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Las obras completas de un soñador de dinosaurios: cien años de Augusto Monterroso



José Luis Rangel Gasperín


Nacido en Honduras, un 21 de diciembre de 1921, Augusto Monterroso se ha posicionado como uno de los autores más relevantes de la narrativa hispanoamericana. Considerado uno de los mejores autores del género breve, Monterroso pertenece a esa estirpe de escritores que pretenden escribir en cada nuevo intento un libro único. Sus obras son apuntes sobre moscas, eclipses, ovejas renegadas; sobre vacas y cabezas reducidas; sobre libros ‒muchos libros‒ y algunos palindromas, esas frases que se leen de derecha a izquierda y al revés conservando el mismo sentido.

Su «alquimia delirante» se basa en el palimpsesto: elaborar un texto que se nutre de otros hasta formar una mezcla inclasificable y novedosa. De ahí que su obra se emparente con la tradición libresca enmarcada en la obra de Jorge Luis Borges. Monterroso se considera un autor tímido, aunque siempre conserva un gran sentido del humor. Su pasión por el género breve es contagiosa y estridente. Su carcajada es silenciosa, pero auténtica.

Es paradójico creer que exista una relación de causalidad en que Augusto Monterroso haya nacido durante el día más breve del año: la fecha del solsticio de invierno que ocurrió en 1921. Conocido por ser el autor del cuento más corto del mundo, resulta interesante observar esta azarosa coincidencia, y nos hace pensar, como sugiere An Van Hecke, que “quizá la brevedad sea una manera de controlar el espacio y el tiempo infinitos”.

El primer libro que publicó fue Obras completas (y otros cuentos). Para llegar a esto, varias publicaciones le antecedieron: una plaquette de 1952 titulada El concierto y el eclipse; al año siguiente, otro par de cuentos publicados a través de la colección Los presentes, donde también Carlos Fuentes publicaría su primer libro. Los textos de Monterroso se llamarán “Uno de cada tres” y “El centenario”, cuentos incluidos en Obras completas (y otros cuentos), publicado gracias al apoyo de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1959.

En su primer libro destaca la estridencia del título: pensar que en una primera obra puede encontrarse su trabajo total. Algunos de sus cuentos allí reunidos participarán posteriormente en numerosas antologías: “Míster Taylor”, por ejemplo, que habla sobre un recolector de cabezas reducidas en las selvas inhóspitas de América; “El eclipse”, cuento que en dos sentadas defiende la inteligencia de los indígenas frente al menosprecio de los europeos al mostrar a un conquistador deseoso de engañar a los indios con su afán de predecir un eclipse que, muchos años atrás, había sido previsto y anotado en los códices; y “El dinosario”, esa célebre minificción que se vincula con el sueño de un hombre: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Monterroso tardará cerca de diez años en publicar su siguiente volumen. Lo hará con La oveja negra y demás fábulas. Muchos años después, el propio autor ironizará con que Tarsicio Herrera tradujo algunas de sus fábulas al latín, las cuales además “«suenan» muy bien”. En el volumen, incluye un relato muy simpático sobre Juan Rulfo: “El zorro es más sabio”. La fábula nos cuenta del deseo del zorro por volverse escritor, y cómo, tras publicar dos extraordinarios libros, prefiere no escribir un tercer libro. “El zorro no lo decía, pero pensaba: «En realidad, lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer». Y no lo hizo”.

Sergio Pitol ha considerado que Movimiento perpetuo, su tercer texto, ha sido uno de los libros más perfectos que ha leído. En él se combinan ensayos misceláneos con citas sobre el vuelo de las moscas. Explica el fenómeno de la siguiente manera: “la vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo”. Y en el libro se explaya sobre numerosos temas: su pasión por Kafka y Borges, la dificultad al deshacerse de quinientos libros, la necedad de escribir cuando otros ya lo han hecho.

