Saki
Traducción de Gloria Ramos
Conradin tenía diez años y el doctor había proclamado que, en su opinión profesional, el niño no viviría ni cinco más. El doctor era obsequioso y relamido, y tenía poca importancia, pero su opinión venía respaldada por la señora De Ropp, que era la persona más importante para casi todo. La señora De Ropp era la prima y tutora de Conradin y, para él, representaba esos tres quintos del mundo que son reales y desagradables y necesarios; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, se limitaban a él mismo y su imaginación. Conradin suponía que uno de estos días sucumbiría ante la presión aplastante de las fastidiosas cosas necesarias, como las enfermedades, las restricciones atosigantes y el aburrimiento prolongado. Sin su imaginación, que corría desbocada bajo la espuela de la soledad, habría sucumbido desde hace mucho tiempo.
La señora De Ropp no hubiera admitido, ni en sus momentos de mayor honestidad, el desagrado que sentía por Conradin, aunque tal vez sí alcanzaba a darse cuenta de que reprimirlo “por su bien” era una tarea que no le resultaba del todo molesta. Conradin la odiaba con una sinceridad desesperada que era capaz de ocultar a la perfección. Los pocos placeres que lograba procurarse ganaban un gusto adicional por la sola idea de que podrían enfadar a su tutora y el reino de su imaginación estaba cerrado para ella, que era un ser impuro que no debía encontrar acceso.
El jardín sombrío y miserable le ofrecía escasos atractivos. Estaba vigilado por numerosas ventanas siempre a punto de abrirse con un llamado para no hacer esto ni aquello, o con un recordatorio de la hora de los medicamentos. Los contados árboles frutales que crecían en él se hallaban celosamente protegidos contra manitas hambrientas, como si fueran ejemplares extraordinarios de su clase que florecían en la aridez de un baldío; hubiera resultado difícil encontrar a algún tendero dispuesto a ofrecer siquiera diez centavos por toda su cosecha anual.
Sin embargo, en un rincón olvidado, casi oculto detrás de unos arbustos taciturnos, se erguía, abandonado, un cobertizo de buen tamaño donde se guardaban las herramientas. Entre sus muros, Conradin encontró un refugio, un lugar que asumió los distintos papeles de cuarto de juegos y de catedral. Lo había poblado con una legión de fantasmas familiares, que evocaba en parte de fragmentos de la historia, en parte de su propia mente, pero también ostentaba dos habitantes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina de Houdan de plumas desgreñadas a la que el niño le mostraba un afecto que casi no tenía otro desahogo. Más al fondo, entre las tinieblas, había una enorme jaula conejera dividida en dos compartimientos, uno de los cuales tenía apretados barrotes de hierro en el frente. Esta era la morada de un gran hurón salvaje; un amistoso chico carnicero lo había traído de contrabando, con todo y jaula, a su recinto actual a cambio de unas piececillas de plata atesoradas a escondidas durante largo tiempo. Aunque Conradin sentía un pavor terrible de esa bestia ágil de colmillos afilados, era su posesión más preciada. Su sola presencia en el cobertizo era una dicha secreta y temerosa que debía ocultarse a toda costa de La Mujer, como Conradin llamaba a su prima cuando estaba solo. Y un día, de quién sabe qué material, le urdió a la bestia un nombre maravilloso y, desde ese momento, ésta se convirtió en su dios y su religión.
La Mujer se entregaba a la fe una vez a la semana en una iglesia cercana y llevaba a Conradin con ella, pero, para él, ese servicio religioso era un rito ajeno de un templo pagano. Cada jueves, en el tenue silencio impregnado de humedad del cobertizo, en elaboradas ceremonias místicas, rendía culto ante la jaula de madera donde moraba el grandioso hurón, Sredni Vashtar. En su altar se ofrendaban flores rojas en temporada y bayas escarlata durante el invierno, ya que era un dios que sentía especial inclinación por el lado impaciente y feroz de las cosas, a diferencia de la religión de La Mujer, la que, hasta donde Conradin podía observar, se inclinaba justo en la dirección opuesta. En las festividades mayores se rociaba nuez moscada en polvo frente a su jaula; un rasgo importante de esta ofrenda era que la nuez debía ser robada. Dichas fiestas eran ocurrencias irregulares y, principalmente, se marcaban para celebrar algún evento pasajero. En una ocasión, cuando la señora De Ropp sufrió un fuerte dolor de muelas durante tres días, Conradin mantuvo la celebración los tres días completos y casi logró convencerse de que Sredni Vashtar era el responsable directo del dolor de muelas. Si el malestar hubiera durado un día más, la reserva de nuez moscada se habría agotado.
A la gallina de Houdan nunca le atrajo el culto de Sredni Vashtar. Tenía tiempo que Conradin había decidido que la gallina profesaba el anabaptismo. No tenía ni la menor idea de qué era el anabaptismo, pero albergaba la esperanza de que fuera algo intrépido y no muy respetable. La señora De Ropp era el modelo en el que basaba y detestaba todo lo respetable.
Después de un tiempo, la constante presencia de Conradin en el cobertizo comenzó a llamar la atención de su tutora. No le hace bien andar perdiendo el tiempo ahí a todas horas, decidió inmediatamente y, una mañana, durante el desayuno, anunció que, de un día para otro, había vendido la gallina de Houdan. Luego observó a Conradin con sus ojos miopes, esperando un estallido de ira y dolor, para el cual ya tenía listo un gran sermón lleno de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradin no dijo nada: no había nada que decir. Tal vez algo en la palidez de su rostro le provocó a la señora De Ropp un remordimiento pasajero ya que esa tarde, a la hora del té, sirvieron pan tostado, una delicadeza que usualmente estaba prohibida bajo pretexto de que le hacía daño al niño y también porque prepararlo significaba “una molestia”, lo que era una ofensa mortal ante los ojos femeninos clasemedieros.
