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  • pergoladehumo

Monólogo en la lavandería


Alma Judith Calixto Casildo


Desde mi madre

emanaba un aroma, miedo.

Y desde mí

(lo supe por su cara en la mesa)

aroma a semilla dulce.

Anne Carson


La ropa girando en la lavadora parece despreocupada. Se mueve al compás de una mecánica convencional la cual indica limpieza profunda. Telas de distintos colores y texturas se retuercen mientras yo espero cercana en la silla de enfrente. Hay cierta tranquilidad en la acción de lavar ropa. Me pregunto, ¿cuántas mujeres gozan en este momento el privilegio de no arruinar la piel tersa de sus manos? Hace algunos años, mis manos eran la parte menos agradable de mi cuerpo, callosas y con los dedos delgados. Preocupada por mis uñas, y por cumplir con la estética tradicional, comencé a invertir en tratamientos para su crecimiento. De esa forma, creí, podía estilizar mis manos y sentirme cómoda con ellas.

Después de un tiempo, ya con las uñas adecuadas, pude observar que la textura de mi piel no terminaba de agradarme. Los medios nos han vendido una serie de posibilidades sobre la sensibilidad que representa una piel cálida, sin rastro de desgaste laboral. Aunque sabemos que esto suele ser una imposición de la feminidad, nos envuelve de forma silenciosa para mirar nuestro reflejo. Pienso en las manos de mi madre: no se puede ser delicada cuando la única opción es desgastar el cuerpo, las manos, para obtener ingresos económicos y alimentar a los hijos.

Hace ya varias décadas, La mística de la feminidad (2009), de Betty Friedan, puso en la mesa el cuestionamiento acerca de las labores domésticas para las mujeres. El hada del hogar es parte de la construcción arquetípica de la mujer que ha sacrificado sus anhelos para construir un lugar que cubra sus necesidades. Asumir este papel involucra ser poseedora de unas alas invisibles, o peor aún, ausentes de su cuerpo. Para ceder nuestras pertenencias debemos tener la certeza de su posesión. No podemos otorgar lo desconocido. La renuncia sería ese punto medio entre la presencia y la ausencia de las alas, pero ¿qué ocurre cuando no hay una certeza de que alguna vez existieron? Su invisibilidad se mantiene a flote porque no conocemos la limitante a los derechos que nos corresponden. ¿Cómo exigir unas alas que involucren libertad si no tenemos conciencia de su pertenencia? Betty Friedan no tenía todas las respuestas.

Ceder nuestros anhelos como parte de una posible naturaleza que encarna la feminidad es algo que sigo cuestionando. Lo veo en los ojos de mi madre, la urgente necesidad de reconocerse individua y ubicarse más allá del sacrificio. Mientras servimos café de olla, asumo que no es consciente de todo lo que involucra su labor de cuidado. Quiero abrazarla y decirle que lo ha hecho bien, que hay cierta magia ancestral en el espacio que habitamos, pero ella no conoce sus deseos. Mucho menos cuestiona lo que ocurre en el hogar, si se puede llamar de esa forma a la esfera doméstica que aprisiona sus lágrimas.


Pienso en el pobre salario con el que deben mantenerse al día algunas mujeres mientras ellos, la cabeza del hogar, reciben un sueldo aparentemente digno para solventar los gastos, porque claro, su rendimiento es mayor al de una mujer que se encarga de lavar la ropa y cuidar del hijo enfermo. A partir del desgaste del cuerpo, podemos observar cómo esa sensibilidad que cubre la imagen de lo femenino, se opaca por el uso constante del cloro con el que friegan los pisos —¿qué hay de malo en tener la casa limpia? — pregunta mi madre, a su vez, una serie de libros en el estante la esperan para acompañar su trance por el estrés y el olor a jabón en sus manos.

La historia de mi madre es compleja, no escribo para nombrarla sino para rescatarla del yugo domestico que nubló sus sueños a lo largo de mi infancia. ¿Qué sería de ella si en aquel entonces hubiera priorizado sus alas por encima de toda labor de cuidado? ¿Habría logrado emprender el vuelo hacia su independencia? La escucho llorar frente al teléfono porque papá no regresa, una niña asustada la busca y la cubre con su mano esperando curar algún dolor que aún no logra nombrarse.

Mucho tiempo me costó sentarme a escribir y nombrar cada una de las injusticias por las que pasé en mi camino hacia la adultez. Me sigo preguntando cómo fue que caí en una relación amorosa tan violenta si mi percepción del amor surgía desde la ingenuidad y el cuidado. Aún no me puedo dar respuestas, sin embargo, ahora tengo una voz que nombra, sin miedo, la violencia ejercida sobre mi cuerpo. Percibir nuestra inocencia y vulnerabilidad es fundamental para un proceso de liberación. “Sumisa a la niña muda / que habla en mi nombre, / me cierro, me defiendo, / cuando las cosas, / como hordas de huecos, / vienen a mi terror.“ (Pizarnik, 2018, p. 322).