El cuarto de sus libros será Lo demás es silencio, donde Monterroso vuelve a aludir el carácter de la escritura y el deseo de comunicar algo distinto con cada libro que hace. El protagonista de esta historia es un escritor provinciano del que Monterroso sacará mucho partido, al punto de considerársele como un álter ego, pues Eduardo Torres se volverá el autor al que citará cada vez que se le ocurra una frase ingeniosa. Piénsese, por ejemplo, en el epígrafe de «Estatura y poesía», que atribuye a este escritor ficticio: “los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista”.


Artista de circo, César Pedroza


En La letra e: fragmentos de un diario, Monterroso se pregunta por qué deja uno de escribir; en otras palabras, por qué un creador decide, de repente, renunciar a su obra. La respuesta es inconclusa: no hay motivos. Simplemente un día se abandona algo por cierta razón desconocida. Para Augusto Monterroso, escribir es someterse al escrutinio de la tradición. “No hay escritor tras el que no se esconda, en última instancia, un tímido”, apunta en Movimiento perpetuo; y esto refleja la dificultad del autor por enfrentarse a lo ya antes dicho por otros que lo antecedieron.

En 1993, después de haber publicado más de siete libros, Monterroso publica Los buscadores de oro; se trata de una autobiografía en la que nos cuenta sobre su primer contacto con el mundo. Este recorrido por su infancia le hace remitir a su origen centroamericano: de Tegucigalpa, ciudad en la que nació, menciona el cariño que le causa, pues “ciertos recuerdos de la niñez se acendran y me hacen verme en sus calles y alrededores como protagonista de una historia lejana y ajena y, a la vez, de hoy, propia e intensamente mía”.

Centroamérica se muestra para Monterroso como esa tierra olvidada en la que germinaron tanto el Popol Vuh como la escritura de Rubén Darío y que, a pesar de ello, sigue siendo víctima de la explotación y el ninguneo. A pesar de ello, Monterroso se manifiesta como un escritor universal, como un autor viajero. De ahí que considere que todo escritor, para serlo, requiere sentirse un ciudadano del mundo y hacer de cualquier lugar su propia casa. O como escribe en Los buscadores de oro: “El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es el mismo en cualquier parte en que se nazca; sólo se amplía si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse, físicamente o con la imaginación”.

En sus memorias, explora la historia de su familia y la relaciona con el exilio: evoca la necesidad de viajar y de huir, de hacer espacio frente a la realidad. Esta visión fugitiva de la literatura se asocia con el carácter metaliterario de su escritura: el deseo de desaparecer a través de la voz de otro. Monterroso evoca los sueños de su padre y considera que él mismo depositaba el mayor de sus sueños en una pequeña palabra: ser «tipógrafo». El gran deseo de su padre fue asumirse como editor; es decir, un impresor de textos, de revistas y periódicos. La mejor definición de su vida fue el calificarse con esa palabra. Monterroso escribiría sobre su padre: “no aprendió en verdad ningún oficio, ni se dedicó nunca de lleno a algo que no fuera soñar”.

Las minificciones de Augusto Monterroso me han otorgado últimamente una visión optimista de la literatura. Leer sirve de la misma manera para reír y para soñar; y este autor nos hace ver que la risa puede ser, además de alegre, muy sencilla. Es valioso considerar que el binomio de literatura y vida pueda relacionarse nuevamente a través de las palabras de alguien que ya no está. A través de sus textos, que oscilan entre la narración y el ensayo, uno puede conocer el sentido del humor y la visión de la vida que él mismo profesaba. Conocer al autor, de alguna forma y en otro plano, aun cuando él no se encuentre mucho más en esta vida.

Este texto es tan solo una invitación para que en los cien años de Augusto Monterroso se adentren en sus sueños y en sus brevedades, y que, además de encontrarse con el famoso dinosaurio, sean capaces de reír mientras lo leen.


José Luis Rangel Gasperín (1997) estudió Letras Hispánicas en la UNAM y un diplomado en Creación Literaria en la Universidad Veracruzana. Entre 2012 y 2016 publicó en Diario de Xalapa su columna Mar de tinta, que versaba sobre cuestiones de literatura contemporánea. Ha sido becario del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y miembro de Soga viviente, proyecto de fomento a la lectura en Hueyapan, Morelos, surgido a raíz del sismo del 19 de septiembre de 2017.

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