Herencia
- pergoladehumo
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Marcela Chávez Gutiérrez
Desde que supe que la abuela se murió de loca, me empezó a dar miedo correr con la misma suerte maldita. Más porque toda la familia decía que me parecía mucho a ella; cuando sacaban las fotografías del cajoncito donde Ma las guarda, ponían mi foto reciente y vivaz junto a una de la abuela joven, una foto viejísima, descolorida, toda maltratada. “Mira cuánto te pareces a tu yeya”, me decía mi Ma, como si fuera eso algo bueno y no una consigna terrible, una frase espantosa. Mi tía aparecía para comentar que de vieja me iba a ver igualita. Sonreían las dos, como si no supieran que la abuela con los años se puso bien loca y se hizo unos rajones en el cuello con unas tijeras. Me lo contó mi primo, que aunque es chico se sabe muy bien los chismes de la familia; tiene mucho ingenio para esconderse y así escucha todo lo que hablan los adultos sin que ellos sepan. Siempre gana en las escondidas por su habilidad para ocultarse y quedarse calladito.
El día que la abuela se dio muerte, mi tío le había llevado unas flores blancas. Ella se fue muy sonriente a la cocina y anunció que las iba a poner en agua para que no se le murieran antes de tiempo. “Iba bien feliz”, me dijo mi primo el chico que dijo mi tía. Pues de tan feliz la abuela agarró las tijeras para cortar tallos, pero en vez de las flores le dio tajo a su cuello. La familia tardó en darse cuenta de qué había hecho porque no gritó, así de loca estaba. Para cuando la encontraron en el suelo ya llevaba un ratito muerta, con las flores bien sujetas entre los brazos: los pétalos se mancharon con su sangre y quedaron rojos. Esas flores duraron como dos años vivas, de un día para otro se marchitaron todas y ya entonces mi Ma y mis tías las enterraron en el patio de la casa. No las quisieron tirar, hubiera sido una falta de respeto para la abuela. La familia pensó que su alma se había quedado atrapada en las flores y, cuando ya se sintió tranquila de dejar la tierra, la planta se murió.
No quería a la abuela porque nunca me trató bien. No trataba bien bien a nadie, pero a mis primos a veces los consentía con dulces y a mis primas les trenzaba el pelo como si fueran princesitas. A mí nada. Creo que sospechaba que me podía volver loca como ella y por eso me trataba de apestada y me ignoraba. Yo era muy chica entonces, aunque igual me daba cuenta de su desprecio. Mi Ma me regañó porque en el funeral y en el novenario no lloré ni una vez y no quise ver la cara y el cuerpo muerto de la abuela. Mi tía me defendió, le dijo que estaba intentando ser fuerte para la familia. Poquito después del término del novenario supe lo de la locura de la abuela y me entró un miedo horrible de acabar así. Siempre que pensaba en mi muerte me imaginaba vieja, muerta durante la noche, sin golpes, ni sangre, ni violencia. Que mi marido se daba cuenta y lloraba un poquito y luego la familia entraba a velarme. No quería que me mataran ni matarme yo.

Como el parecido de cara con la foto de joven de la abuela ya era demasiado evidente, fui con La Virola, así le decimos a la niña maga del pueblo. La Virola no tiene papás, ni abuelos, ni tíos, vive sola en su casita y se las arregla bien así: como es muy habilidosa para los conjuros y los encargos, la gente le consigue lo que ella pida. Los niños le tenemos un poquito de miedo, pero también la respetamos y la queremos porque La Virola es buena, se pasa el día dentro de su casita, tranquila, ayudando a quien lo necesite.
Cuando la fui a ver le llevé la foto de la abuela para que pudiera comparar, aunque no estaba segura de que La Virola pudiera ver bien. Le entregué la imagen y le expliqué con muchos enredos la muerte de la abuela y mi preocupación sobre el parecido. Ella asintió varias veces y se quedó pensando un rato. “Si no hacemos algo vas a acabar igual que doña María”, me dijo, “nada más que tú vas a usar una pala”. Le pregunté cómo me iba a matar exactamente. “De golpes en la cabeza”. El corazón me dio un vuelco y antes de notarlo y de quererlo me puse a berrear enfrente de ella. Pensé en mi Ma, en mis tíos, en mis primos y primas, en el dolor de cabeza tan fuerte que me había dado hacía dos años; de pronto me pareció un preámbulo, una señal muy clara de lo que se avecinaría. “Cálmate”, me pidió La Virola, “hay algo muy malo y torcido con tu familia, pero no te apures que yo te ayudo”. Después de quitarme el exceso de moco con sus manos y dejarme un mugrero en el bigote y en la boca, me explicó lo que debía hacer para salvarme: desenterrar las flores que habían quedado manchadas con sangre de la abuela y llevárselas para que hiciéramos una ceremonia. “¿Qué quieres a cambio?”, le pregunté. “Nomás una de las flores, se va a ver bien bonita en mi puerta”.
