César Ilzivir Salazar Escobar
Tuve un perro llamado Diógenes, el nombre lo leí en la enciclopedia Salvat olvidada por un tío que estaba medio loco. Además de sonar muy curioso, ese nombre tiene un fundamento sofístico. No lo encontré en una cesta de cañas, ni alguien lo había abandonado en mi puerta: el pequeño habitaba bajo el escape de un carro, tenía cara de tristeza, estaba flaco y muerto de sed. Le ofrecí un poco de mi Coca Cola y me fue siguiendo a casa.
Entré cuando mi mamá preparaba sopa y le presenté al nuevo inquilino. No le pareció mala la idea de cuidarlo por un tiempo hasta encontrar a sus dueños, le expliqué que era un perro sin hogar. Acondicioné un rincón bajo la escalera y allí permaneció unos días. Le dejaba la puerta entreabierta para que saliera a orinar.
Un día rompió un póster de Britney Spears que misteriosamente guardaba mi hermano junto a la letrina: eran tiempos de amores púberes. Al primer descuido, Diógenes regresó a la calle inmediatamente. Creí que estaría bien, ya que los perros son felices en las calles porque siempre tienen a dónde ir.
Pasaron unos días y nos volvimos a encontrar. Estaba famélico, tirado bajo un automóvil abandonado. Realmente era curioso que un perro tuviera esa displicencia hacia el mundo, seguramente quería morir, y yo ya no podía llevarlo a casa. Decidí dejarle comida cada vez que iba de camino a la escuela. Siempre le llevaba las sobras de mi almuerzo, no dudaba guardar en la mochila las que tenían buen estado. Pero siempre vomitaba la comida, comprendí que le satisfacía más comer alimentos caducos, así como dormir sobre la sección de “Sociales” en algún periódico. Lamía sus patas con arrogancia y jamás meneaba la cola a la gente que le ofrecía un guiño.
Al descubrir su presencia, otros perros se acercaron para acompañarlo a ratos. Éste parecía darle consejos a un poodle tuerto –quien después le haría guardia por las noches-, meneando su cola y asintiendo con gran encanto. En un par de meses, Diógenes se convirtió en un perro muy popular, había crecido enjuto debido a la cantidad casi nula de alimentos que consumía. Conservaba la triste mirada, pero había algo de sabio en su semblante adusto e impasible. Tenía ya una gran popularidad entre los demás perros, seguramente conseguiría un bienestar absoluto, pues parecía contenerse tras una tranquilidad siniestra. Comenzaba a apoderarse de territorios resguardados por otros perros de diversas razas, lo supe porque sólo él orinaba los autos en toda la cuadra, los demás tenían que esperar a que el sol secara su rastro.
Pronto comenzaron a llegar visitantes de otras calles. Sus conocimientos sobre la perristilogía, la guaumática y la rabioteurística habían traspasado los límites geográficos, incluso los epistemológicos: “Mastiquen hierbas para purgarse, hermanos perros”, sentenciaba en sus caminatas vespertinas.
Algunos gatos reincidentes de los arañazos y las orgías terminaron aconsejados y libremente le brindaron tributo: con latas de Whiskas le construyeron un monumento donde lograron inscribir una avasallante memoria en latín –lengua en la cual Diógenes era un docto–: “Canem felini lupus est”. La aristocracia esclavista de aquellos felinos jamás permitiría que el desinterés de Diógenes por los arrullos y las camitas afelpadas tuviera una implicación negativa en la vida de los animales domésticos, pues él creía que la domesticación era nociva y cegaba la libertad de los espíritus perrunos.
Imagen Jamie Street on Unsplash
Había encontrado la iluminación. Para sus discípulos era una especie de don divino, una virtud que representaba conocerse a sí mismo y ser congruente con su doctrina. Pero entonces habría una cruel traición al poder mesiánico cuando en una tertulia aulló una misteriosa frase: “Hoy, uno de ustedes me ha de traicionar”.
Un domingo, mientras regresábamos del supermercado, mi madre y yo vimos un gran alboroto en la cuadra. Había un montón de perros agolpados en defensa del sabio, tenían a mordiscos a los agentes de salubridad, quienes finalmente terminaron propinándoles una golpiza y encerrándolos junto a su líder espiritual. Dicen que al llegar a la perrera municipal, los carceleros guardaron a Diógenes en una celda aparte, por temor a una conspiración y sobre todo a una inminente rebelión perruna. No era tan cierto que predicaba con la paz, decía que “el desengaño de los hombres es mayor que morir en el sinsentido de una celda”. El perro más sabio aulló todas las noches hasta el último descanso.
Los celadores cuentan que antes de su muerte, Diógenes, El Sabio, transformó los caracteres más inhóspitos y cargando con una culpa inmerecida, el perro liberó a muchos espíritus atormentados.
Ahora me inquieta la memoria de ese cachorro, royendo los huesos de la vida, complacido en su refugio bajo el escape de un auto, saboreando su abrupta soledad.
César Ilzivir Salazar Escobar (Chihuahua, Chih. 1989). Ha publicado en el apartado de poesía y ensayo dela revista Metamorfosis, en la antología poética Todo es posible y en el plaquet artesanal Suversos promovido por ISKRA Casa de Cultura. Ponente en diversos encuentrosestudiantiles de literatura y filosofía realizados en distintos estados de la república. Cofundador del “Taller Raúl Manríquez”. Colaborador y editor en la antología Poemas y cuentos bravos. Ganador del 1er lugar en el concurso de microficción dentro de las celebraciones del FAN (Festival de Are Nuevo 2019), promovido la por Secretaría de Cultura.
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