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Anne Finch y la teodicea de una vizcondesa

Héctor M. Magaña Hace un tiempo empezó a circular en internet un compendio de varias imágenes que consistían en llevar las corrientes artísticas a la arquitectura: el surrealismo, el minimalismo, el pop-art, el cubismo, etc. El resultado era interesante porque resaltaba los puntos fuertes de cada corriente y los volvía todavía más visibles y “palpables”. Ahora bien, si dicha traducción artística la intentáramos con la filosofía, ¿qué resultados daría? Seguramente, Leibniz sería una gigantesca catedral barroca. La filosofía del alemán es una gigantesca estructura barroca donde convive la ciencia de su tiempo, la escolástica, la cultura clásica, el racionalismo, la alquimia, la cabalística, el confucianismo y el cristianismo. Todo perfectamente equilibrado. El pensamiento barroco de Leibniz pertenece a una rama de la filosofía que fue relegada durante el Siglo de las Luces. Una filosofía que, sin caer en la vieja escolástica, criticaba el materialismo filosófico que tenía el defecto de ser reduccionista. Esta filosofía fue ampliamente incomprendida, tal como lo demuestran las sátiras volterianas que se difundieron como la pólvora. Los filósofos que comprendían dicha corriente tenían como fuerte influencia la cábala y la alquimia. Dichas herramientas funcionaron como contrapeso para el fuerte materialismo que empezaba a seducir a los pensadores europeos. Hombres como Leibniz y Berkeley son los primeros que vienen a la memoria, pero hubo otros que han sido olvidados, como Anne Finch, vizcondesa de Conway. Una pensadora original cuya obra fragmentaria supo criticar el racionalismo-materialista cartesiano y encontrar una solución original a los problemas que originaba la nueva ciencia y la crisis religiosa que ésta conllevaba. Corría el año de 1690 cuando se publicó la obra Principios de la más antigua y moderna filosofía. La obra escrita en inglés fue traducida al latín para su publicación. Apareció en los Opuscula Philosophica de un cabalista y médico heredero de Paracelso que estuvo preso en Roma por simpatizar con la cultura judía, cuyo nombre era Francis M. Van Helmont (1614-1698). La obra publicada por el médico cabalista pertenecía a Anne Finch, vizcondesa de Conway a quien conoció en calidad de médico y posteriormente como mentor. La obra era fragmentaria pues la autora del manuscrito murió y sólo dejó unas notas sin corregir que Van Helmont trató de editar lo mejor que pudo. Van Helmont llevó el manuscrito a su amigo Gottfried W. Leibniz, quien de inmediato reconoció las dotes intelectuales de la vizcondesa y las similitudes entre ella y su pensamiento. En nueve capítulos Anne Conway habla de los temas más importantes: Dios, Cristo, el movimiento, las criaturas, y la fuerza vital. Una auténtica teodicea, una verdadera iglesia barroca del pensamiento. Michel Onfray nos recuerda que el filósofo no puede partir su pensamiento desde un objetivo puro y duro, el filósofo posee una vida, una biografía y de ella se sostiene su pensamiento. La vida de Anne Conway, por ende, alimenta su postura filosófica. Hija de un parlamentario, nació el 14 de diciembre de 1631. Su hermano, John Finch, se educó en el Christ College de Cambridge (donde siglos más tarde Charles Darwin se graduaría en teología). Es en este lugar donde conoce a los llamados Platónicos de Cambridge, un grupo de pensadores que buscaban un equilibrio entre el materialismo cartesiano y el puritanismo cristiano. La clave de este equilibrio estaba en la percepción, la cual unía razón y fe. En este grupo, John Finch conoce al filósofo Henry More. Anne Finch conoce a este último por la intermediación de su hermano. Henry More la introduce en el mundo cartesiano: le muestra sus fortalezas (la matemática, el movimiento, las primeras investigaciones sobre la luz) y sus debilidades (dualismo cartesiano, mecanicismo). Podemos imaginarnos a una joven Anne Finch rondando con libro en mano por los pasillos del Palacio de Kensington, perdiéndose en sus pensamientos hasta que era atacada por las potentes migrañas que la aquejarían toda su vida. Con 19 se casa con lord Edward Conway, quien profesó