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Lugares prohibidos y hombres de siempre: Páradais de Fernanda Melchor

Vicente Martínez Blanco Martínez


A poco menos de dos meses de su salida al mercado mexicano, la tercera novela de Fernanda Melchor generó que el internet se colmara de opiniones críticas al respecto por parte de los estudiosos y especialistas. Pero los lectores también hicieron de las suyas. No se olvidó, porque el ciberespacio no olvida, aquel desacertado comentario de la autora, allá en septiembre de 2020, debido a la distribución “ilícita” del PDF de su obra más vendida y premiada. En consecuencia, desde el día uno, circuló en la red social del pajarito azul una versión electrónica no autorizada de lo que Mariana Enríquez llamó “un breve e inexorable descenso al infierno”.

El espacio de las siguientes páginas no está destinado a hablar de las cuestiones éticas, los juicios que condenan (y pretenden cancelar) o las implicaciones sociales y económicas que se desprenden de la polémica suscitada por aquel tuit que invitaba al público lector a "regalar las nalgas". Pero no puedo dejar de mencionar que, al menos a mí, dicha situación me otorgó un poquito de vivacidad durante esta dinámica de encierro en la que –aún– nos encontramos, y que justo cumplía 11 meses el día que recibí Páradais (Random House, 2021) en la puerta de mi casa. Todo gracias a la modernidad y la paquetería de Amazon.

A diferencia de muchos ávidos lectores, la novela me demandó más de un día; cuatro, si lo que se busca saber requiere de datos precisos. Mientras que hubo quien se jactó de decir que la lectura no le llevó más de 5 horas y que la terminó de leer “en una sola sentada”, a mí me costó más trabajo completar “de un sólo tiro” cada uno de los tres apartados en que se estructura la obra; incluso me asomé, en más de una ocasión, a buscar el final de la sección, y eso último –de antemano una disculpa– no es un acierto para esta novela como sí lo podría ser para Temporada de huracanes (Random House, 2017). Así que hablemos de Páradais.

Mucho se menciona el uso del lenguaje coloquial en las novelas de Fernanda Melchor, pero hay que recordar que ello ya está presente en sus relatos-crónicas elaborados desde la primera década de este siglo. Se alaba el oído de la autora y la mirada lingüística que le sirve para construir una prosa que deviene de la narrativa oral, dice Gerardo Lima en Tierra Adentro. Es un aspecto que a Concha Moreno le parece un problema por su cercanía, porque siente “como si la hubiera escrito una compa sin mucho esfuerzo”.

A mí, en cambio, esto sí me parece un acierto. Considero que este lenguaje tiene una intención específica. No sólo permite su lectura a un público más amplio que no se incomoda con las groserías y las aparentes faltas ortográficas sino que, al mismo tiempo, es la base para configurar una atmósfera delimitada y evidenciar estratos sociales dentro de la novela. No olvidemos tampoco que la oralidad que se recrea en el texto es una ilusión, y su configuración como tal ya tiene mérito en sí. Leo Domínguez comenta que, en esta novela, Melchor consigue darle categoría de personaje al lenguaje porque refleja la marginación social y afectiva, hecho que resulta un punto a su favor.

No obstante, los que pretenden ser personajes concretos, Polo y Franco, no lo consiguen del todo. No cautivan y parecen precocidos –dice Moreno–, son más cercanos al estereotipo, al cliché. Intentan ser desagradables, pero no lo son del todo. Dan lástima, pero no la suficiente. Quizá porque Melchor pretende construirlos jugando con la idea de la adolescencia y desde la búsqueda por empatizar con ellos, como menciona en una entrevista para Confabulario. Pero tampoco generan la empatía necesaria para conseguir el efecto planeado. Se quedan en medio de todo y entonces parecen incompletos. Me resultan más entrañables el primo y el abuelo de Polo, los cuales aparecen lo suficiente como para observar la profundidad con que se podrían desarrollar esos bosquejos de representación.

Es una novela corta que se queda corta en sí misma, aunque no es una mala novela. Sin embargo, tampoco es excelente. Hay que leer más allá de la trama, como dice Jorge Téllez en Gatopardo. Sólo así toma forma y se redondea la historia. El lector tiene que conocer muchos aspectos sobre las dinámicas de la violencia, sobre el espacio en el que se plantea la acción o haber leído Temporada de huracanes, la hermana mayor de Páradais, y de ser así, esto último le juega en contra. No sólo le pesa la expectativa que deviene del éxito de Temporada (que es magníficamente brutal), sino que de ella obtiene el tono y el estilo de los párrafos largos, algo que no se concreta del todo al querer volver asfixiante esta nueva novela, y que la anterior sí consigue. Se nota que nació en la misma época o que incluso se desprende de la historia que relata el asesinato de La Bruja.

