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Cabeza de bruja

  • Maya Oliva
  • hace 52 minutos
  • 9 Min. de lectura

 

Maya Oliva

 

Piedad llevaba tres días hablando con un agujero en el jardín. Brenda se dio cuenta de aquello la noche en la que el vecindario se pintó de azul y rojo y todos se vieron empujados de la comodidad de sus hogares para congregarse alrededor de la última casa al fondo de la calle. El repentino murmullo viniendo del exterior las despertó. Piedad fue la primera en deshacerse de las cobijas para seguir la voz de su madre que se alejaba por el pasillo. En cambio, Brenda, confundida por el alboroto y todavía bastante aturdida por el sueño, observó a Piedad abandonándola en las sombras de la habitación. Por instinto trató de encontrar a Calceto, quien estaba hecho un ovillo dentro de su jaula.

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Ella se sentó sobre la cama y, después de unos segundos, se levantó. Su madre ya estaba afuera, junto con todos los vecinos, para cuando Brenda bajó las escaleras con pasos tímidos y silenciosos. Desde allí se percató de que el ventanal en el comedor estaba ligeramente abierto, permitiendo que la brisa nocturna formara un oleaje con el peso de las cortinas. Las luces del exterior difuminaban los objetos dentro de la casa, pero podía ver claramente a Piedad de pie sobre la tierra recién removida que su padre, con pala y cubeta en mano, había escarbado esa mañana para arrancar la maleza del jardín. Miraba al suelo. Uno de los agujeros había llamado peligrosamente su atención.

“¿Qué era lo que tenía de impresionante?”, se preguntó Brenda la mañana siguiente. Era más grande y más profundo que los demás en el patio; seguramente podría caber un balón de fútbol dentro si se empujaba con algo de fuerza y éste se perdería en las fauces oscuras de la tierra, pero más allá de eso, era un simple hueco en el piso. Nada más.

Pero Piedad podía pasar horas al pie de ese pequeño abismo, observándolo como si éste pudiera devolverle la mirada.

            Brenda se sentía irritada. La nueva obsesión de su hermana había arruinado por completo su rutina. Ya no había tardes de películas ni concursos de dibujo antes de que mamá les sirviera la comida en sus platos. Ahora, cada tarde, Brenda la veía cruzar la casa como un fantasma en dirección hacia el jardín. Salía todos los días a tirar pedacitos de comida dentro del agujero y luego se quedaba allí, inmóvil, esperando pacientemente una reacción que viniera desde adentro.

El cuerpo de Brenda se sacudía y dos manos apretaban su garganta cada vez que Piedad regresaba al interior de la casa e ignoraba sus preguntas, evitaba las miradas y, ensimismada, emprendía una búsqueda entre las gavetas del refrigerador hasta dar con unos cuantos pedacitos de comida y luego huía de vuelta hacia el jardín.

Y lo peor, lo que más le molestaba a Brenda era que ahora tenía que cuidar de Calceto completamente sola.

Era su conejo, el conejo de las dos, por el que ambas le lloraron a su padre, casi de manera coreográfica, en la tienda de mascotas hasta que él cedió a sus lamentos.

—Con una condición —declaró su padre—. No quiero verlo en una jaula sucia llena de popó y comida mojada. Si lo descuidan lo voy a regalar. Ambas tienen que hacerse responsables de él.

            Y así había sido durante las primeras tres semanas. Repartieron sus tareas y se hicieron cargo de Calceto incluso en contra de los reproches de su madre por tener un animal dentro de la casa. Le consiguieron una jaula lo suficientemente grande como para meterle un bebedero y un plato de comida, y de vez en cuando lo dejaban libre luego de asegurarse de haber cerrado correctamente puertas y ventanas. Calceto, a cambio, las miraba con esos ojitos redondos que parecían pequeñas canicas de cristal brillante. Era como una nubecita negra de lluvia con patitas y colita y una pequeña mancha blanca que delataba el lugar en donde se encontraba escondida su nariz, la cual se movía con insistencia, al pendiente de cada uno de los movimientos de las personas dentro de aquella casa. Las niñas sonreían, estiraban sus manos y acariciaban con cuidado la esponjosa calidez de su cabecita.

Fueron un gran equipo hasta que, eventualmente, Piedad encontró una nueva manera de entretenerse.

—No sé para qué se los compraste en primer lugar —escuchó susurrar a su madre en la cocina mientras Brenda alimentaba a Calceto en el comedor—. Sabías que se iban a aburrir de él tarde o temprano, es cuestión de tiempo para que la otra también lo deje. Ganas de hacer sufrir a ese pobre animal.

