Karen Simental
Era la sexta vez que los desechaba; los bulbos aún estaban tiernos, pero ya empezaban a mostrar ciertas señales viriles. Sin embargo, fácilmente podía reconocerse que eran inútiles: dos se quejaban demasiado, era imposible hacerlos entrar en razón; uno más estaba algo deforme, presentaba una asimetría evidente que lo hacía languidecer hacia la derecha, dejarlo crecer así empeoraría la condición; el tercero era pequeño, muy pequeño. Y en definitiva, eso no era lo que estaba buscando. Necesitaría entonces, otra tanda para su cultivo.
Todo empezaba con hombres imperfectos, de esos que usan colonia barata o que tienen panza y se niegan a renunciar a ella, por lo regular eso es lo que se consigue fácil. Sería mejor alguno lindo, guapo, que vista bien, con posgrado; aunque, por lo regular, esos son machistas, narcisistas, petulantes. Nunca, nunca son perfectos, ni siquiera tolerables. Como sea, son sólo la materia prima. Lo importante es la transformación en sí.
Cuando ya están listos, les recita lo mismo de siempre antes de empezar: “Ésta es tu oportunidad para cambiar, tienes que hacerlo mejor esta vez, conviértete en un hombre de bien”. Pero, obviamente, ninguno lo había hecho. Mejoraban un poco, pero en el fondo seguían siendo los mismos hombres podridos por dentro. Por eso, los bulbos se pudrían con facilidad.
El aspecto físico era sencillo de controlar. Su invernadero recibía el agradable sol por los cristales que estaban orientados al este, al oeste y al sur; la parte norte estaba adosada a la casa. A los lados de la puerta, se encontraban amuletos forjados y colgantes de cristales. La luz no es sólo la luz, es un lenguaje que se conforma de códigos, en ella subyacen en silencio todos los colores, los visibles y los invisibles; en la oscuridad, yace lo contrario. Ése es uno de los principios de la cofradía: en el principio se hizo la luz, pero antes estuvo la oscuridad. Luego surgió todo lo visible.
Los amuletos dirigen y controlan los haces de luz decodificada de acuerdo a las necesidades de cada planta. Cada ser forma parte de ello en su propio sentido, eso lo sabe cualquier novicia. Pero para encontrar la verdadera esencia, única y perfecta, se debe depurar y decodificar la vibración misma de cada organismo viviente, llevándolo a su máxima concentración y pureza.
Dentro del invernadero, el agradable microclima favorecía a la albahaca, el romero, la salvia, la belladona y, por supuesto, la mandrágora. Su tía Elena se había asegurado de heredarle lo necesario para continuar con las investigaciones: las hectáreas boscosas que rodeaban la casa le garantizaban privacidad; la camioneta, último modelo, le proveía el espacio necesario para transportar a los hombres desde la ciudad; el dinero no le faltaría hasta lograr el espécimen masculino perfecto. Un compañero digno para las hermanas de la cofradía.
En otras ciudades pasaba lo mismo, sin duda, pero nadie había llegado tan lejos como la tía Elena; cinco años atrás, su último espécimen había desarrollado una hermosa musculatura que crecía sobre la tierra, con líneas bien formadas, definidas y brillantes. Emitía un delicioso olor a almizcle, sándalo, malva y menta, tenía las cejas espesas, casi negras, una boca ardiente, ancha, deliciosa. Pero lo verdaderamente inconcebible era que podía hablar.
Desde el inicio de la cofradía, se habían obtenido especímenes vegetales carentes de alma, ausentes de toda chispa de luz en sus ojos, sin vestigios de flama ardiente, ni en sus raíces ni en su entrepierna, incapaces de darle placer o dicha a cualquier mujer. Se necesitaba primero el fuego y la luz, porque, si no, lo que quedaba era solamente tierra reventada y pútrida. En cambio, éste daba gusto de mirarlo y sentirlo, pero su presencia no estaría completa hasta encontrar la vibración adecuada que saliera de sus labios. La palabra es una demostración no sólo de inteligencia, sino también del alma.
