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Palabra, una crónica gay



Luis Romani

Imagínate lidiar toda la vida con la boca incesante de la gente que te quema con el apodo de una identidad que no pediste. Lo digo fácil, es lo más doloroso. Nadie quiere nacer gay. Harta. Sufres. Escapas, y sufres más; porque descubres que, en efecto, esa es tu identidad. Ese sentimiento horrible se llama “perder contra la razón de los otros”. Es tu proceso, y ni siquiera puedes descubrirlo solo.

Todo el tiempo desperdiciado, luchando contra una palabra que suena a insulto. Todo viaje de descubrimiento es por eso. Una palabra. En algún lugar del mundo un niño nació, creció y se hizo maricón. Y el niño sabe nadar contra corriente del río porque primero tuvo que ahogarse.

Ahora confieso que una de las cosas que más me gusta de la palabra “gay” es que no tiene género. Su terminación es rara, su pronunciación volátil; luce de una forma para decirse en otra. Se oye gentil, adorable, medio hipócrita. No sé cuándo la escuché por primera vez. No sé cuánto tiempo lleva en nuestra lengua, es prácticamente nueva. Desde mediados del siglo XX en algún club en los Estados Unidos; una década después en una marcha en México. Ningún dato es preciso. Algunos dicen que necesitamos nuestra propia palabra. La tenemos en español.

“Joto” tiene antecedentes en todo el siglo pasado. Se rumora que nació en un calabozo, en un baile, en un calabozo después del baile. Suena chistosa, mitológica, de arrabal. Pero la uso muy poco; escrita mucho, hablado solo donde hay más confianza porque es un término bastante inestable. Joto tiene un hermano mayor que lastima a muchos: el puto.

“Puto” es muy famoso en los estadios de futbol, los antros, las madrizas y los asesinatos. Puto de veras es la palabra metamórfica de nuestro idioma, longeva. Esa sí recuerdo haberla oído por vez primera cuando cumplí once años, caminaba con el suéter amarrado en la cintura. Y lo seguí haciendo hasta que dejó de haber frío.

La palabra que sí odio con todas mis fuerzas es “diversidad”. Ninguna otra se me hace más vainilla, institucional y fanfarrona como esa. Sin nada de poesía. Una clave que usas para callar gente.

El imaginario que construimos a lo largo de nuestra vida; las obsesiones, manías y gustos producto de esa otra sensibilidad, dan a luz un dialecto estridente, forjado como método para aguantar la realidad que a cada rato desborda. Un hechizo.

La imaginación en silencio es prodigiosa.

Toda historia en plática derrama su propio género. Nosotros, la crónica.

La crónica es un acontecimiento gay. Y eso hacemos los disidentes todo el tiempo, bueno, lo diré sin tapujos… sólo en la palabra está la cascada que apaga la flama del insulto… eso hacemos los gays, los jotos, los travestis, los afeminados y los queers todo el tiempo: hacer crónica, y retórica. Atrapamos los fragmentos de nuestra rutina diaria para recrearlos en la anécdota viperina o empalagosa; narramos con la cosmovisión que sólo un joto posee.

Nuestro propio realismo mágico netamente gay: esa sensibilidad tremenda, repleta de detalles insignificantes, ridículos, vulgares y desfachatados.

Un ramo de condones usados que huele como las flores.

El sudor de manzana acumulado en la axila chupada que baila con una majestuosa boa de plumas trepada del brazo bajo un reflector que ciega más que el beso de Medusa, pero nosotros hacemos ver como una simple caricia sólo para seguir la fantasía de ser amados.

Los jotos podemos fracasar en muchas cosas, menos en ser barrocos.

Todo es visto, hecho y bromeado desde la óptica “flamboyant”; no el término en inglés, olviden eso. Hablo de la mera palabra, rara, visualmente estrambótica, de articulación ultra amanerada, esponjosa. Flamboyant. Extravagante. Grotesco. Esperpéntico. Nada más latinoamericano que combatir la desgracia con humor.

