Victoria Pavlova
En los ojos la carga de una enorme tristeza,
en el seno la carga del hijo por nacer,
al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:
— ¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!
“La que comprende”, Alfonsina Storni
“No te conozco. Me dijeron que no importaba”.
El sol de Cartago nos pondrá mejor el talante apenas volvamos, será mejor que echarse pieles encima para quitarse el frío. El vino será recio y oscuro. Sentiremos la eterna resolana metiéndosenos en el cuerpo, poniendo nuestra sangre brava al calor de una llama inextinguible. Tanit nos guiará en el regreso a casa. El viento de Cartago, en el recuerdo, corre por mi corazón como sobre los campos de trigo; entonces me doy cuenta de que no es la polis si no fuera de ella, una villa de columnas blancas que el salitre del mar no alcanza a besar. Es… ¿Qué? ¡Perros oretanos!
Por el camino helado del bosque, en la dirección de esa, esa que llaman Helike, no vemos ni a Orisón ni a sus bárbaros sino una cosa salida de alguna maldición vieja: tremendos toros de cuernos prendidos fuego, la luz amarilla reverbera en sus ojos y tras ellos, en la carrera, arrastran carros incendiados. Se acercan, los veo irse sobre los nuestros, atravesarlos con la cornamenta o aplastarlos bajo sus pezuñas enloquecidas. ¡Cobardes oretanos! ¡Salvajes! En lugar de salir a la batalla como los hombres.
Me vuelvo bruscamente. El futuro de Cartago es el futuro de los Barca, y el futuro de los Barca es toda mi estirpe menos yo, Amílcar Barca es un nombre ya cantado por la muerte; lo sé al mirar frente a mí y no distinguir más que el humo de los toros infernales, los muertos no ven el mundo. Lo sé al sentir una corriente fría, pero sin encogerme, el frío no hace nada a los muertos.
El futuro de los Barca son todos menos yo. Llamo al jefe de mi guardia y, señalando a mis hijos con el mentón, le encargo:
—Llévatelos a Akra Leuke. No los quiero aquí.
Aníbal no es ningún estúpido y da vuelta a su montura apenas recibe la orden. Asdrúbal duda, siempre duda. Tiene miedo éste, lo veo en sus ojos cada que se cruzan con los míos. Tiene miedo y no sabe qué se lo causa: si quedar como un cobarde o el enemigo. ¡Qué se vaya al diablo! Ya no tengo tiempo.
Los oretanos salen de la humareda iguales a espíritus negros. Me buscan, rugen en su lengua de salvajes:
—¡Amílcar Barca, gusano cartaginés!
¿Y si no me quiero morir todavía? Noto que mis manos tiemblan al sostener las riendas de Hyrum ¡No me quiero morir! ¡Retirada, retirada! ¡No me quiero morir! ¡Retirada!
Dirijo a Hyrum hacia el Alebo, los libios y los celtas me siguen confusamente, pero los de Orisón también. ¡Váyanse! ¡Aléjense! ¡Amigos o enemigos atrás! ¡No me quiero morir! ¡Baal, diles que no me maten! ¡Diles que no me maten!
Espoleo la montura todo el tiempo, no quiero oírlos. El galope de Hyrum sobre el suelo como golpes en la piel de un tambor, se ha transformado en un gran salpicadero. Tengo la cara mojada, no sé si es agua o llanto. Hyrum para en seco ¡Vamos, preciosa bestia, vamos! ¡Sigue, maldito animal! ¡Hyrum, mi fiel Hyrum, sigue, bello caballito! ¡Bestia estúpida! El animal se encabrita, el golpe contra el río me deja sin aliento, el peso de Hyrum me empuja al fondo. No puedo respirar. Amílcar Barca era un nombre ya cantado por la muerte…
El sol de Celtiberia me deslumbra bajo las aguas del Alebo. El sol de Cartago me pondrá mejor talante al regresar. No es la polis si no fuera de ella, una villa de blancas columnas que el salitre del mar no alcanza a besar. Es… es ella, ¿de verdad? Con todas las bellezas que Astarté me ha dado para calentarme la sangre, con tres hijos bravos y bien hechos, ¿será la última imagen? Ella que es un grano de anís, nada más que un grano de anís…
Pero no es un grano de anís si no una niña. La hija mía, la Niña Barca que tiene nueve años y el pelo del color de la tierra de Celtiberia. No le gusta que la peine su sirvienta libia. Se queja constantemente con su madre de que esa salvaje le tira del cabello y la pellizca para que se esté quieta. Intenta zafar la cabeza, se retuerce en el asiento y su sierva quiere apaciguarla con buenos modos:
–Cálmate, Niña. Ya termino. Va a ser más rápido si me ayudas. ¿No quieres estar bonita para que te vea tu padre?