Como toda hermana menor, Páradais se revela y toma su propio rumbo. Lo hace con el ritmo, pues ésta se desarrolla mucho más rápido en comparación con las demás. A mediados de 2020, la autora la definió como “una flecha cortando el aire”, y esto resulta una desventaja. La flecha pasa tan de prisa que apenas y se logra apreciar el curso que traza. Es una novela que, desde mi punto de vista, pudo ser un muy buen cuento largo. La historia es precipitada y el clímax, que se anuncia desde las primeras líneas, obliga al lector a correr en su encuentro. Y aunque el final puede parecer decepcionante para algunos porque deja muchos cabos sueltos, saber qué va a ocurrir desde el principio es una fórmula efectiva que atrapa al lector y, dicho sea de paso, se aplicó primero en Temporada de huracanes.

Esta novela continúa –y afianza– el universo melchoriano que toma forma desde la primera novela, ese trópico oscuro, noir, que se caracteriza por ser violento. Falsa Liebre (2013) es melancólicamente violenta, los relatos-crónicas de Aquí no es Miami (2013 y 2018) son socialmente violentos y Temporada de huracanes (2017) es dolorosamente violenta. En cambio, Páradais es simplemente violenta y ese es uno de sus más grandes defectos. Porque la violencia en sí ya está presente en la realidad y la realidad por sí misma no siempre es literatura. A la última novela de Melchor le falta el componente que las otras sí tienen: exploración.

Sin título

Entonces, ¿qué hace a Páradais una obra literaria?, ¿su referencialidad a otras obras? Si es así, Fernanda Melchor cumple con ello al recordarnos Las batallas en el desierto (1981) a través de un epígrafe que no sólo sirve para entender como parodia de Mariana, la madre de Jim, a Marián Maroño, la mujer que es objeto de deseo de Franco, sino que, con el fragmento escogido de la novela corta de José Emilio Pacheco, se nos anuncia lo más importante de la trama: “¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda. ¿Qué haré? […] Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza”. Pero esto no es suficiente. Lo que sí puede justificar su lugar dentro de los límites de la literatura es la conformación de una poética que Patricia Córdova llama “Poética de lo horrísono”: una combinación de terror criminal y terror fantástico que se presenta a través de una violenta voz narrativa que recurre al insulto, el rencor y el odio con el propósito de visibilizar los conflictos que genera la marginalidad presente no sólo en la pobreza, sino también en lugares que se adornan con privilegios. Porque el residencial en el que ocurre la mayor parte de la acción no es un paraíso como anuncia su nombre. Está muy lejos de ser un locus amoenus; es más bien el centro de un locus abominabilis que se rodea de vegetación silvestre, olores pútridos, narcotráfico, gentrificación y fantasmas que amenazan perpetuamente el orden. No diré paz porque eso no existe aquí. Aunque esta categorización de “horrísono” me parece acertada, apela al tono de la narración y resulta una formalidad.

Ahora bien, hay dos aspectos constitutivos de contenido que permiten estructurar la poética de Melchor y que, desde mi perspectiva, atraviesan de manera perpendicular sus cuatro obras literarias. Estos son la configuración de un espacio ya existente: el espacio sórdido y la (re)interpretación de la masculinidad. De estos rasgos es que se desprenden los lugares prohibidos y los hombres de siempre. Para Polo está prohibido el residencial; trabaja en él pero no pertenece. La cama de la que ha sido despojado en su casa es un lugar fuera de su alcance. El centro (no el malecón turístico) de Boca del Río donde no consigue trabajo, cumple esta misma función y lo margina. El río Jamapa, que le fue arrebatado porque no tiene la lancha prometida, sirve de la misma manera. La casa de Milton, su primo, puede servir de metáfora para entender que tampoco logrará acceder a la organización criminal. Su búsqueda hasta el cansancio por la libertad –de Progreso y de su madre– es, también, un lugar prohibido para él.

Esquizofrenia

Pero el más importante lugar prohibido de este par de jóvenes no es la casa que allanan, es la mujer que los rodea. La de Polo es su prima Zorayda, con la que comete incesto. A partir de ello el personaje carga con un sentimiento donde se combina culpa y rencor que pretende justificarse con el pasado, pero no termina de dejar satisfecho al lector. La mujer prohibida de Franco es la señora Maroño que resulta objeto de una obsesión sexual sin base ni motivación sólida. Todos estos espacios físicos y simbólicos se configuran como parte de una zona sucia, alejado del exotismo que exalta únicamente lo bello de una zona turística y urbana. Son lugares cargados de malicia a los que se suman la ciudad de Minatitlán, donde las tías de Polo salen a buscar hombres; y la periferia del puerto de Veracruz, la que está más cerca de las vías, el aeropuerto y la terracería donde está la base de los delincuentes que forman parte de “aquellos”.

Los hombres de siempre no sólo son los dos jóvenes con aparentes problemas que escapan a los límites de la adolescencia. Son también Urquiza, el licenciado que explota laboralmente a Polo; Milton, el primo secuestrado y obligado a convertirse en parte de una organización criminal; el señor Maroño, una especie de muñeco vacío; el abuelo, una representación del hombre de antaño, con creencias machistas y problemas neurodegenerativos; los hermanos Andy y Micky Maroño, dos niños mimados; Cenobio y Rosalío, los vigilantes del residencial que encarnan la indiferencia y la mediocridad; El padre de Franco, una figura sin forma que no es otra cosa más que violencia y golpes; los choferes de autobuses, repartidores, aboneros, cobradores y tortilleros que fungen como representación de un estrato social bajo cargado de ímpetu sexual; los espías, “aquellos”, El Sapo y El Gritón, que son la encarnación del narco y la crueldad.

