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Actualizado: 12 ago 2022

Hilda Wynne


El 13 de agosto cumplí cuarenta años. Ese día volví a percibir la profunda necesidad de concretar mi deseo. Estaba solo y confundido. Nunca me había sentido capaz de hacerlo realidad.

Pero antes estaba mamá. Su presencia inhibía cualquier cuestión que no coincidiera con sus mandatos, que eran preceptos para mí.

Toda mi vida me esforcé en hacer lo posible para que fuera feliz. Ella seleccionó los escasos y efímeros amigos que tuve alguna vez y me marcó la forma en que debía actuar y proceder. Decidió que no servía para el estudio, que tenía que trabajar en la administración pública y que nunca iba a tener novia. ¡Hasta me elegía la ropa!

Me conmovía su alegría cuando le llevaba el desayuno a la cama antes de ir a la oficina, su entusiasmo al recibirme para almorzar, su coquetería en el momento de ayudarla a vestirse a la hora del té y su emoción nocturna por las lecturas compartidas.

La peluquería era la cita obligada de los sábados hasta que se enfermó. Desde entonces, Margarita venía cada quince días a arreglarle el pelo, las manos y los pies.

Me gustaba Margarita. Era dulce, sencilla y ubicada, como decía mamá.

Yo las dejaba solas para no incomodarlas, pero me quedaba cerca para tener el placer de ver sus manos pequeñas trabajando meticulosamente sobre las uñas hasta darles la forma que mamá quería. Las pintaba de blanco nacarado. Mamá no aceptaba otro color. ¡Era tan delicada!

Siempre la acompañaba hasta la puerta para despedirla, pero nunca me animé a decirle cuánto me hubiera gustado que pudiéramos hablar y conocernos. Simplemente nos dábamos la mano y me quedaba esperando que pasaran los días para volver a verla.

Margarita fue una de las pocas personas que recibimos en la casa durante los últimos meses de vida de mamá, además del médico y la enfermera.

Mamá y yo nos fuimos acostumbrando a su creciente fragilidad física y mental, que contrastaba con la energía de su carácter. Se fue yendo de a poco, sin dolor ni sufrimiento. Yo la acompañé hasta el final.

—¿Dolerá morirse? —me preguntó una mañana, de repente.

—¿Qué decís, mamá? ¡Qué cosas se te ocurren!

—Abrí el ropero, por favor. Quiero sentir el perfume a lavanda. ¡Ay, Franquito! ¿Qué vas a hacer sin mí? ¡No puedo ni imaginarlo!

No duró mucho más. Al final casi no hablaba, pero me miraba con ojos imperativos. Yo no podía sostenerle la mirada.


Cuando murió me quedé solo en esta casa tan nuestra, desorientado por su ausencia. Yo había sido casi imperceptible para el mundo, como si hubiera existido sólo para ella. El niño mimado y sobreprotegido se había convertido en un hombre tímido, retraído y cobarde. Esa es la verdad.

Intentando huir de la nostalgia, tomé la costumbre de salir a caminar de noche. Al principio andaba por el barrio, pero con el tiempo me fui alejando hacia zonas periféricas y sórdidas. Una necesidad imperiosa me empujaba hacia otras búsquedas.

Enfundado en un abrigo negro, recorría durante horas la zona de la estación, impregnándome de los pesados olores del humo mezclado con tabaco y alcohol, del murmullo de las hordas que bajaban de los trenes y de las presencias clandestinas.

Trataba de pasar desapercibido para recorrer esa marginalidad oscura y decadente, repleta de miseria y exclusión.

Inexplicablemente, necesitaba caminar sin pausa hasta la madrugada.

Pronto me obsesioné con la idea de que alguien pudiera descubrirme. Pocos meses atrás me pareció ver a un vecino y me metí en el cine de trasnoche, un tugurio reservado a los hombres y las mujeres de la noche. La butaca estaba sucia y desvencijada y el contacto de la mano sobre mi muslo, mezclado con el olor desagradable del perfume barato, me sobresaltó. Una voz gangosa susurró en mi oído mientras un pie desnudo intentaba enroscarse en mi pantorrilla.

Ni siquiera llegué a verle la cara. Me levanté y salí apurado, murmurando una disculpa torpe. Horrorizado, corrí bajo la llovizna como si me persiguiera el diablo hasta alejarme lo suficiente para sentirme seguro.