―Pensé que te gustaba el pan tostado ―exclamó, con aire ofendido, al notar que él no probaba bocado.
―A veces ―dijo Conradin.
Esa tarde en el cobertizo, se añadió una innovación al culto del dios de la jaula. Conradin acostumbraba cantar sus alabanzas, pero esa noche entonó una plegaria.
―Concédeme un milagro, Sredni Vashtar.
No especificó el milagro. Sredni Vashtar, en su calidad de dios, tendría que saber lo que le pedía. Conradin ahogó un sollozo al mirar el otro rincón vacío y regresó a ese mundo que tanto odiaba.
Y cada noche, en la grata oscuridad de su cuarto, y cada tarde en el crepúsculo del cobertizo, se elevaba la amarga letanía de Conradin: ―Concédeme un milagro, Sredni Vashtar.
La señora de Ropp se dio cuenta de que sus visitas al cobertizo no cesaban y un día realizó una inspección más profunda.
―¿Qué guardas en esa conejera atrancada? ―preguntó―. Creo que son cuyos. Haré que se los lleven.
Conradin no pronunció palabra, pero la mujer saqueó su dormitorio hasta que encontró la llave que él había escondido con sumo cuidado y, en el acto, se encaminó al cobertizo para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y a Conradin se le había ordenado no salir de la casa. Desde la ventana más lejana del comedor apenas y podía verse la puerta del cobertizo, detrás del borde de los arbustos; ahí se apostó Conradin. Vio a la mujer entrar y la imaginó abriendo la puerta de la sagrada jaula para luego asomarse con sus ojos miopes a la gruesa cama de paja donde su dios yacía escondido. Tal vez daría de manotazos a la paja en su torpe impaciencia. Conradin suspiró con fervor su plegaria por última vez. Pero supo, mientras oraba, que su fe no era auténtica. Sabía que, en cualquier momento, La Mujer saldría del cobertizo con esa sonrisa apretada que él tanto odiaba verle en la cara, y en una o dos horas el jardinero se llevaría a su maravilloso dios, ya no divino, sino un simple hurón café en una conejera. Y sabía que La Mujer siempre triunfaría como triunfaba ahora y él se pondría cada vez más enfermo bajo su acoso y su dominio y su sabiduría superior, hasta que un día ya nada importaría para él y el doctor tendría razón. Y en el dolor y la miseria de su derrota, Conradin comenzó a entonar, en voz alta y desafiante, el himno de su ídolo amenazado:
Sredni Vashtar prevaleció,
Sus pensamientos eran sangrientos y sus colmillos blancos.
Sus enemigos imploraron la paz, pero él les trajo la muerte.
Sredni Vashtar, El Hermoso.
Y, de pronto, dejó de cantar y se apretó contra el cristal de la ventana. La puerta del cobertizo había quedado entreabierta y los minutos corrían. Eran largos minutos y, sin embargo, corrían. Conradin observó a los estorninos que jugaban y volaban en pequeños grupos por todo el jardín; los contó una y otra vez, siempre atento a la puerta del cobertizo. Una sirvienta mal encarada entró a poner la mesa para el té, pero Conradin continuó de pie, a la espera, observando. La esperanza invadía poco a poco su corazón y, ahora, una mirada triunfal comenzó a arder en sus ojos que sólo habían conocido la paciencia melancólica de la derrota. En voz baja, con furtivo entusiasmo, retomó su himno de victoria y devastación. Y, en ese momento, sus ojos contemplaron su recompensa: atravesó la puerta una bestia café y amarilla, sus ojillos entrecerrados contra la luz crepuscular, una humedad oscura manchaba el pelo de sus quijadas y su garganta. Conradin cayó de rodillas. El gran hurón salvaje se abrió camino hacia un arroyito al pie del jardín, bebió por un momento, después, cruzó un pequeño puente de madera y se perdió de vista entre los arbustos. Tal fue la marcha de Sredni Vashtar.
―El té está listo ―dijo la sirvienta mal encarada―. ¿Dónde está la señora?
―Bajó al cobertizo hace un rato ―dijo Conradin.
Y mientras la criada fue a llamar a su señora para la hora del té, Conradin sacó el tenedor de tostar del cajón de los cubiertos y comenzó a tostarse una rebanada de pan. Y mientras lo tostaba y lo enmantequillaba con mucha mantequilla y se lo comía con tranquilo placer, Conradin escuchó los sonidos y silencios que estallaron en rápidos espasmos más allá de la puerta del comedor. Los estridentes gritos idiotas de la sirvienta, el coro de exclamaciones interrogativas que les respondieron de la región de la cocina, un rumor de pasos apresurados y la urgencia de los emisarios que salieron a buscar ayuda, y luego, después de un momento de calma, los sollozos aterrorizados y el andar vacilante de aquellos que transportaban una pesada carga al interior de la casa.
―¿Quién le va a decir al pobre niño? ¡Yo no podría hacerlo por nada del mundo! ―dijo una voz chillona. Y mientras discutían el asunto entre ellos, Conradin se preparó otra rebanada de pan tostado.
Fotografía: Annie Spratt, Unsplash
Hector Hugh Munro (Birmania 1870 – Francia 1916). Mejor conocido por su pseudónimo Saki, escribió numerosos relatos cortos, publicados en varias antologías como son Las crónicas de Clovis (1912), Bestias y súper bestias (1914) y Juguetes de la paz (1919).
Gloria Ramos [traductora] (Ciudad de México, 1985). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán, se especializó en traducción literaria en la Escuela Nacional de Lenguas, Lingüística y Traducción. Forma parte del colectivo de traducción Falsos Amigos.
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