–No. ¿Para qué? Padre no me hace caso así le hable una hora.
–Es que tú estás para ser vista, Niña Barca.
–Padre no me ve aunque soy mayor que Aníbal y sé más que él.
–Mira, te dejaste de mover y acabé. ¡Qué bonita te ves! Vamos a que comas con tus hermanos.
¿Y por qué iba yo a mirarla? Su nacimiento fue un castigo de los dioses: otra hija después de la mayor. Además, la Niña Barca dio sus primeros berridos en medio de una temporada de sequía. Me dijeron de ofrendarla para que Baal concediera de nuevo su favor a Cartago y dije que no sin saber por qué, aunque argumentando: “Es una niña, ¿de qué les servirá a los dioses una niña sin gracia?”. Le concedí el favor de la vida en este mundo, ¿por qué iba yo a mirarla? A mis cachorros de león sí, a la hija mayor también porque era bella como el sol, iluminaba todas las estancias con su presencia y daba lustre a los Bárquidas. Pero la Niña Barca no era particularmente inteligente ni linda, si llegué a notarla fue por escandalosa: su voz rompía la armonía no tanto por el ruido como por el contenido: “¡No quiero que me peines!” “¡Aníbal, eres una bestia!” “¿Verdad que no estás solo, Asdrúbal? ¿Verdad que no tienes miedo? No eres ningún miedoso. Me tienes a mí, ¿verdad?” “¿Y cómo es Sicilia, padre? ¿Me lleva con usted a Cartago, padre?”
Sus ojos eran los granos de anís. Los vi ese día al llegar desde Cartago arrastrando la derrota contra los gusanos del Lacio. No quería ver a nadie y me encontré con la Niña Barca en el jardín, andando entre los capullos abiertos, con el pelo lleno de flores y la piel dorada por el sol. Al notarme corrió hasta mí e inclinó la cabeza en un gesto de bienvenida.
—Es bueno que esté de vuelta, padre.
—¿No vas a empezar con el interrogatorio, Niña?
—Me espero.
Al hablar levantó la cara para enfrentarme. No sé si eso fue lo que despertó mi interés, pero no la pasé de largo. Pregunté:
—¿Cuántos años tienes, Niña?
—Nueve, padre. Tres más que Aníbal.
—Tu hermana la mayor ya está casada y tú eres más alta que ella—.
Me reí. Ella era muy seria:
—Es que crezco rápido, padre.
—Entonces ya no tienes nada que hacer correteando con tus hermanos, Niña —bajó la cabeza de nuevo, bruscamente—. Es más, ya no eres una niña sino una muchacha en edad de merecer. Va siendo hora de que te quedes en casa como una mujercita que espera sus bodas.
—Cáseme rápido, padre, con el primero de los bereberes que labran los campos.
Me miraba a los ojos otra vez, entonces le tomé la cara con una mano y se la adelanté hasta alcanzar a besarle la frente olorosa a jazmines. Ordené ese día separar a la Niña Barca de los chiquillos. Sé que no la dejaron llevarse sus muñecas ni a su sierva. Ahora debía peinarse sola.
Sus ojos eran los granos de anís, ella era una niña; la hija mía, la Niña Barca. ¿De verdad será la última imagen entre las aguas del Alebo?
***
¿Debí quererte o repudiarte? ¿Debí ser tu cómplice o delatarte? ¿Debía ser tu amante o tu marido? ¿Debí traerte a Celtiberia?
