top of page

Doña Panchita

pergoladehumo

Claudia Montiel Cubillas



Doña Panchita vive en una casa blanca y chiquita de un solo piso. Tiene dos ventanas al frente y una vieja puerta de madera que rechina cuando la abres. No es fácil encontrar a esa señora. Ella trabaja ayudando a la gente con sus dolores, pero no se trata de ir, tocarle y “buenos días con permiso”. Como es una señora viejita, viejita, a veces trabaja y a veces no, y uno no sabe cuándo se va a aparecer. Un día nomás los vecinos empiezan a hablar de que doña Panchita está haciendo curaciones y tienes que correrle para que te toque turno.

Por dentro parece una casa de muñecas, pero no porque sea bonita. Se ve como cuando mi mamá me manda a recoger mis juguetes y aviento todo dentro de la casita y queda toda la ropa y los muebles patas pa´arriba. Justo así es la casa de doña Panchita. Es además oscura porque tiene veladoras en vez de focos, así que cuando entras tienes que ir con los ojos bien abiertos saltando los triques si no quieres caerte de cara al suelo.

Cuando llego me sientan en medio de una cama gigantesca y miro alrededor mientras mis papás le explican qué es lo que quieren que me haga. Casi siempre voy a lo mismo, a que me curen del susto. Dicen que estos días los despierto a cada rato con mis gritos y ya no saben qué hacer. Doña Panchita me mira, por primera vez desde que llegamos, con unos ojos chiquitos que están escondidos entre toda esa piel arrugada y me dice que me acerque. No sé por qué tendrá una cama tan grande si nomás vive ella sola, y es tan pequeñita que fácilmente caben unas veinte doña Panchitas en esa camota, pero bueno. Me acerco, me siento derecha y ella empieza a hacer su magia.

No sé qué tanto dice, pero me pone una mano en la frente mientras reza unas oraciones. Tal vez no me termino de curar porque no le pongo atención, tal vez me está enseñando a espantar fantasmas y yo solamente estoy pensando en que mañana es lunes y no quiero ir a la escuela. Luego mueve las manos para un lado y para el otro, nada por aquí, nada por allá; dice otras palabras y la cosa se repite. Finalmente, viene la parte que menos me gusta: le da un trago a una botella, se enjuaga la boca, me estira el cuello de la camisa y me escupe adentro. La tela se me pega al pecho y tengo que sentarme ahí, oliendo a lo mismo que mi abuelo los domingos en la mañana, en lo que mis papás le dan las gracias y le pagan. Doña Panchita se guarda el dinero en la blusa y les dice adiós a ellos, nunca a mí. Otra vez dejó de mirarme.

El viaje de regreso dura mucho. Mi papá maneja, mi mamá platica y yo me acuesto en el asiento de atrás viendo cómo la luna nos persigue hasta la casa. A veces la pierdo cuando pasamos junto a un cerro o un árbol muy grande, pero siempre me encuentra. Llegamos a la casa y me preparo para dormir; me acuestan en mi cama, me tapan hasta la barbilla y rezamos nuestras oraciones. Dulce madre, no te alejes, tu vista de mí no apartes. Luego me persignan, apagan la luz y es cuando mis ojos se mueven hacia mi caja de juguetes: esta noche no hay nadie parado ahí. Parece que doña Panchita lo ahuyentó otra vez, aunque no sé por cuánto tiempo. Cierro los ojos y me preparo para dormir.




Imagen de Werner Weisser, Pixabay

12 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
Los amantes

Los amantes

Tierra Santa

Tierra Santa

Comentarios


Publicar: Blog2_Post
bottom of page