¿Cuántas mujeres caminan durante kilómetros para llegar a la orilla del río y lavar ropa? Observo la tenacidad con que giran los trapos en la lavadora que tengo de frente. Mientras lavan, el agua del río se mueve en su cauce y en ese fluir van los sueños, un poco rotos, de cada una de ellas. Platican, parece que se conocen de años, comparten sus anhelos, pero también los secretos que resguardan por miedo al rechazo y la marginación. El esposo ha golpeado a alguna de ellas, justificándose en el alcoholismo. Al fregar las telas, limpian las heridas acumuladas por la tradición; la ignorancia de no conocer sus derechos, sobre todo, de no reconocerse individuas.

La pureza es un adjetivo que ha intentado definir a las mujeres a partir de su comportamiento abnegado, es considerada un atributo de la feminidad, un estado que las mantiene dentro del ideal regido por los estándares convencionales, así se silencian los deseos y las pasiones de cada una. Surge a raíz de olvidar nuestra individualidad desde el sacrificio. Rosario Castellanos, en Mujer que sabe latín (1984), la define como “una ignorancia radical, absoluta de todo lo que sucede en el mundo pero en particular de los asuntos que se relacionan con “los hechos de la vida […]. Pero más que nada, ignorancia de lo que es la mujer misma.” (p. 13). A partir de la ignorancia, la mujer se envuelve en patrones que conducen su realidad, siendo definida por el otro. Esta forma de definirse la convierte, más que en un ser social individual y con deseos, en un arquetipo.

Qué accesible puede parecerme una lavandería. Voy, coloco mis trapos y dejo que la máquina realice su trabajo. Yo, quizás de otra época, también limpio mis heridas, las reconozco mientras observo cómo se mueve la ropa. Pienso en todas ellas, en mi abuela y mi bisabuela, en mi madre y en la hija que ahora tiene la posibilidad de cuidar sus manos del desgaste que deja fregar ropa ajena.

Desprendo los trapos que cubren mi piel y con ellos la amargura de los días desolados. A veces quisiera desnudar mi cuerpo del prejuicio que envuelve mi ser mujer. Desnudar mis muslos delgados, presos del quejido que acecha mi memoria. Lavo las telas que me cubren sumisamente en alaridos rotos. ¿Lavo la mancha oscura de mi infancia? Mi infancia infinita, como el viento, huye con las hojas que saltan del árbol de una casa vieja, aquella donde las raíces se entierran en la miseria del tiempo, de esas raíces emerge este cuerpo asustado.

Observo el movimiento de las telas, algunas más rígidas que otras, más desgastadas. Mis manos, desgastadas también, tienen un parecido a las de ellas; las que surgieron antes de mí, quienes me cobijaron en su vientre con la calidez del origen; nacimiento y muerte que subyace en las raíces de aquel árbol donde se mece mi memoria. Recuerdo unas manos desgastadas. Manos con el deber de lavar ropa ajena para tener el privilegio de llevarse la comida a la boca. El cansancio nos aleja de los lazos familiares. Ella trabajaba porque no había otra opción, yo buscaba una figura, quizás una imagen borrosa que abrazar. Una figura con quien compartir las florecillas que le robaba a la vecina de enfrente, pero no había nadie, ahora sólo una lavadora con quien mantengo un monólogo en medio de la cotidianidad. De mi madre, unas manos desgastadas con las uñas pequeñas y la piel muerta de tanto detergente. Es lo que hay cuando se es madre soltera, obligada a desvincular la memoria porque sólo tienes dos opciones: alimentar el recuerdo o alimentar el estómago.



Referencias

Castellanos, R. (1984). Mujer que sabe latín. Fondo de Cultura Económica.

Friedan, B. (2009). La mística de la feminidad. Cátedra.

Pizarnik, A. (2018). Poesía completa. Debolsillo.




Alma Judith Calixto Casildo es estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Su campo de investigación es la violencia simbólica en la literatura mexicana. Impartió talleres de poesía escrita por mujeres en Casa de la Cultura Coatepec, participó en el Primer Foro sobre Escritura Femenina organizado por la Facultad de Letras Españolas y en talleres de ensayo literario impartidos por el IVEC en el programa de Habitaciones Propias. Fue ponente en las jornadas sobre feminismo, arte y sociedad “Ahora que estamos juntas”, en el Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación.


Ilustración "Collage", Cristina Meza

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