¡Ah, maldita Mesalina! Veo tu mano en esto. No es Tagus, Tagus murió en la cruz; tú, bruja, no dudo que tu espíritu sea tan vengativo como para guiar el puñal de este celta. Tagus, Tagus está bien muerto; eres tú, puta desvergonzada, me atormentarás hasta arrastrarme contigo, a dormir el sueño eterno a tu lado. Maldita Hija de Amílcar, ¡mira, mira cómo estoy sangrando! Es más sangre de la que tú dejabas caer sobre los trigales para hacer fértil a la tierra, pero ante todo para demostrarme que tu vientre se resistía a mi simiente; era sangre de menstruación, entonces ganabas tú. Yo ganaba todas las veces que abrías las piernas y ahí se te olvidaba que la naturaleza de nuestra unión era la guerra, aunque luego me dijeras: “Preferiría dormir con un puerco romano que contigo”. Creía tenerte mano sobre mano y ahora sé que has vuelto a ganar. ¡Mira cómo me desangro, Hija de Amílcar! Al menos no me voy sin hablarte de nuestras verdades.
Te ordené venir a Qart Hadasht a propósito para que no pudieras honrar la muerte de tu padre. ¿Y tú que me respondiste? “Iré cuando se terminen los funerales”. Supe que lloraste, que te adelantaste a besarle la frente antes de que le prendieran fuego ¿Tratabas de revivir al Bárquida? ¡Qué inútil esfuerzo, Hija de Amílcar! ¿Y para qué? ¿Sabes por qué tu padre te prometió conmigo? Porque quería darme a la más fea de sus hijas. ¡Himeneo, miren qué bello es el novio! Pero la novia… No importa cuantas siervas y esclavas hayan ayudado a prepararte, no importa cuantas gemas y filigranas te hayan colgado para adornarte; no eras la hija mayor, la más hermosa hembra de Cartago, ni la hija menor, de trato fácil y humor agudo que hacía reír a todos. Eras la Doncella Barca de doce años, toda flaca, larguirucha y con los huesos de la cara muy marcados igual que una esclava mal alimentada. Pensé que te romperías sólo con que te tomara entre mis brazos. A penas valías por dos cosas: la primera tu nombre, la segunda te la arranqué con los dientes en la noche de bodas ¿Te acuerdas? Son los pocos beneficios de casarse con una fea. Yo sí me acuerdo, Hija de Amílcar: olías a espliego, tu piel estaba caliente por el sol. Al besarte supe que no conocías varón, luego la membrana sangrienta y cómo gritaste. Más tarde te dije que una novia siempre debía estar feliz en el tálamo nupcial, te pedí que no te fueras y volví a tomarte sobre las telas manchadas ¡Y qué dispuesta te encontré! ¡Cómo me besaste entonces! ¡De qué manera Astarté te calentó la sangre!
A la mañana siguiente, después de abandonarme en el sueño, estabas preparándote para salir hacia Cartago. Mientras te prendías el velo al cabello, notándome despierto, me miraste por encima del hombro como si fueras a darme una orden, me miraste igual que a un criado o a un esclavo.
Nos bastó un año para detestarnos, sin embargo nos gustaba dormir juntos, ¿no? En tanto más peleáramos, más nos deseábamos, y el lecho sólo convertía a la noche en una extensión de la batalla diurna, una extensión juguetona, dulce y chispeante como el vino.
Cuando supiste que partía a Celtiberia con tu padre, viniste a mi lado, te sentaste sobre el suelo apoyando la cabeza en mis rodillas y, modosa, suplicaste que te llevara conmigo, dijiste que querías seguirme para darme un hijo. No sabías mentir y repliqué:
—Para tener un niño no necesitas venir a Celtiberia.
Me adelanté a besarte y fue nuestra despedida: el intento de revivir la noche nupcial, hasta nos dijimos las mismas cosas. Te prometí mandar a buscarte y qué bueno que falté a mi palabra, con lo ingrata que resultaste. ¿Creías que no me enteraba? Tu marido estaba lejos, Hija de Amílcar, pero nunca tan lejos de Cartago como para ignorar que había desposado a una puta. Bereberes, celtas, libios, itálicos. Me enteré de todo el que te seguía a tu dormitorio. Lo sabía y me quedé callado, si ahora te delato es porque ya no importa. Si te hubieras encontrado un puerco romano, como tú decías, también hubieras dormido con él. Nunca te basté. Nunca me dijiste “amado mío” en todas las noches que nos regaló Astarté.
