Héctor Justino Hernández
Se dice que la novela favorita de Roberto Bolaño era Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski. Doquiera que viajaba lo acompañaba consigo un ejemplar de ella, en traducción, por supuesto, de Sergio Pitol. Quién sabe qué ecos ocultos resuenan todavía en la obra de Bolaño en consonancia con la del autor polaco. Haría falta un estudio sesudo sobre el tema. Un desocupado lector bien podría encargarse de hacerlo.
Andrzejewski escribió su novela en un clima de opresión y censura. Era 1961 y el régimen dictatorial polaco aplicaba medidas de dominio contra su población, y, con especial interés, contra sus escritores. Hay que recordar que, durante los años de producción del autor, Polonia formaba parte de los países satélites aledaños a la Unión Soviética. Por eso es sorprendente que Las puertas del paraíso fuera publicada en su tiempo, evadiendo hábilmente la censura.
Sergio Pitol, en el prólogo a la edición que publicó la Universidad Veracruzana en 2012, afirma que conoció al autor cuando viajó a Polonia. Ahí le propuso a este traducir la novela, trabajo que los llevó a convivir y conocerse mejor durante el tiempo que el mago de Viena permaneció en el país europeo.
De esta convivencia y de la intersección de dos mentes privilegiadas surge una versión inigualable del texto. Las puertas del paraíso es un libro compuesto solo de dos párrafos: uno de ciento diez páginas y el otro de tan solo cinco palabras. Pero esta distribución, en apariencia arbitraria y desequilibrada, forma parte de un plan en el cual se explota con maestría el discurso polifónico. En la novela confluyen seis voces de igual número de personajes: cinco adolescentes y un sacerdote que los confiesa para alejar los males que una premonición amenaza con desatar sobre la caravana donde viajan.
Maud, Roberto, Blanca y Alesio, tres pastores y un rico noble, heredero de un título bizantino, en ese orden, siguen a Santiago de Troyes, hermoso mancebo de misteriosos orígenes que los embarca en la misión de recuperar Tierra Santa; pero este cometido no es puro, ni guiado por intenciones sagradas, como piensan quienes lo siguen, sino que está movido por un amor carnal pecaminoso a los ojos de la iglesia, por el deseo de recuperar lo ya perdido. Las voces de los cinco chicos resuenan a lo largo del libro como un coro, cada uno de los cuales completa el hilo del misterio que encierra la Cruzada. Toda esperanza se esfuma conforme avanzamos en sus páginas y descubrimos el secreto que ocultan: el secreto surgido del pecado.
En 1896, el escritor francés Marcel Schwob soñaría también con el viaje a Tierra Santa; por lo cual, escribe La cruzada de los niños, libro que Jorge Luis Borges mencionaba entre sus favoritos, y que es un ejercicio de imaginación en el que su autor pide prestada la voz de diversos personajes para hablar sobre la travesía y sus consecuencias. Schwob se convierte en el papa Inocencio III, luego en Gregorio IX, en un goliardo, en niño o en leproso. Su galería de personajes configura un relato episódico, pero completo, del camino hacia la muerte que tuvieron sus protagonistas y de sus circunstancias particulares.
Tanto Las puertas del paraíso como La cruzada de los niños se retroalimentan por medio de vasos comunicantes. Más allá del tema, la mirada de ambos escritores se adentra en la intimidad de sus personajes, explora su psique: los miedos, las pasiones y la voluntad. En ambos escritos el tema religioso, que podría parecer importante, pasa a segundo plano; las historias se vuelven humanas y, por esa razón, emiten un aroma profano.
Ambos libros me sirven como pretexto para hablar de quienes, en la actualidad, como los infantes de la cruzada, buscan la Tierra Prometida: Miles de niños parten de sus hogares en Centroamérica y México, atraviesan regiones inhóspitas y, a los que bien les va, consiguen pasar la frontera con E.U.A.; pero a los que no, se vuelven víctimas de las circunstancias.
La cruzada de los niños sigue viva en nuestra latitud. Los caminos son igual de irreales que hace ochocientos años. Grupos de jóvenes abandonan sus hogares, sumidos en la precariedad y la miseria, viajan montados en bestias de metal, rompiendo las plantas de sus pies en los terrenos pedregosos, atravesando ríos y montañas, hasta un lugar mítico del que se dice que sus campos manan leche y miel.
El destino de la Cruzada de los niños en la Edad Media fue desastroso. Quienes la componían murieron por las condiciones del camino. Sus columnas se fueron perdiendo conforme se adentraban en Europa, muchos cayeron por pestes, y una gran parte fue capturada por comerciantes de esclavos. El sueño de los niños que iban a recuperar Tierra Santa desapareció, pero su leyenda quedó impresa en elementos culturales tan conocidos como “El flautista de Hamelín”.
En América, hoy, la cruzada ha adquirido tintes muy similares: la travesía por un anhelo de gloria o bienestar, el viaje hacia tierras en donde los caminantes imaginan encontrar
el fin de su sufrimiento, el engaño surgido de un delirio místico, ya fuera social en un caso, ya espiritual en el otro.
Este delirio estaba claro en la mente de Schwob y en la de Andrzejewski. Ellos entendían la quimera que es una empresa mal llevada a cabo. Como críticos que fueron de su mundo abarcaron desde la distancia la situación y tuvieron claro la realidad del viaje. Quizás sea en Andrzejewski donde mejor se cumpla este entendimiento, inmerso en una situación política compleja recurrió al pasado para representar el presente: la ilusión de un viaje interminable hacia el deseo. El viaje del comunismo polaco que desembocó en el colapso. Quizá, también Bolaño entendió esto, y vio en Las puertas del paraíso una entrada hacia el entendimiento de las pasiones humanas, exacerbadas hasta la obnubilación de la verdad.
En estos tiempos de migración y búsqueda de tierras prometidas vale la pena volver a la literatura para encontrar en la metáfora de la cruzada de los niños un germen de nuestro mundo convulso, una semilla de los infantes que hoy caminan hacia el norte. Esta toma de consciencia tal vez atenuará el sufrimiento causado a las puertas de nuestro infierno.
Héctor Justino Hernández: (Córdoba, Ver.): Publicó en 2019 la plaquette Dimorfismo, disponible en el sitio web https://issuu.com/hectorjustinohernandez/docs/dimorfismo
Foto de Alfred Kenneally en Unsplash
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