Maya Oliva
Deslizo los exámenes parciales reprobados sobre la mesa e intento no frustrarme por las malas calificaciones de mis alumnos. La sala está vacía y el calor de junio es insoportable. Mis esfuerzos de la mañana por verme un poco linda fueron completamente estropeados por la falta de aire acondicionado en la escuela. El maquillaje se me derrite poco a poco y tengo unas ganas incesantes de quitarme la camisa empapada de sudor. Me recojo el cabello y me quito el gafete del cuello antes de dejarlo sobre la mesa. Mi foto es espantosa, me veo demasiado frentuda y las ojeras bajo mis ojos resaltan todavía más gracias al fondo blanco. Leo el nombre bajo mi imagen congelada mientras me rasco la herida sobre la palma de mi mano casi de manera mecánica. Olvido que sigue abierta y me mancho los dedos con mi propia sangre.
En la escuela, muy rara vez los alumnos tienden a llamarme Josefina, la mayor parte del tiempo los escucho murmurar “ahí viene la Josefa” antes de que entre al salón de clases. Más allá de eso, no me dicen de otro modo más que ‘maestra’. En la sala de profesores me tratan como si fuera una niña. Por supuesto, no tenía tanto tiempo que había terminado la licenciatura. Los maestros me dicen ‘Josefinita’, a veces ‘Finita’ cuando el ‘Jose’ parece ser demasiado agresivo para ser el nombre de una mujer. Carla es la única que me llama ‘Fina’, así sin más.
—Suena distinguido, ¿no crees? Elegante y de clase —me comentó en una ocasión en la que ambas nos encontramos en el pasillo de camino a la cafetería—. Lo pronuncio y adoro la chispa que provoca en mi boca. Fina. Inmediatamente te imagino vestida con un abrigo enorme y extravagante de color blanco, con una pipa en la mano y unos lentes de sol del tamaño de tu cara. Estás hecha para triunfar.
Carla es la maestra de artes plásticas de los de tercer semestre. Cuando nos conocimos nos presentaron de manera formal. Ella no pasa de los 35 y en su mirada felina y afilada había un destello de curiosidad de la que no pude evitar contagiarme. Ambas nos llamábamos la atención con urgencia, aunque no nos hicimos amigas de inmediato. Carla tiene la tendencia de tratar a los demás con respeto aunque no muestre ni el ápice de su verdadera esencia, siempre oculta detrás de sus sonrisas adecuadas.
Nuestros encuentros, en su mayoría, eran agradables accidentes en los pasillos de la escuela. Siempre fui yo quien la miraba primero hasta que ella se daba cuenta de mi presencia. Buenos días, Fina. Saludaba junto con una entretenida sonrisa sobre sus labios por la cual empecé a interesarme. Eran demasiado delgados, pequeños, pero eran parte de su atractivo. La sensualidad radicaba en el tono avellana de sus labiales. Me sorprendí a mí misma preguntándome si Carla sería mala besando.
En una ocasión me corté la palma de la mano con un fierro salido de las escaleras que daban a los salones de sexto semestre. La sangre brotó de manera exagerada —el corte, en realidad, ni siquiera era la gran cosa— y varias de mis alumnas vinieron a socorrerme. Carla apareció entre las demás y me tomó de la muñeca para revisarme.
—No hagan drama, ni que se le fuera a salir el corazón ―intentó quitarle seriedad al asunto y luego me llevó con ella hasta la sala de maestros.
Lunes por la mañana, Cristina Meza
La herida no se infectó, pero tampoco se ha cerrado. Es un enero difícil de cicatrizar. A veces todavía rezuma cuando ella se acerca a hablarme.
Comenzó a toparse conmigo con frecuencia, casi a propósito. Como ella es Aries y yo Sagitario ponía de excusa al destino: nos teníamos que encontrar, Fina. Para cuando me di cuenta, Carla ya se había convertido en mi cómplice. Atravesé todas las barreras.
Al poco tiempo, nuestros encuentros pasaron a formar parte del mundo exterior. A veces yo tomaba la iniciativa y la invitaba a ir por un café. Poco a poco empezamos a escalar en nuestro nivel de confianza y Carla me presentó su departamento repleto de pinturas suyas, algunas completas, otras a medio terminar. Promete regalarme una algún día. Tomamos cerveza para pasar el rato, a veces bebemos vino cuando sentimos que estamos hartas del semestre. Su mirada felina hace que no pueda quitarle los ojos de encima en ningún momento. Quisiera ignorar mis insistentes ganas de besarla.