un interés por el cartesianismo y cuyo padre poseía una vasta biblioteca con la que su nuera se nutriría espiritualmente. Las migrañas aumentan y Anne Finch, vizcondesa de Conway, busca la ayuda de los galenos. Las curaciones son dolorosas: sangrías, sanguijuelas y, en una ocasión, le abrieron las venas yugulares. Nada sirve. Surge la idea de buscar ayuda con un paracelsista, y ahí aparece Von Helmont (1614-1698). Cuando una persona experimenta migrañas aparecen alteraciones visuales, destellos de luz que parecen atravesar la cabeza. La luz comienza a interesarle primero como síntoma de su enfermedad y después como elemento religioso-filosófico. Sabe muy bien por Henry More que para Descartes la luz es transportada por el aire, pero cuando lee las obras de Isaac Luria se da cuenta de que la luz es también creación, es divina, es comunicación, movimiento y vida. La mística judía nutre a la mística cristiana, una enseñanza de Van Helmont a la vizcondesa y que se puede rastrear desde pensadores místicos como Margarita Porete, Meister Eckhart y Nicolás de Cusa. Todos tienen en común al declarar que la semilla divina yace en cada uno de nosotros y el ejercicio espiritual puede ponernos en contacto con esa semilla. En la época de Anne Conway hay un grupo que comparte esa misma premisa, un grupo de parias y relegados sociales que buscaron un poco de paz en el Nuevo Mundo. Los cuáqueros empiezan a influir en la vizcondesa y posteriormente se convertirá en protectora de muchos de ellos. Antes de cumplir los cuarenta años las migrañas de Anne Conway hacen mella en ella y muere el 22 de febrero de 1670. La aristócrata inglesa conoció de primera mano el peso del dolor en la vida humana (no sólo físico, sino también emocional, ya que se tiene registros de que el único hijo de la vizcondesa Heneage Edward Conway murió de viruela a los dos años). Milan Kundera, en su novela La inmortalidad, dice: “‘pienso, luego existo’ es la afirmación de alguien que subestima el dolor de muelas.” Una cita que bien resume la crítica de la vizcondesa al dualismo cartesiano. El dolor es un recordatorio claro de que la mente y el cuerpo no pueden separarse.


Hay una comunicación entre el alma y el cuerpo, más allá de una simple relación mecánica. La vizcondesa crea el “movimiento vital” en oposición al “movimiento mecánico”. Sabe perfectamente que este movimiento resuelve varios problemas que el cartesianismo trabajó sólo superficialmente. Hay más: la perspectiva mecánica del mundo ha llevado al Dios material o geométrico, este Dios es la falla de Thomas Hobbes y Spinoza. Para Conway, la divinidad no puede ser de ningún modo terrenal, este pensamiento se ve reforzado por la cabalística y el cuaquerismo. Dios es el Uno (parafraseando a Nicolás de Cusa: “es lo que hace posible los números”), es lo eterno e indivisible. Para Anne Conway el tiempo es divisible y en eso radica su infinitud: “Si se entiende por eternidad o por tiempo sempiterno un infinito número de tiempos, entonces, en ese sentido la creación fue hecha desde el principio del tiempo”, nos recuerda la filósofa. Con ello, sin saberlo, la vizcondesa se adelantó a las teorías de Bruno Bento, investigador del Departamento de Ciencias Matemáticas de la Universidad de Liverpool, en cuyos postulados teóricos el espacio-tiempo es en realidad un conglomerado de “átomos de espacio-tiempo”; tiempo eterno y tiempo dividido. ¿Cómo se transmite el “movimiento vital” de un cuerpo a otro? Conway regresa a sus primeras lecturas y cree encontrar la respuesta en El mundo o el tratado de la Luz de René Descartes y en el Zohar. La luz ha fascinado a la humanidad desde tiempos primigenios. Robert Grosseteste le dedicó al tema grandes tratados medievales, Isaac Luria reflexionó sobre cómo la Luz Divina es una ramificación de diversos rayos, los cuales adquieren su propio centro, haciendo de Dios un elemento lumínico muy escurridizo. Dios es quien después de la creación se retrae, lo hace para permitir la existencia del mundo. Leibniz agregará que esto permite la libertad (el mejor de los mundos posibles), ya que un Dios constantemente presente invalidaría la libertad. Para Anne Conway, el Dios escurridizo hace posible el