Tú sabías que te llamaba a Celtiberia para callar las habladurías que eran ciertas, y ni bajaste los ojos al encontrarnos en Qart Hadasht. Había pensado muchas cosas antes de ir a recibirte, en repudiarte públicamente, en golpearte en privado; y al mirarte, alta y hermosa, rendí mi orgullo a tus pies, te llamé “señora” y “amada mía”. En privado volví a besarte y tú te dejaste besar, tal vez por el hábito o porque ya estabas embarazada.
¡Maldita seas! Maldito sea yo mismo por haberte llorado, por haber agradecido a los dioses que el mocoso que te mató naciera muerto también, por pensar que pobre de ti, que al final no eras tan mala; por haber comparado los abrazos de esa sosa íbera y decidir que no contenían ni un poco del ardor que había en los tuyos, complacientes hasta la saciedad, Hija de Amílcar.
No es Tagus, Tagus murió en la cruz; pero tú, bruja, tu espíritu es tan vengativo como para haber guiado al celta, protegerlo de todos los contratiempos sólo para que pudiera llegarse hasta mí y acuchillarme por la espalda con mi propio puñal. Él dijo que iba a pagar la crucifixión del rey de los olcades, en realidad lo que estoy pagando, lo que he pagado toda la vida es haber aceptado la mujer que Amílcar me regaló ¡Mira cómo me desangro, Hija de Amílcar! Moriré en la misma tierra extraña que tú, y mis huesos serán llevados a Cartago junto con los tuyos, como dejé ordenado.
Ya te veo, bruja; tu reflejo en la sangre. No te vayas. Es lo que quiero: mi amada, el campo y la miel. No llores, ¿nunca te dijeron que una mujer siempre debe estar feliz cuando su marido vuelve a su lado?
***
Todos los Bárquidas moriremos lejos de Cartago. Yo soy el último, un anciano acorralado que ha sobrevivido a todos los suyos: padre, madre, hermanos, hermanas, cuñados, sobrinos, mujer e hijo. Han muerto todos los míos, los lugares, la ciudad, que eran refugios contra el mundo ahora están lejísimos. Lo sé desde hace tiempo, pero parece que recién me he dado cuenta, después de tanto correr y correr por tierras ajenas veo que no tengo motivos, que soy nada más un viejo general derrotado y abandonado; ni si quiera sé por qué los romanos insisten en capturarme, ¿qué más problemas les puedo traer? Son bestias que buscan una venganza inútil, no pueden olvidar que yo, Aníbal, estuve respirándoles en la nuca; que pude haber tomado Roma y que arrastré a sus poderosos legionarios por el lodo. Pude haber tomado Roma, eso debe valer algo ¿no? ¿Dónde está la grandeza que me prometieron? ¿Dónde el favor de Baal? Mi padre levantó a la familia desde el anonimato y los dioses la sostuvieron más alto y cada vez más alto sólo para despeñarnos de la cima de la gracia. De modo que así acaban los grandes, así caen. Ahora sé que todos los demás fueron más valientes que yo porque enfrentaron a la muerte. Soy el último de los Bárquidas, los hijos huérfanos de Cartago.
Doy vueltas al anillo en torno a mi dedo, observo el líquido mortal en su interior. No quiero huir más, casi no queda mundo y prefiero morir por mano propia que por la mano de Roma. Me quito el anillo y lo pongo en la mesa frente a mí. Levanto la vista: la tarde, el sol invade la habitación con su claridad dorada, el Mármara refulge a la luz, se mueve, está vivo. Yo nací en un lugar así, fui sol y mar, bendito entre las mujeres: el primer hijo después de tres hijas. ¡Cómo no extrañar mi vida de niño!