Carla tiene novio, aunque ella detesta el título. Piensa que ya está demasiado mayor como para utilizar tales adjetivos propios de alguien de preparatoria o todavía en sus 20’s. También cree que lo que tiene con Alfredo va con más seriedad, que el título no le hace justicia. A Carla le gustaría casarse algún día.
Nunca la he invitado a mi casa. Ella tampoco pregunta ni insiste, me parece que ni siquiera lo ve como algo necesario. Dejé mi antiguo hogar cuando Carlos y yo terminamos, ahora vivo de vuelta en casa de mi madre: un bunker atrapado en el tiempo que temo que se caiga a pedazos si se agita demasiado. Los cimientos son cortos, mal hechos, y hay una grieta enorme en la pared junto a la entrada.
Mis gatos acumulan cientos de cadáveres de grillos en la sala que nadie se molesta en recoger y mi madre se pudre en su cama poco a poco; también tiene una herida que no cicatriza, sólo que la de mamá se infectó y se le propagó por todo el cuerpo.
Pocas veces sale de su habitación. Cuando me acerco para dejarle un nuevo plato de comida descubro que ni siquiera ha tocado el anterior. Hay una mancha sobre el colchón que crece con el tiempo a medida que a mi madre se le necrosa la piel y se le adhiere a las sábanas. La llamo por su nombre y no me contesta, su mirada ya nublada por los años parece distante y absorta de cualquier cosa que suceda a su alrededor. Intento alimentarla pero no me hace caso. La mancha se hace más oscura mientras intento darle de comer y ella llora. Llora por el dolor, llora porque se está pudriendo.
A veces le salen gusanos y la ayudo quitándoselos uno por uno con las pinzas para las cejas, la mayor parte del tiempo los encuentro sobre la cama pero, en ocasiones, cuando termino mi turno en la escuela y vuelvo a casa, también los descubro en la sala junto al cementerio de grillos. De esa manera sé que mamá anduvo deambulando por la casa.
No podría traer a Carla a este mundo. No podría dejarla ver el modo en el que mi vida se está cayendo a pedazos sin ningún tipo de control. Prefiero adentrarme en el suyo ahora que puedo, ahora que me dio permiso.
Las heridas de mamá supuran entre el tejido necrosado, ya ni siquiera sangra. Mis heridas jamás han sido tan profundas y peligrosas como las suyas.
Duelen, pero las cuido.
La arena de gato sucia apesta todavía más por culpa del calor. Los gusanos de la sala empiezan a devorar los cadáveres de los grillos.
Carla perturba mis pensamientos —como es costumbre suya— cuando aparece por la sala de profesores con un ventilador que apenas puede arrastrar ella sola. Trae una falda larga que le llega hasta los tobillos y una blusa de manga corta que se ciñe perfectamente a su cintura. Su cabello rojizo está recogido en una sudada coleta alta y su maquillaje ha empezado a derretirse al igual que el mío. La diferencia es que ella siempre se ve preciosa.
—¡Mira, Fina! Me lo acabo de robar de los salones de segundo —ríe de manera agotada—, ven a ayudarme, por favor. Luego puedes darme las gracias.
Intento suprimir la creciente sonrisa sobre mis labios pero es prácticamente imposible cuando se trata de ella. Me levanto de mi lugar y me acerco para ayudarla a meter el ventilador dentro de la sala de maestros. Movemos algunas sillas y corremos la mesa para hacer un espacio. La mano me duele pero lo ignoro. Carla conecta el ventilador frente a mí y la brisa me hace soltar un gran suspiro. Ella ríe, se acerca a mi lado, pasa uno de sus brazos por encima de mis hombros y disfruta del viento conmigo.
—¿Estabas muy ocupada? —dice luego de unos segundos.
—No tanto, calificaba los parciales.
—¿Qué tal les fue a tus chicos?
―Estoy haciendo una carnicería.
Carla me vuelve a deleitar con el sonido de su risa antes de soltarme. Hace demasiado calor como para quedarnos abrazadas, pero ninguna se aleja del ventilador. Algunos mechones de su cabello vuelan y se le pegan a la cara gracias al sudor. Está tranquila. Cansada. Y yo no dejo de sentir su tacto sobre mis hombros incluso si ya me ha soltado. Su perfume es incluso más evidente. Ruego porque ella no note el olor de mi casa impregnado en mi ropa.
—Te voy a extrañar en el verano —suelta de repente.
—Puedo ir a verte cuando quieras.
Hace una pequeña mueca y desvía su mirada hacia el ventilador. Sabe que me percato de la abrupta distancia, así que estira su mano a penas unos centímetros para tomar la mía. Por un instante temo que alguien entre en la sala y arruine el momento.
—Tal vez me vaya. Alfredo quiere que visitemos a su familia en el sur, quisiera poder empacarte en una maleta y llevarte conmigo, Fina. Hay tantas cosas que tengo que contarte.