            No era justo.

            “Pero no importa, conmigo es suficiente. Yo lo voy a cuidar”.

Aquella tarde, mientras Brenda cambiaba el agua del bebedero de Calceto en la sala, el chasquido del seguro de la puerta corrediza llegó como un repentino estallido que la atravesó cual rayo de luz en medio de la penumbra. Apretó la mandíbula con fuerza y trató de ignorar el crujido de la tierra en el exterior al recibir los zapatos de Piedad. Sólo hacía falta levantar la mirada para encontrarse con ella en el jardín, embelesada con el interior del agujero.

            La tranquilidad nunca le duraba demasiado tiempo. El ceño de Brenda se frunció cuando escuchó a Piedad volviendo sobre sus pasos, adentrándose otra vez en el comedor. Ambas se miraron por unos cortos segundos hasta que la menor continuó su camino. Se dirigió hasta la cocina y buscó dentro del refrigerador los pedacitos de jamón que, a consecuencia de la limpieza matutina de mamá, no pudo encontrar. Arrastró una de las sillas más cercanas del desayunador y subió en ella para asomarse sobre la barra, tomando los frascos de especias para observarlos uno a uno antes de dejarlos nuevamente en su lugar. Brenda cerró la jaula de Calceto. Piedad había dejado el ventanal abierto.

—Cierra —ordenó.

Piedad, por fin, la miró.

—Cierra la puerta.

—Sólo será un momento.

—El conejo se puede escapar.

—Tiene hambre —Piedad devolvió su mirada hacia la barra, pero no se movió—. Me dijo que tiene hambre.

Brenda bufó exasperada. Se levantó y caminó hacia el ventanal, apoyando una de sus manos en la puerta corrediza.

—¿No me vas a obedecer? —dijo con severidad.

Piedad bajó de la silla y abrió las gavetas más bajas de la alacena. Se llevó una mano a los labios frustrada.

—Es que me dijo que tiene hambre —repitió.

“Suficiente”, pensó Brenda antes de empujar el ventanal, haciendo vibrar los cristales cuando se azotó contra el marco.

Apretó los puños antes de dirigirse con decisión hacia la puerta principal. Su madre había salido minutos atrás cuando Paty, la mamá de Lupita, la había llamado junto con otras vecinas a las que no conocía en su totalidad. Cuando salió de la casa, encontró a su madre murmurando con las mujeres en medio de la acera.

La distraída desobediencia de Piedad era merecedora de uno de esos gritos de su madre que te hacían temblar desde la primera palabra. La manera en la que pronunciaba sus nombres con autoridad las congelaba y les dejaba el cuerpo tenso de miedo antes de recibir el estallido del regaño. El mero hecho de imaginarlo la llenaba de una satisfacción vengativa que deseaba alcanzar con urgencia.

Sus zapatos emitieron un ruido seco y súbito cuando abandonaron la suavidad del patio delantero y se encontraron con el asfalto de la calle. Caminó rápidamente hasta su madre y se agarró de las faldas de su vestido para llamar su atención. Sintió la mano de la mujer tras su espalda, indicando presencia, pero no la miró. Por mucho que Brenda la llamara con la mirada, su madre no bajó la cabeza.

—Jamás me dio buena espina ese matrimonio. Él no hablaba con nadie y más de una vez la vi a ella metiendo animales a la casa, pero nunca los vi salir. Por las noches ella gritaba. Eso debió ser una señal.

—Pues ustedes lo vieron, esa noche se lo llevaron.

—¿Pero quién llamó a la policía?

—Él mismo.

Brenda miró al final de la calle. La última de las casas, la que se tiñó de azul y rojo unos cuantos días atrás, estaba encintada en tiras amarillas con negro que brillaban incluso a la distancia. ¿Qué tenía eso de importante?, ¿qué mamá no se daba cuenta de que la necesitaba en ese momento? Tiró de su vestido hacia abajo y la llamó, sin éxito. Esta vez fue su madre quien tomó la palabra.

—No puedo creer que haya llamado a la policía después de todo lo que le hizo a la pobre de Dora.

—Deja —dijo Paty, sacudiendo la ceniza de su cigarro—, cuando lo sacaron de la casa no dejaba de gritar como loco que lo que había allí dentro no era su mujer.

—¿Cómo?

—Mi marido también lo escuchó —intervino otra de las mujeres—. Dice que su ropa estaba bañada en sangre al momento en el que lo sacaron de la casa. Se miraba las manos con los ojos bien abiertos, como si no lo pudiera creer. Los policías lo arrastraron hasta la patrulla y, mientras lo subían, Roberto vio cómo agarró a uno de los oficiales y le escupió que Dora era una bruja.

