Gabriela Herrera
La sirenita, prendada de un príncipe humano al que observaba de lejos cada que él se acercaba con su barco al mar, nadó hacia la zona que, desde tiempos primigenios, estuvo prohibida. Ahí ya la estaban esperando: la bruja del océano la saludó escandalosamente, mostrando sus enormes colmillos, y el aroma a putrefacción de su aliento hizo que la sirenita se tragara el vómito que intentó subir por su garganta. Un par de hipocampos, preñados ambos, la guiaron a un asiento construido con algas y huesos, mientras la bruja comenzaba a hablar: ella ya sabía por qué la sirenita bajó a sus dominios, así que no tenía caso perder el tiempo. Respondió que la ayudaría a obtener el corazón del príncipe humano, pero a cambio pedía solamente una cosa: la bella voz de la sirenita.
—Pero, sin mi voz, ¿cómo voy a hablar con él? —preguntó ella, y la bruja soltó una carcajada que hizo temblar las paredes de coral negro de la cueva.
—Por eso no te preocupes, que yo te daré todo lo que necesitas —respondió, y uno de los hipocampos, nadando con dificultad por lo hinchado de su barriga, le acercó a la sirenita un pedazo de vidrio que tiempo atrás fue parte de una botella donde un náufrago introdujo un mensaje de auxilio que jamás llegó a su destino.
—Hazlo —ordenó la bruja. La sirenita obedeció, dudosa, y se encajó el vidrio en la garganta. La sangre comenzó a manar de la herida en un delgado hilo que subió hasta la hechicera, quien rápidamente lo metió en una concha donde, años después, nacería una bella perla rojiza y apestosa.
—Es hora, pescadita, de que yo cumpla mi parte del trato —comenzó a decir la bruja —. Sin embargo, hay algo que debes saber: tienes dos días para lograr tu objetivo. Si no lo haces… ¡olvídate de un final feliz! —señaló. Elevó las aletas y la sirenita comenzó a transformarse.
Primero, las escamas se le fueron despegando del cuerpo.
Una a una, una a una…
Las agallas se le cerraron como si estuvieran cosiendo los extremos de su piel con agujas al rojo vivo.
Una a una, una a una…
Pelos comenzaron a brotar de su nueva epidermis, atravesando sus virginales folículos.
Uno a uno, uno a uno…
La Sirenita, con los ojos en blanco, se convulsionó entre espumarajos y no pudo soportarlo más: a los pocos minutos de aquella tortura, le sobrevino un piadoso desmayo.
Despertó mucho después, todavía adolorida. Los hipocampos, bajo sus axilas, nadaban lo más rápido que podían mientras ella sentía el viento marino azotarle el, ahora, humano rostro. El olor a sal al que nunca le prestaba atención, de pronto se le figuró delicioso.
Los animales la acercaron a la playa, entregándole un pedazo de coral de la cueva e indicándole que lo usara para darse un baño en algún río. Porque, como ya es bien sabido, a ningún príncipe le gustaría tener a su lado a una novia que apesta a pescado.
La sirenita obedeció y, en una laguna cercana, de agua tan dulce que incluso la empalagó, se dio su primer baño humano, frotándose el coral contra la piel hasta que se sacó sangre. Observó su reflejo y se quedó más muda de lo que ya estaba: el cabello largo le bajaba por los hombros, en el blanco y ovalado rostro brillaban un par de ojos verdes y labios carnosos. Se habían mantenido lo puntiagudo de sus pechos y abajo, entre sus piernas, un negro vello mantenía secreta la única parte de su nuevo cuerpo que le recordaría a su hogar, por la humedad y el aroma.
Así, desnuda, se presentó en el palacio, aunque cada paso dolía como si le clavaran agujas en aquellas torneadas piernas. Todos la dejaron pasar debido a su belleza, y el mismo príncipe solicitó verla, quedándose anonadado ante aquella mujer que le sonreía de forma casi beatifica, sin mostrar los dientes.
—¿Quién eres, extranjera? ¿Una ninfa de los bosques? —preguntó, y al no poder ella responder, ordenó que le llevaran papel y pluma, aunque no supo usarlos.
—No importa —dijo el príncipe—. Eres tan hermosa que me casaré contigo.
Todo salió mejor de lo que pensaba. ¡Por fin los sueños de la sirenita se hacían realidad! ¡Bendita bruja! No importaba que el príncipe ni siquiera supiera quién era, ni que pudiera explicárselo. Al fin y al cabo, no podría entenderlo. Se casarían, estarían juntos para siempre. Serían felices, sobre todo ella.
La boda fue rápida: simplemente le pusieron un vestido, la arreglaron y frente a un hombre de bata negra, el príncipe hizo los votos, que ella no pudo repetir. La noche de bodas fue en la cámara real y la sirenita se la pasó muy bien. Cansado, el príncipe se dejó caer a su lado y ella lo observó dormir mientras, por fin y después de mucho sufrimiento, sonrió mostrando aquellos bellos dientes, blancos como la espuma.
A la mañana siguiente, uno de los ministros tocó a la puerta de la cámara real porque el príncipe era tan responsable que trabajaba incluso en su luna de miel. Al no obtener respuesta ni escuchar sonido alguno, llamó a uno de los guardias para que abriera. Cuando lo hicieron, no pudieron contener el vómito: una fuerte peste, como a pescado podrido, invadía la habitación. En la cama, entre plumas de almohadas desgarradas y sábanas manchadas de sangre, se encontraba el príncipe: dientes hambrientos y garras afiladas le habían abierto la caja torácica, deleitándose con los latentes órganos y la carne magra de aquel apuesto espécimen de hombre.
Afuera, en la playa, la sirenita observaba el mar. De nuevo estaba desnuda, aunque la sangre coagulada que cubría su piel haría pensar a cualquiera que traía un entallado vestido oscuro. Seguía relamiéndose: el príncipe fue tal y como lo imaginó, delicioso. En especial ese corazón con el que tanto fantaseaba allá, en su lecho marino. El dolor había valido la pena. Siempre le estaría agradecida al príncipe por tan magnífico festín. Pero, pensando seriamente, ¿todos los príncipes sabrían igual? Seguramente, y aquella reflexión la hizo soltar una risa muda. Aun sin voz, ya encontraría otro para averiguarlo.
Poco después los hipocampos llegaron acompañados por millares de crías que royeron, golosas, el vestido de sangre de la sirenita. Ella sólo sonrió y se perdió en el abismo.
Gabriela Herrera González (México). Actual estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas. Ha participado en la antología Recreaciones: de la poesía al ensayo (2014) que construyó el Colectivo Literario de la ciudad de Poza Rica, Veracruz. Participaciones en la editorial Lit Ediciones, de la Ciudad de México con los cuentos Dicromacia (2014) y Resistencia (2015). Participante de la antología No voy a poder dormir esta noche (2015), organizado por la editorial colombiana La semilla amarilla. Ganadora del segundo lugar del Premio Nacional al Estudiante Universitario organizado por la Universidad Veracruzana (2020). Ganadora del XII Concurso Nacional de Narrativa Elena Poniatowska organizado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
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