movimiento del mundo, de sus criaturas y elementos, y por ende, hace posible el mismo tiempo. Para los judíos de la cábala entre la Luz Divina y la Luz del Mundo debe de haber un intermediario: Adam Kadmon, quien es la luz divina sin contenedor y que será interpretado por los cabalistas cristianos (Francis M. Van Helmont) como Cristo. Cristo será para Conway el intermediario entre Dios y sus criaturas, una luz que viaja recta hacia adelante (hacia la mejora constante), a diferencia de las criaturas que pueden tender al bien o al mal. La luz de Conway tiene también la capacidad de “percibir”, adelantándose de algún modo al obispo Berkeley. La percepción es producto también del movimiento, ya que la percepción es la emanación de imágenes hacia otras criaturas. El mundo de la vizcondesa es un mundo vivo, donde la percepción hace posible el movimiento vital que a su vez hace funcionar el mundo. En el mundo de Conway no hay discriminación: es un mundo donde entran desde los seres microscópicos (seres dentro de los otros seres) hasta las criaturas “inanimadas” (incluyendo plantas y minerales). Sin saberlo, llega a conclusiones similares a las de Pierre Gassendi: sabe que todo ser, criatura o ente posee un alma. Ese fue el error cartesiano: un mundo mecánico sería un mundo deficiente y eso es imposible con la visión judeo-cristiana de la perfección divina. El filósofo español Juan Arnau, en una interpretación exquisita del modelo atómico de Bohr, dijo: “Para el científico danés, el mundo sólo existe cuando lo percibimos, y si parece que exista al margen de nosotros, es porque siempre hay otro que lo está percibiendo”. Estas palabras podrían aplicarse el monismo vitalista de la vizcondesa. El juego de la percepción es de algún modo budista, y sin saberlo, Anne Conway concuerda con Nagarjuna al decir que la percepción no es un acto individual. El espíritu no sale bien parado de la experiencia de la percepción. Al percibir nos abandonamos para entrar en “lo otro”, y este “otro” nos complementa. El “yo” no existe, si existiera sería como el árbol búdico, auto-causado (como diría Nagarjuna). Lo que conocemos como “yo” es un conglomerado de espíritus en perfecto diálogo. Del mismo modo que Anton van Leeuwenhoek descubrió que dentro del cuerpo hay otros seres viviendo en perfecta armonía (la armonía leibniziana), Anne Conway extrapola este descubrimiento científico y lo aplica en la naturaleza espiritual del hombre. La vizcondesa supo dar en el clavo: el hombre no es mecánico (tampoco el mundo ni su posible Dios). La pluralidad hace al hombre lo que es. Todo nace de la luz. Eso se mantiene vigente, pues, ¿qué es una estrella sino una huella luminosa, un rayo salido de esa Luz Única? El hidrógeno y el helio se ven por espectrografía y gracias a él conocemos la naturaleza de las estrellas, y nosotros, ¿no somos acaso polvo de estrellas? El hombre es complejo y plural, esto lo vemos en las nuevas discusiones sobre sexo y género. Lo binario es el remanente de lo mecánico, materialista y cartesiano. Finalmente, el mundo vital de la vizcondesa se ha transformado en el panpsiquismo, una idea que se rastrea desde Tales de Mileto (el mundo está lleno de dioses) hasta nuestros días con las teorías de Anil Seth y Giulio Tononi con su Teoría Integrada de la Información (IIT). La filosofía discreta de la vizcondesa está más viva que nunca y necesita darse a conocer. Su pensamiento es el equivalente a una iglesia barroca bien equilibrada, pero de una modernidad asombrosa. Si Anne Conway estuviera con nosotros atacaría, no a Hobbes o a Spinoza, sino al algoritmo, al big-data, a la reducción binaria a la que se somete al ser humano. Bibliografía Platas Benítez, V. (2007). El monismo vitalista de Anne Conway y la filosofía de la modernidad temprana. JITANJAFORA. Héctor M. Magaña (Xalapa, Ver., 1998) es autor de relatos publicados en revistas fanzine (Los no letrados, Monolito, Noctunario, Revista Almiar, Elipsis) y reseñas literarias en revistas como Criticismo. Ha participado en el taller de creación literaria de Fernanda Melchor. Actualmente estudia en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana.


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