Cuando llegué a casa estaba empapado de lluvia y sudor. Me desnudé y me metí bajo la ducha, como si el agua tibia pudiera borrar la repulsión que me había provocado esa experiencia. Me tomó tiempo tranquilizarme, me sentía contaminado.

Envuelto en la toalla, fui al dormitorio de mamá, abrí el ropero y metí la cabeza entre los vestidos colgados de las perchas. Necesitaba oler el perfume a lavanda.

Creo que esa fue la primera vez que tomé conciencia de mi necesidad.

Terminé de secarme y me puse la ropa de mamá. Lencería, medias de nylon y el vestido verde de crepe georgette que tanto me gustaba.

¡Por fin me había atrevido a hacerlo! Me miré al espejo; me gustó lo que vi y las sensaciones que recorrieron mi cuerpo.

Una vez dado el paso no necesité mucho más para convencerme. Había elegido.

Esa noche soñé con Margarita. Me miraba con admiración mientras me arreglaba las uñas y las pintaba con esmalte rojo, elogiando el vestido verde de crepe georgette. Su pequeño pie me acariciaba la pantorrilla.

Me desperté sobresaltado y conmovido por mi reacción. Margarita significaba mucho para mí. Tenía que hablar con ella acerca de mis sentimientos.

Me tomó casi dos meses aprender a maquillarme. Aun así, salí a caminar todas las noches vestido con la ropa de mamá. Una mujer desconocida dejaba la casa después de cenar y regresaba por la madrugada. Una mujer elegante, que recorría los suburbios con desenvoltura y se sentía hermosa y segura por primera vez en la vida. Durante esas horas era realmente libre.

Al regresar, volvía a ser Franco. Pero un Franco diferente. El que se había atrevido a desafiar los convencionalismos para darse el gusto de convertir en realidad lo que siempre había deseado.

Me faltaba resolver lo de Margarita. Tenía que encontrar la manera de estar con ella. No me iba a rechazar. El sueño que había tenido era una señal. Una revelación. Ya había cumplido los cuarenta años. No iba a esperar más.

“Mañana. Va a ser mañana”, pensé. “Porque esta noche tengo que cambiarme para salir a caminar".



Edición del diario vespertino del viernes 16 de mayo de 2014:


“Una mujer fue asesinada de un disparo a quemarropa a la altura del tórax, frente a la estación de trenes local. El hecho se registró en horas de la madrugada cuando la víctima, aún no identificada, fue interceptada por dos jóvenes, quienes luego de atacarla a golpes le dispararon a menos de un metro de distancia. La mujer, que fue asistida por algunos testigos, murió a causa de la gravedad de las heridas recibidas, antes de ser trasladada al hospital interzonal. Efectivos de la seccional novena tomaron conocimiento e intervención en el siniestro. Ampliaremos información”.


Edición del diario matutino del sábado 17 de mayo de 2014:


“Misterioso crimen en la estación: matan a un transgénero de un balazo en el pecho.

La víctima tenía 40 años y era vecino de nuestra ciudad. Según informaron fuentes policiales fue identificado como Franco Alberto Moreno, quien recibió un disparo en el corazón y múltiples contusiones en varias zonas del cuerpo. El fallecimiento fue constatado por un médico del Sistema de Emergencias Urbanas.

El hecho quedó grabado en las cámaras de seguridad de la estación. Los videos demuestran que el difunto, que iba caminando por la zona usando una peluca y vestido con ropas femeninas, fue mortalmente atacado por sus agresores después de un breve intercambio de palabras. Los presuntos asesinos aún no fueron identificados y se encuentran prófugos. El caso es investigado por la División Homicidios de la Policía local.

Voceros policiales indican que el fallecido no tenía allegados ni familiares y manejan la hipótesis de un crimen pasional.

El cuerpo fue trasladado a la morgue judicial, para la realización de la autopsia”.



Lucía Caro



Hilda Wynne nació y vive en La Plata, Argentina. Es médica (UNLP), especialista en dermatología (UBA) y docente del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires, donde desarrolló su actividad profesional y académica vinculada a la salud pública. Dado su interés por la lectura y la escritura, participó en talleres de escritura creativa (Escuela de Artes), seminarios de creatividad literaria y talleres literarios de diferentes temáticas (Recursos Literarios) y talleres de lectura creativa, así como de cuento, novela y teatro (PEPAM. Secretaría de Extensión Universitaria de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP).

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