—Entonces dime —intento no sonar impaciente.
Miro su perfil, miro aquella pequeña curva sobre su nariz que la vuelve aguileña, producto de un accidente en bicicleta a los 15 años. Todo de ella me parece fascinante.
—Debo meditarlo —responde con una de sus deslumbrantes sonrisas mientras vuelve a mirarme—, todavía no sé qué tanto debo involucrar a mis sentimientos cuando estoy contigo.
Me vuelvo débil.
Miro sus labios y me digo a mí misma que no me merezco tanta incertidumbre. Casi suelto un suspiro en el momento en el que me incliné para besarla. Pude sentir que ella retenía el aire por la sorpresa. No se apartó. Tampoco correspondió. Pero en aquel instante yo ya no podía detenerme.
Acuné sus mejillas en las palmas de mis manos y la besé con dulzura. Carla se quedó rígida en su lugar mientras mis labios se mueven sobre los suyos. Siento vértigo. Quiero decirle que no se vaya con Alfredo en el verano. Que no se vaya.
Abre su boca y yo lo tomo como una señal para profundizar el beso, pero en su lugar me susurra que me detenga.
Cuando me separo ella frunce el ceño y me mira con tristeza, algo decepcionada. He mojado su mejilla con mi sangre.
—Perdóname —mi voz prende de un hilo y me alejo de ella.
Recojo los exámenes sobre la mesa de manera torpe y apresurada y mancho algunos. Tomo mi bolso y emprendo mi huida fuera de la sala. Carla no se mueve de su lugar. Todavía puedo sentir la estela de su perfume cuando salgo hacia el pasillo.
Después de ese día, Carla empezó a evitarme.
La herida se infectó. Las curaciones han dejado de hacer efecto. Intento cubrirme con vendas para protegerla de las supuraciones de mamá cuando entro a su habitación a limpiarla. Varios de los gusanos ya se han transformado en moscas. Espanto a algunas dando manotazos al aire cuando intentan acercarse al cuerpo de mi madre. Pero a veces no sé si la buscan a ella o si me buscan a mí como una nueva hospedadora de larvas.
Aplico la misma rutina que tengo con mi madre: me quito la venda de la mano, limpio la herida con agua, aplico un antiséptico, me seco, aplico crema y vuelvo a cubrir mi piel expuesta. Pero haga lo que haga, no cicatrizo. El dolor aumenta con el paso de los días y la piel alrededor de la herida se ve roja, a veces morada, a veces verde. Llora pus y sangre. En ocasiones hasta me cuesta mover toda la mano.
Carla dejó de buscarme en los salones de clases. Cuando nos topamos en el pasillo baja la cabeza y no me saluda. Sólo me habla cuando alguien más se lo pide, pero ya no me mira a los ojos ni me invita a su departamento después de clases. Ya no me llama Fina.
El verano llegó y Carla parte con Alfredo hacia el sur. Yo me quedo sola con mi madre.
Mamá sigue sin contestarme cuando le hablo. Pero ahora puedo verla deambular por la casa. Reconozco su olor en la cocina cuando ya la ha abandonado. En ocasiones debo ir detrás de ella para recoger los pedacitos de tejido de piel que abandona en el camino. No puedo dejar que los gatos se la coman. Me cierra la puerta del baño en la cara y llora en silencio. Le pido que abra pero no me hace caso. Sale dos horas después y vuelve a encerrarse en su habitación. Escucho el crujido de los cadáveres de los grillos debajo de sus pies al caminar. Está drenándome la vida.
No es hasta agosto que tengo nuevas noticias sobre Carla. Me envía un correo electrónico con la invitación de su boda. Alfredo por fin se animó a pedirle matrimonio. Eres una persona maravillosa, Josefina. Espero que puedas ir. Es lo único que pone en el cuerpo del mensaje.
No tengo ganas de responder. Me quedo inmóvil frente a la computadora y frente a los planes de clase que estaba armando antes de recibir el correo de Carla.
Dejo que un par de moscas se posen sobre mi herida expuesta.
Maya Oliva es estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Sus colaboraciones se encuentran publicadas en diversos números de la revista virtual Elemento Artístico por parte de la Subsecretaría de Educación Media Superior y Superior, y en la antología de cuentos infantiles Patrañas (2009). A inicios de 2022 fue facilitadora de un taller de cuento ilustrado en el COBAEV plantel No. 35 y en abril de 2023 participó como ponente en la 1.º Jornada 'Leyéndonos a nosotras mismas' por parte de la Facultad de Letras Españolas. Es lectora, escritora y artista plástica por placer.
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