Apenas regresé a casa, mandé a mi primo el chico a que se enterara de la ubicación exacta de las flores. A cambio le di una de las figuritas especiales de mi colección, codiciada por todos mis primos pequeños; lo hice también para que no me aventara sus preguntas chismosas ni le contara a ninguno de los niños que lo mandé a investigar. Poquito antes de que cayera la noche ya me estaba señalando uno de los costados del tamarindo más grande del patio. Ese árbol hacía que se me enchinara la piel desde muy chiquita. A veces estaba jugando y de pronto sentía una mirada pesada y oscura que me intentaba devorar, volteaba a punto de hacerme pis y ahí estaba el tamarindo, como un viejo inmóvil y solo.
Esa misma madrugada salí con mi linterna de pilas y una pala de plástico, de esas con las que se construyen castillos de arena, y alumbré el huequito entre las raíces del tamarindo del que me habló mi primo el chico. Me hinqué, casi sin quererlo, porque las piernas se me pusieron débiles y temblorosas. Mi corazón latía y latía, violento. Temía más la visión de los pétalos manchados que ser descubierta y regañada por un adulto. “No queda de otra”, me dije, como había escuchado a mi Ma y a mi tía decir tantas veces.
Clavé la pala en la tierra y descubrí que estaba medio suelta. Pensé que seguro en las últimas semanas alguno de mis tíos la había manipulado y por eso la excavación era tan sencilla, pero luego me llegó la convicción de que era la abuela, la abuela esperándome y facilitándome el camino para que diera con sus pétalos rojos. Dejé la pala en las raíces del tamarindo y continué la tarea sólo con mis manos, formando un hueco que crecía a la par de mi impaciencia y mi temor. Creo que mientras excavaba se me metió el espíritu de la abuela, porque sin tener que alumbrar con mi linterna supe a qué profundidad estaban las flores. Tomé el manojo con muchísimo cuidado, de lo marchito que lo encontré. Las flores eran una muerte triste en mis manos. En la negrura y silencio del patio entendí por qué la abuela se volvió loca. Por qué se mató cuando mi tío le regaló ese ramo blanco.
Me pareció que mi cuerpo fue el suyo mientras sostuve las flores. Sentí mucho dolor en la cola por el montón de veces que su Pa la llevó con él al catre por las noches, se me adormecieron los brazos y las piernas por las palizas que le puso su Ma y que el abuelo repitió años después. Tuve más dolor en la cola de tanto parto y me ardieron los ojos de lo mucho que sufrió la abuela la muerte de dos de sus hijos. Lo último fue el olor fresco del ramo de flores blancas. El abuelo se lo regaló al pedir su mano, cuando prometió cuidarla toda la vida, hasta el fin de los días hasta la muerte. Pensé que también quería morirme, que podría subirme a lo más alto del tamarindo y tirarme a la tierra, mi cabeza estampada en las raíces del árbol. Pero me acordé de mi Ma, lo triste que me ponía cuando ella lloraba. Por eso junté fuerza y envolví las flores en un trapo de cocina que llevaba, para que no me siguieran torturando. Antes de ponerme en pie y alejarme del árbol, lloré un poquito por la abuela. Sólo unas lágrimas, “ya entiendo tu dolor”.
Esa madrugada no pude dormir, di puras vueltas en el colchón y no me dejó de doler el cuerpo. Apenas amaneció me fui derecha a la casita de La Virola. Le mostré mis brazos y piernas amoratados y mis ojos todos hinchados y secos. “Te me adelantaste”, exclamó con sorpresa, pero mucha alegría, al revisar mis extremidades. “No quiero que me pase nada en la cola”, le dije, un poco como una súplica, y otra vez me solté a llorar. La Virola me consoló dándome unas palmadas en la cabeza que se asemejaron más a unos golpes y anunció que ya íbamos a comenzar la ceremonia. Debía comer las flores mientras ella cantaba y hablaba con la abuela. “La voy a convencer de que te deje en paz”, me prometió con su sonrisa frágil.