—¿Y por eso la decapitó? —preguntó en un tono incrédulo otra vecina.

“Decapitar, ¿qué es decapitar?”.

—Yo escuché de Gloria que cuando llegó a la casa así la encontró. Que estaba allí ya sin…

—¿Ya sin cabeza?

“Decapitada”.

—Brenda, métete a la casa, por favor —su nombre saliendo de la boca de su madre la sacudió. Se sintió percibida y volvió a tirar de ella, esperando encontrarse con su mirada.

—Mamá.

La llamó, pero la voz de Paty, quien no parecía haberse percatado de la niña, o que tal vez sólo ignoraba su presencia, se ganó la atención de las mujeres mientras exhalaba humo por la boca.

—Pues por eso mismo digo que ya estaba loco. Dicen que encontró su cuerpo sentado en el comedor, como si lo estuviera esperando para cenar. La cabeza de Dora estaba en el suelo de la cocina, llamándolo por su nombre, burlándose de él y exigiendo comida porque tenía mucha hambre. Dicen que no supo qué hacer con ella, que salió para llamar por teléfono a la policía y que cuando regresó la cabeza ya no estaba, que se había ido rodando, ¿se imaginan? Con decirles que cuando llegaron los oficiales lo único que encontraron fue a él abrazado del cuerpo de Dora, murmurando su nombre.

Brenda se imaginó una cabeza rodando por la acera, buscando un lugar en el suelo donde pudiera esconderse de su marido. La imagen le produjo escalofríos y tiró de su madre con más fuerza.

—¡Mamá!

—Brenda —ahí estaba ese tono de voz que te dejaba helado y te cortaba la respiración en un instante. La mirada de su madre ahora estaba sobre ella, filosa como su mandíbula al apretar sus palabras entre los dientes—. ¿No me vas a obedecer?

Le soltó el vestido y encogió las manos hacia su pecho en un abrupto tirón causado por el regaño. Sintió la mirada de todas las demás mujeres sobre ella, como si recién hubieran reparado en ella. Ninguna pronunció ni una sola palabra más al respecto, como si un pacto se hubiera sellado entre ellas luego de la orden de su madre.

Paty sonrió en el momento en el que se llevó el cigarro hasta los labios.

—Órale, a su casa, señorita. Que si no la cabeza de la bruja le va a morder los tobillos.

A Brenda le desapareció el color del rostro y de pronto sintió un cosquilleo en la parte trasera de sus pies que la hizo soltar un chillido antes de correr de vuelta a casa, dejando a su madre y a las mujeres atrás. Empujó la puerta con el peso de su cuerpo y la cerró tras sus espaldas, asegurándose de que nada ni nadie se hubiera escabullido por el suelo o rodase en el interior de su hogar mientras no se daba cuenta.

El sonido de las argollas de las cortinas siendo mecidas por el aire llamó su atención. El ventanal estaba abierto otra vez. Brenda se giró hacia la jaula de Calceto y la encontró justo donde la había dejado minutos atrás, con la diferencia de que, ahora, estaba vacía. El aire se le aglomeró dentro del pecho, lastimándola, y apresuró el paso hasta el ventanal, corriendo las cortinas con ambas manos. Piedad estaba allí, de pie frente al pequeño abismo en medio del patio, mirándole las entrañas con los ojos bien abiertos y las manos hechas puños, protegiéndose el cuerpo, como si las hubiera retrocedido por instinto.

Desde su lugar, Brenda podía ver la negrura de esa herida abierta entre la tierra, pero Piedad veía más allá; sabía que si daba un paso en falso, la oscuridad de aquel agujero se la tragaría.

—¿En dónde está Calceto?

Piedad levantó la cabeza y se encontró frente a frente con los ojos de su hermana, observándola, sin saber que compartían el mismo horror en la mirada.

—Me dijo que tenía hambre. 

 

Maya Oliva es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Sus colaboraciones radican en revistas como Pérgola de Humo, en proyectos como Cuando un amor se va de Florentino Pérez y en la antología de cuentos Patrañas (2009). Fue becaria del Décimo quinto Curso de Creación Literaria de la Fundación para las Letras mexicanas, Xalapa 2023. Su cuento “Bombón” recibió una mención honorífica en el Premio Nacional al Estudiante Universitario 2024 en la categoría de relato Luis Arturo Ramos.  Es lectora, escritora y artista plástica por placer.

 

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