Cabe mencionar que las mujeres de Páradais también juegan un papel importante que expone componentes sociales y permite la (re)interpretación de la masculinidad. Además de Zorayda, que representa una fuerza sexual estigmatizada por la mirada de su primo y que se sugiere como la motivación de las actitudes de los trabajadores, y la señora Maroño cuyo único atributo es “estar buena”, se presenta a la madre de Polo que se configura como una fuerza matriarcal imponente que somete a su hijo y lo desarticula como macho, reduciendo a nada su calidad de hombre de la casa porque es un “huevón borracho que no terminó la escuela” y, en consecuencia, lo hace dormir en el suelo como perro.

Está también doña Pancha, la dueña de la tienda de conveniencia donde Polo surte su alcoholismo; las viejas “argüenderas y fodongas” del pueblo que reproducen las leyendas; las tías Rosario y Juanita que parecen alcahuetear a la madre de Polo en su visita a Minatitlán; la esposa de Milton que huye a causa del narco; la sirvienta Griselda, originaria de Progreso pero venida a bien al conseguir trabajo con los Maroño; la cajera de Walmart que refleja indiferencia (o hartazgo) a causa de la rutina; y la licenciada, una joven en sus veintes que resulta la jefa de la organización criminal que se impone en la zona y es respetada y temida por todos los integrantes de ésta.

A partir de estos motivos, considero que Páradais logra justificarse dentro del ámbito de la ficción. Contribuye al universo narrativo que Melchor ha venido creando como una especie de proyecto literario, y gracias a ello es relativamente sencillo notar la eficaz manera en que la autora consigue articularlo en torno a la vida de un personaje. Dicha razón la sostiene como novela aunque el personaje no termine de cuajar; aunque parezca una caricatura, como menciona Rosana Ricárdez en su texto para La Santa Crítica. La narración tiene un acierto que no me gustaría dejar de mencionar. Es visualmente metafórica en lo que respecta al entramado de situaciones enredadas y el siguiente fragmento me parece el mejor para ejemplificar lo que refiero:


las botas de goma hundidas hasta los tobillos en el cieno espeso sembrado de cristales rotos, huesos filosos, latas oxidadas, la mirada fija en la oblicua línea clavada en el centro del espejo empañado que era el agua del remanso a esas horas de la mañana; gris y plateado en el centro, verde intenso en las orillas donde la vegetación lo invadía todo, despiadada, asfixiándose a sí misma en una orgía de tentáculos trepadores y apretadas redes de bejucos y espinas y flores que convertían a los árboles jóvenes en momias verdes salpicadas de daturas y campanillas azules, sobre todo a principios del mes de junio, cuando la temporada de lluvias arrancaba con chaparrones aislados y súbitos que nada más alebrestaban el bochorno de la tarde y azuzaban el crecimiento del yerberío desquiciante que parecía brotar de todos lados: matas y lianas y yedras de tallos leñosos que de pronto emergían, verdes y rozagantes, en la vera de los caminos, o en el centro mismo de los orgullosos jardines de Páradais, fruto de las esporas clandestinas que lograban abrirse paso por entre las atildadas briznas del pasto inglés de sus prados, y que de un día para otro abrían sus primorosas pero rústicas, ordinarias hojas que Polo debía cercenar a golpe de machete, porque ni la podadora asmática del fraccionamiento ni la desbrozadora de hilo podían con aquellas matas bastardas que invadían los arriates y los camellones, ensañándose con las begonias y las rosas de china (p. 60).

Por último, me gustaría mencionar que entre la página 87 y 99 aparece la que considero mi parte favorita y mejor lograda de Páradais. En espacio de trece páginas, la autora desarrolla la historia del secuestro y entrada de Milton a la organización de “aquellos”. El relato se desentiende de la trama principal –que para ese punto ya da vueltas en sí misma– y la aparición de algo completamente ajeno se agradece. Es una parte mucho más ágil, entretenida y despiadada que recuerda a los relatos-crónicas de Aquí no es Miami a pesar de que la anécdota que tiene como eje al taxista no se apegue por completo a los hechos verdaderos.

En entrevista con María Viñas para La Voz de Galicia, Fernanda Melchor nos informa que la historia del asalto al taxista se la refirió un amigo a quien se la contó el propio taxista que la vivió, lo que descubre el tratamiento y la invención de la escritora. Sin embargo, la construcción de esta pequeña trama intermedia explora una conducta humana mucho más concreta y ahonda en las secuelas que puede generar la acción de matar. Con ello se revela lo que apunté páginas antes: que la realidad por sí misma no siempre es literatura y por ello, en ocasiones conviene recurrir a la ficción.


Bibliografía

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Vicente Martínez Blanco Martínez (Coatzacoalcos, Veracruz, 1995) es egresado de la licenciatura en Lengua y literatura hispánicas por la Universidad Veracruzana.

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