Un lenguaje y un modo de ver que se creó desde lo abyecto.

Todo para ser maravilloso en un territorio castrante que se puso la bandera de la diversidad, aunque el puto siga lacerando al joto cual patriarca disfrazado en carnaval. Y todo por ser un simple gay que bailaba tropical.

Hablar gay es hacerlo desde la primera persona del singular, luego saltas a la segunda, hasta fragmentarnos en el plural, y mucha música, porque la lengua es un leviatán de voces de otros maricones, o mejor dicho: de hermanas, preciosos bastardos de vocablos hechos carne. Así paso de la concordancia de masculino a la onda femenina y una pizca del neutro, la más mojigata.

Siempre merodeando la misma paradoja que nos vuelve hidras de mil cabezas.

Más que una decisión estilística, intento esbozar una prosa de honestidad brutal.

Sólo nosotros pudimos haber hecho una crónica en forma de ensayo.

Más que un cliché y una moda, hablar gay es hacerlo sin poses de macho; mantener una conversación real, visceral, pero bonita.

Durante mucho tiempo, sólo en las palabras los recuerdos podían ser bondadosos. Todavía.

La esencia de esta retórica enlodada vive en la creatividad, la locura y el exceso. Un río escandaloso. Una corriente de mierda, leche y aguardiente.

Y sí, es medio vulgar, explícito y cochino, todo lo que queramos echarle, pero es cultural. ¿Acaso no toda guerra es para defender a la cultura? ¿O es que la diversidad tiene otra? ¡Claro! Acuérdense que no nació en la oscuridad, lo que pasa en la noche aún le asusta.

Las diversiones, incluso nuestras pedagogías las constituyó una vez un antro: el Edén. Muchos se educaron ahí. No encontraban respuesta en otro lado. En el bar nadie envejece, todas las lenguas se comprenden, las criaturas se abrazan. Lo curioso es que cuando salías de ese jardín del Edén alguien podía matarte. Te molían la cara en nombre de la cultura. La suya.

Todavía.

Ser un árbol torcido es parte de nuestra identidad. No somos derechos, no fuimos de acuerdo con el estándar de la línea recta. El ruido, el escándalo, el exhibicionismo, que nació de los frentes de liberación de finales de los años 60, 70, para seguir en los 80, 90 y todavía, fueron utilizados como recurso para llamar la atención del orbe y gritar encima del incendio: ¡oye, existimos!

Las palabras inventadas han sido nuestro salvavidas durante la inundación.

Aunque no gritemos, todo el tiempo estamos inventando; creamos relatos para nadar. Por eso han existido afeminados inmortales (Platón, Sófocles, Da Vinci, Miguel Ángel, Shakespeare, Turing), poetas prodigiosos (Whitman, Elliot, Novo, Villaurrutia, Ginsberg, Lezama), dramaturgos extraordinarios (Wilde, Lorca, Genet, Williams), así como narradores que rompieron paradigmas, sociales y literarios, para convertirse en referentes mundiales de la jota cultura (Monsiváis, Arenas, Puig, Lemebel, Vallejo, Blanco, Zapata, afortunadamente la lista es larguísima).

Hoy alguien salió del closet dos veces. La primera por enamorarse. La segunda por escribir.




Sin título, Sol con Viento

Luis Romani es graduado en Literatura Hispánica por la Universidad Veracruzana. Ha sido residente en el Centro de las Artes de San Agustín, ganador del Festival de Escritores en San Miguel de Allende (2018) y mención honorífica en el certamen de ensayo del Festival de Diversidad Sexual y Género (2019). Ha formado parte del taller literario de la Universidad Finis Terrae y de la Escuela de Escritura en Chile (2021). Actualmente produce el podcast dedicado a la escritura útil, Preciosos Bastardos. IG: @preciososbastardos.

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