Le hice caso a la niña maga y empecé a masticar las flores mientras la escuchaba decir palabras desconocidas. Los pétalos tenían el sabor desagradable de la tierra y el hierro; sentí que estaba envenenándome, pero continué tragando. El esfuerzo me hacía arrugar la cara y la saliva se me escapaba de la boca. La Virola saltaba con júbilo, daba vueltas alrededor de mí, sacudía su cuerpo en posiciones raras y escupía al suelo, a las paredes. Pensé que en el pueblo toda la gente estaba loca, que lo primero que haría al crecer sería irme: conseguiría un trabajo en la ciudad, me llevaría a mi Ma conmigo y allí viviríamos más tranquilas. La Virola soltó una avalancha de frases inentendibles con una voz grave que nunca le había escuchado. Pronto empecé a sentirme muy mareada, con la cabeza revuelta. La Virola se convirtió en una mancha borrosa y la plasta de flores masticadas me subió por la garganta, su sabor repugnante inundó mi boca. “¡La última no te la comas, es mía!”, gritó La virola. Asentí, sin saber a qué se refería. Antes de poder abrir la boca para vomitar, mi cuerpo se rindió y me desplomé.
Cuando abrí los ojos me encontré con la cara de La Virola. La noté cansada, pero sus cachetes relucían bajo unas chapas rosas y tenía una sonrisa estampada en los labios. Me dijo que me había desmayado un ratito, pero que ahora todo estaba bien y mi destino se había compuesto. Me fijé en que ya había acomodado los pétalos que no me comí en su puerta de entrada. Se veían espantosos. Le di las gracias y, todavía con algo de mareo, me paré como pude y me marché lo antes posible. No quería volver a poner un pie en su casita.
Los siguientes días no salí de la cama. Mi Ma iba a verme varias veces por hora y me ponía la mano en la frente, en el cuello, en el sobaco. “No es fiebre”, le decía a mi tía, “no sé qué tendrá”. “Déjala que descanse”, le contestaba ella, “ya un día de estos se pone bien”. Mis primos espiaban por el marco de la puerta y me invitaban a participar en juegos y travesuras, pero contestarles me exigía demasiado esfuerzo. Dormía casi todo el día, en mis sueños aparecían pedazos de la vida de la abuela, no me dejaban en paz: sus aventuras de niña, su noche de bodas, su visita a la ciudad, su último parto, su cumpleaños número cincuenta y dos. Cuando despertaba me sentía muy irritada con ella y también con La Virola, las maldecía: a la primera por condenarme con el parecido, a la segunda por enfermarme.
Mi Ma entraba a revisar mi estado y yo la notaba muy desanimada; incluso estando dormida podía sentir su presencia, era un calor que se desplazaba alrededor mío. “Como que le está cambiando la cara a la niña”, escuché decir a mi tía, en uno de mis pocos momentos lúcidos. Una noche llevaron a un cura, pero lo único que retuve de la visita fue la seguridad de que cuando muriera iría a parar al cielo. Las personas entraban y salían del cuarto, me hablaban sin obtener respuesta. Yo abría los ojos y los cerraba, volvía a dormir, a soñar cosas a veces bellas, a veces horrorosas.
Una mañana me desperté y descubrí con asombro que me encontraba muy bien. La enfermedad y el dolor se habían marchado. Tenía muchas ganas de salir al patio, de correr y de jugar con mis primos, de comerme tres platos de birria, de ir a pasear con mi Ma. Fui al baño a hacer pis y al verme en el espejo solté un grito: en el transcurso de esos días la cara se me había alargado y las cejas se me habían engrosado, tenía la nariz más chica y los pómulos más salidos. Pensé que era el precio que pagar por no terminar loca como la abuela. Mi Ma atribuyó los cambios a mi crecimiento y dijo que iba a ser una mujer guapísima, entonces yo me puse feliz. “Ya te estás pareciendo más a la tía abuela Josefina”, comentó uno de mis tíos. Como a ella no la conocí, mi tío me mostró su foto y luego luego me di cuenta del parecido. Una muchacha igualita a mí, sólo que inmóvil y sin color. “Era muy guapa la tía abuela Josefina, qué suertuda”, dijo mi tía.
Para no correr ningún riesgo, le pregunté a mi Ma por la historia de la hermana de mi abuela, pero como no me quiso decir, mandé a mi primo el chico a investigar. Unas semanas después, cuando yo ya ni recordaba el asunto, mi primo me contó que la tía abuela Josefina murió de muy joven, antes de los veinte. “¿Pues qué le pasó?”, le pregunté, ante la sospecha de una enfermedad mortal o un accidente trágico. “La apedrearon en la plaza municipal”, me contestó, “es que la loca mató a una familia entera con una pala”.
Marcela Chávez Gutiérrez (Ciudad de México, 2001) es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Se ha desempeñado como correctora de estilo, reseñista de obras literarias para la UANL y dictaminadora de textos. Fue becaria del Décimo Quinto Curso de Creación Literaria, Xalapa 2023; durante el mismo año escribió una columna mensual para la revista Primera Página y en 2024 fue columnista en Murmullo de Paloma. Actualmente forma parte del Quinto Programa de Tutoría en Novela de la UNAM y trabaja como asistente de investigación.
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