Me gustaría decir que recuerdo la dulzura de mi madre, pero a penas me acuerdo de ella. No sé cuántas veces la vi, sólo estoy seguro de que fueron pocas; en cambio puedo dar fe de la ternura de mis hermanas: el mundo ordenado por la mayor donde uno encontraba cobijo ante el miedo y consuelo ante las heridas; los dulces y frutas favoritos de la menor que saciaban el hambre y los caprichos; y la buena disposición de la Niña Barca para seguirnos en los juegos, sus bríos y cómo nos miraba de abajo hacia arriba porque era mayor y debíamos obedecerla. Nos molestaba su voz fuerte, indiscreta, y su risa escandalosa. Nos molestaba que se quejara tanto. Una vez que se echó a reír, Asdrúbal y yo nos fuimos sobre ella para taparle la boca, y la Niña Barca nos empujó con todas sus fuerzas, nos miró airada y reclamó:
—Idiotas. No podía respirar.
Ella nunca nos mimó mucho, pero después de que la mayor partiera para casarse nos agarramos a ella aunque siguiera siendo tan niña como nosotros. Asumió su papel porque le gustaba mandar: imponer los horarios de comida, de dormir, de estudiar, de jugar; mandar en los guisos, mandar a los siervos. Tenía ocho o nueve años y se portaba como una madre muy buena a pesar de que no me quería; me guardaba rencor por ser más que ella a pesar de sus años. Y por eso, porque no me quería, yo hacía lo posible por obtener su atención, aunque me golpeara. Durante sus bodas me tomó la mano y me mantuvo a su lado todo el tiempo porque estaba asustada. Fue la última vez que nos vimos en muchos años. Los dos habíamos crecido y éramos huérfanos al reencontrarnos en Celtiberia, pero a penas alcanzamos a saludarnos, formales, hieráticos.
Asdrúbal Janto, yo, mi padre y Asdrúbal, todos teníamos oídos y sabíamos lo que se rumoreaba sobre ella, más nunca lo discutimos, ¿para qué? Era cosa sin importancia y si a alguno comprometía era sólo a mi cuñado, que no se quejaba. Una única vez salió a relucir el asunto, cuando la división de Celtiberia por el Íber y el respeto a la romana Sagunto pasó de disputa política a disputa doméstica. Al acusarlo de ser blando y hasta amistoso con los enemigos de Cartago, a Asdrúbal Janto sólo se le ocurrió responder que qué más daba si mi hermana también había sido amistosa con hombres de todos los pueblos, amigos o enemigos.
—Respeta a los muertos, Asdrúbal, en especial a los que nos unen en sangre —advertí—. ¿Qué buscas? ¿Que esto lo terminemos por las armas cuando estamos tan tranquilos?
¡Qué claros son los recuerdos! A veces son más tangibles que la realidad: las manos suaves de mis hermanas, la miel y las granadas robados en la niñez, el calor de las hogueras del campamento, el olor montarás de Celtiberia, el frío de las montañas que nos cortaba la piel, la vid de los campos romanos. Cuántas cosas no pasan desapercibidas frente a nuestros ojos, sin el privilegio de la memoria, creemos que nunca nos servirán hasta que nos urge recuperarlas en el último momento. Ya no se puede.
Soy el último de los Bárquidas, un anciano acorralado que los sobrevivió a todos, jóvenes y viejos. Todos moriremos lejos de casa: mi padre ahogado en Celtiberia, mi cuñado apuñalado en Qart Hadasht, mi hermano Asdrúbal decapitado por las huestes latinas, nos echaron su cabeza al campamento, entre risas; Magón, el más pequeño de nosotros, murió en el mismo mar que nos concedió todas las batallas y nos llevó a todas las conquistas, el que hizo grande a Cartago y a los Bárquidas; mi hermana favorita dando a luz a un niño muerto. Y yo, caído de la gracia de todos los dioses, voy a morir a orillas del Mármara porque estoy harto de huir y no tengo motivos para seguir huyendo. Pronto veré a los míos, a mi hermana; sólo basta decidir en qué momento tomaré el veneno.
Victoria Pavlova nació en Mérida, Yucatán, el 7 de noviembre de 1998.
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