y mi nariz no paraba de gotear. Estaba acurrucada bajo las sábanas, y podía oírla. El rechinido de la puerta, sus pasos lentos, el crujido de su vieja mecedora cuando se movía de arriba a abajo. La abuela nunca se cansa de mecerse. Quería esconderme, taparme los oídos hacerme pequeñita. No pude. El horrible olor de la cebolla llegó antes que ella. Su silueta apareció en la oscuridad de la puerta, y sentí que el corazón se detenía. No podía moverme como si me hubiera comido un hechizo, como si se me hubiera subido el muerto, eso que a veces dicen los grandes.
̶̶̶---Hay que sacar el mal de adentro—, murmuraba la abuela mientras revolvía su poción en la olla. El vapor subía en espirales hacia el techo. Su voz sonaba rara como si no fuera ella, como si una bruja vieja hablara a través de su boca.
De repente, estaba junto a mi cama. El olor era tan fuerte que me ardían los ojos. Tenía ganas de llorar, aunque no podía ni parpadear. Sacó un pedazo de cebolla de la olla en la que hervía el alcohol y lo frotó en mi frente formando una cruz. La cebolla estaba húmeda, pegajosa y sabía que pronto iba a arder. —No te muevas, mija—dijo la abuela —esto te va a curar. —
Sentí cómo la cebolla hirviendo tocaba mi piel ya caliente por la fiebre. Mi pecho, mis brazos, mis piernas… todo me ardía como si me quemara. No podía gritar. Sólo veía sus manos manchadas de cebolla, frotándome una y otra vez mientras murmuraba palabras que no entendía. Palabras raras, un canto de bruja.
Sus dedos me apretaban, frotaban, y el olor a cebolla, eucalipto y ajo llenaba toda la habitación. Solo sentía el ardor, el peso en mi pecho y la voz de la abuela repitiendo esas plegarias. Al final, cuando sentía que no podía más, ella se levantó. Guardó su cebolla en la olla y se fue como si nada hubiera pasado. Cerró la puerta detrás de ella y el silencio regresó.
Yo me quedé ahí, inmóvil, con la piel ardiendo y el olor a cebolla pegado a mí. Sabía que volvería la próxima vez que me enfermara, como siempre.
Y entonces, otra vez el olor de la cebolla vendría por mí.
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