En la cofradía habían intentado con las runas antiguas y los encantamientos druídicos. Algunas hermanas meditaron en las entrañas del bosque hasta que sus manos se torcieron como ramas, carcomidas por el viento y la naturaleza inclemente, que quería evitar cualquier aberración a su primitiva ley. Perecieron interrogando a todos los espíritus de los bosques, del cieno, del liquen y las criaturas oscuras asociadas al micelio ancestral. En las llanuras, otras tantas terminaron como la esposa de Lot, convertidas en sal. Las más desesperadas se hundieron en los misterios del mar buscando al Leviatán, ¿a quién más podrían preguntarle cómo lograrlo? Sin embargo, ninguna tuvo fuerza para volver a la superficie. A pesar de todo, necesitaban lograrlo. Bien valía la pena, porque tendrían algo equiparable y justo. Un intercambio alquímico perfecto.
Con los años, gran parte de la sabiduría se fue desgastando en una empresa que consumía todas las fuerzas de la cofradía. La última visionaria de esta estirpe dotada era, sin duda, Elena de Ramanov. De ahí le venía a Emilia de Ramanov su talento, pero también la sentencia de su destino. El espécimen de su tía repetía: Ele-na, Ele-na. Lo hacía cuando necesitaba agua, cuando quería que lo acariciaran, pero no decía nada más. Todo iba muy bien. Hasta la tercera luna, antes de su cosecha, esa noche en vez de permanecer callado, lloró. A través de la casa se escuchaba el gemido antinatural y al mismo tiempo orgánico del hombre mitad planta.
La tía acudió con prontitud pero ya era tarde; según los informes de la cofradía, luego de enunciar palabras impronunciables y frases inconexas, el espécimen había asesinado a la tía Elena, que se desangraba a sus pies mientras él mismo se aseguraba de cortarse la raíz principal para marchitarse en segundos.
Hasta ese momento, no importaban las artes oscuras ni los recursos que se habían empleado, porque ninguna de las hermanas había logrado lo que había logrado Elena. Ésta fue la razón por la que Emilia pasó a encargarse del invernadero: “Está en tu linaje, debes recitar los encantamientos y proporcionar la sangre ancestral que hizo al cultivo de tu tía capaz de sentir y de hablar, cuando consigas tu propio espécimen perfecto, entonces estaremos en condiciones de escindir las vibraciones antiguas: podremos redimir el bien del mal y repoblar la tierra… entonces todo estará bien”.
Eso estaría bien. Necesitaba encontrar el hombre adecuado para aprovechar el poder de su propia sangre, un hombre elegante y atlético para empezar, inteligente y caballeroso, tal vez. Nadie podría permitirse para la eternidad un compañero más estúpido que sí mismo. Un hombre idiota jamás debe ver la tierra nueva; la mente debe ser fuerte para soportar lo que viene. La mente de un hombre debe ser inquebrantable, espléndida para construir sobre ella.
A las seis de la mañana ya estaba de vuelta en casa. Tres hombres eran los cosechados para ser sembrados de nuevo.
![Erik Caballero Casas](https://static.wixstatic.com/media/383431_359f3d59f2fc4e5cb2bde0c4a51c5589~mv2.png/v1/fill/w_980,h_735,al_c,q_90,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/383431_359f3d59f2fc4e5cb2bde0c4a51c5589~mv2.png)
Karen Simental es esposa, madre de cuatro, diseñadora gráfica y maestra en Ciencias para el Aprendizaje. Fue ganadora del premio de ensayo Levadura 2019 de la UANL. Ha publicado en revistas locales y en medios digitales como las revistas Marabunta, El Axioma, Chile del Terror y Weird review. Sobrevive en Durango, Dgo., México.
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