A. Azael López Villarreal
Quizá las características físicas e internas distinguen a una persona, es decir, lo dota de esencia, de autenticidad; sin embargo, para llegar a esto se requiere de un atributo intermedio que delimita al individuo: el pensamiento. El pensamiento es la abstracción que permite observarnos, cuestionarnos y reflexionar sobre la dualidad del yo y el otro en la cotidianidad. No hay necesidad de una interlocución exterior, pues su naturaleza existe en la introspección y la producción interna del ser humano.
Todo lo anterior se ve reflejado en La señora Dalloway (1925), de Virginia Woolf (Londres, 1882), escritora notable del modernismo literario anglosajón del siglo XX, quien continúa conquistando a nuevos lectores gracias al uso de su técnica (el monólogo interior) donde se focaliza la perspectiva más íntima de los personajes; ejemplo de esto también se halla en Al faro (1927) y Las olas (1931).
La señora Dalloway nos cuenta un día de junio en la vida de Clarissa, una mujer londinense de mediana edad de la alta sociedad, casada con Richard Dalloway, hombre trabajador y poco sentimental, quien se dirige a comprar flores para la fiesta que dará en la noche. En ese transcurrir, los pensamientos de Clarissa transitan en Peter Walsh (su exnovio que se encuentra en la India) y Sally Seton (de carácter egotista), viejos amigos de su juventud. Más tarde recibe la inesperada visita de Peter Walsh mientras arregla su vestido para la fiesta, a lo cual esta visita provocará que los pensamientos de Clarissa y de Peter Walsh se intensifiquen al grado de estremecerlos: reviviendo y reflexionando sobre los recuerdos que habitan en ambos –una relación amorosa que no funcionó en el pasado–; pero, al mismo tiempo, percibirán con mayor detalle durante el día la influencia que se tienen mutuamente, sin dejar de lado las redes familiares y amistosas que comparten en Londres.
De esta manera, la novela permite al lector no sólo focalizar su atención en Clarissa y Peter Walsh, sino también en las relaciones familiares: Richard Dalloway con su esposa y Elizabeth (hija única, bastante bella y seria); las relaciones entre mujeres: Clarissa con Lady Bruton (interesada en la política), su prima Ellie Henderson y la señorita Kilman (anciana que enseña Historia a Elizabeth); relaciones entre hombres: Peter Walsh con Hugh Whitbread (hombre bien vestido, con un importante trabajo en la corte) y Richard. Sin dejar de lado la vida de los habitantes londinenses: Lucrezia y Septimus, matrimonio en decaimiento por la salud mental de éste al volver de la guerra, quien se quita la vida en ese mismo día de junio.
El orden de la novela se da de forma cronológica –interesante recurso temporal que me hizo recordar la primera égloga de Garcilaso de la Vega–, como si la novela fuera el mismo Big Ben que proporciona la hora exacta al lector, quien a su vez puede explorar calles (Bond Street), sitios (Westminster) y puntos estratégicos (Regent’s Park) de la vida londinense por medio de monólogos interiores que se nutren a través del estilo indirecto libre, y mediante el amalgamiento del pasado (flashbacks) y presente ficcional (acción progresiva) en una misma línea narrativa que podría ser un tanto denso para el lector.
Por otro lado, existen sucesos no tan cotidianos como el averío del vehículo de la realeza y el aeroplano formando grafías en el cielo, en el que la autora de forma admirable hace que los londinenses que se encuentran ahí logren sumergirse en sus pensamientos, creando inferencias e hipótesis en torno a un mismo hecho, enlazando a su vez, una misma vivencia. Esto se asemeja al actual confinamiento en el que vivimos, pero con distintos matices de apreciación, de saber que, pese a todo, hay lapsos de vida que estimamos o amamos.
Casi ha pasado un siglo desde la primera publicación de La señora Dalloway, maravillosa obra que se centra en la contemplación del pensamiento humano, es decir, en los conflictos internos que repercute en las relaciones exteriores que existen con los demás. Leer esta novela en tiempos de confinamiento me hizo dar cuenta de la razón por la que extrañamos aquellos días sin pandemia, ya que después de todo sabemos abrazar los sucesos ordinarios, habituales, y a pesar de que no podamos hacer las cosas que hacíamos antes, lo único que nos queda es la fuerza de nuestros pensamientos, pensamientos que tienen tanto valor en nuestra cotidianidad: “El aeroplano se alejó más y más hasta que solo fue una brillante chispa, una inspiración, una concentración, un símbolo (…) del alma del hombre; de su decisión, pensó el señor Bentley segando el césped alrededor del cedro, de escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento” (Woolf, 2016, p. 40).
Referencia
Woolf, V. (2016). La señora Dalloway. (Andrés Bosch, trad.) México: Penguin Random House Grupo Editorial. (Obra original publicada en 1925).
A. Azael López Villarreal. Radicado en la ciudad de Minatitlán, Veracruz. Actualmente es estudiante de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana de la ciudad de Xalapa. Publicó el cuento “Marchantas” en el número cero de la revista Metáforas al Aire de la Universidad Autónoma del estado de Morelos.
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