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La rebelión de los diccionarios


Paula Busseniers


Parecía una mañana cualquiera de finales de otoño. Clara se enroscó en un mullido sofá y acomodó su laptop en la manta de lana que cubría sus piernas. Junto a ella, una lámpara de pie dibujaba un círculo de luz sobre la escena. Durante un par de horas estaría traduciendo un cuento de un autor neerlandés. En el librero detrás de ella se encontraba una repisa completa con diccionarios monolingües y bilingües, de lenguas germánicas y romances. Codo a codo, los gruesos volúmenes hinchaban orgullosamente el pecho, como si fueran notables de una comarca de antaño. Para su desgracia, la única persona que se fijaba en ellos, y esto únicamente de vez en vez y con bastante resentimiento, era la señora del aseo, al agitar su plumero para desprenderles el polvo. A Clara estos diccionarios le habían sido muy útiles hace ya algo de tiempo, cuando leía y traducía textos. El tomo más grueso de toda la fila, elegantemente vestido de un verde maduro con letras doradas, era mejor conocido con el apodo de El Gordo Van Dale. A fines de los años sesenta, su padre se había ofrecido a traerlo a casa, debido al peso excesivo de la octava edición. De eso hacía mucho y ya rara vez utilizaba a ese o a los otros, como al engorroso Simon & Schuster, que requería de una superficie sólida para ser consultado. Ahora Clara recurría a los diccionarios en línea, y a veces realizaba búsquedas en Wikipedia y en sitios especializados. Los veteranos del librero se sentían ofendidos, aunque ninguno quería admitirlo.

Esa mañana fría de otoño, Clara estaba muy absorta en su continuo mudar de una lengua a otra cuando sintió un certero golpe en el hombro. Dio un alarido al constatar que El Gordo había aterrizado junto a ella con el grito, fuerte e inconfundible, de “ingrata”. Clavó los ojos en la página abierta e identificó de inmediato el vocablo: ingrato/a (adj.), desagradecido, que olvida o desconoce los beneficios recibidos.

Un tanto confundida, fue en búsqueda de un remedio para aliviar el golpe. Halló el frasco maloliente del ungüento de cola de ratón y se lo untó, mientras esperaba que se calentara el agua para un té de tila. ¡Qué susto era aquél! ¡Un diccionario que sin aviso previo se lanza al vacío! Nunca había escuchado, ni leído, acerca de algo así. De pronto no descartó la posibilidad de un leve temblor. A veces los objetos se mueven de su sitio, aun cuando el movimiento terrestre es insignificante, pensó. Habría que revisar las noticias en la red para un posible reporte de actividad telúrica en la zona. Al no encontrar nada colocó, molesta, el grueso volumen de nuevo entre sus compañeros del gremio. Le costaba hacerlo: ¡qué pesado era ese gordinflón! Éste la miró con odio; ella no se dio cuenta.

Los notables no perdieron de vista a la mujer y sus miradas se endurecieron. Sin que Clara lo sospechara, una revolución lexicográfica se estaba gestando, no por una especial simpatía por el holandés, sino por una cuestión tácita de apoyo mutuo. Mientras ella se acomodaba nuevamente en su sofá, dentro de su cabeza se había ya desatado un coro de voces que le gritaba “traidora” en varias lenguas. Con calculada altivez pretendió no inmutarse a causa de lo que consideraba unos viejos machistas resentidos. Le dolió doblemente ser acusada de traidora: pensó en la traición a un ser querido, pero también –lo que le turbó aún más– en la traición al significado del texto original al traducirlo a otra lengua.

Para entonces, Clara trató desesperadamente de recuperar la calma y concentrarse en el texto que hasta unos minutos antes le pareció una pequeña joya y ahora le resultaba plano y aburrido. No le apetecía ya recorrer de ida y vuelta el complicado camino de esta traducción. Si no fuera por el contrato firmado con la editorial, abandonaría el trabajo. ¡Pero había que cumplir! Mucho más que de costumbre empezó a depender de los auxilios que la red le proporcionaba: abría página tras página hasta saturar la pantalla. Sin darse cuenta de lo poco profesional que se estaba comportando, consultó por undécima vez la Wikipedia. En el mismo instante, el señorón Van Dale no aguantó su ira y se zafó nuevamente de la rígida fila de colegas. Ellos reaccionaron con un entusiasmo visceral similar al de los aficionados que desde las gradas apoyan a su futbolista estrella.

Pero en esta ocasión Van Dale no logró su cometido: quedó corto su salto y se estrelló miserablemente en el respaldo del sofá en vez de en la cabeza de su enemiga. Desde la tribuna la hincha verbalizó su decepción a causa de la mala actuación. ¿Se cegó por el odio el ilustre colega, o quizás olvidó qué tanto había engordado?

Clara saltó embravecida del asiento, enredándose en la manta. Su laptop cayó sin misericordia al piso. Ella ni cuenta se dio. ¡Ya basta!, gritó, y clavó sus largas uñas en el lomo del diccionario. En el mismo instante su vista se detuvo en la página izquierda abierta, precisamente en el vocablo “venganza.” Clara sintió cómo la sangre bombeaba pesadamente por las venas de sus sienes. Pensó que algo grave le pasaría si no se relajaba.

¡Imagínense! ¡Infartarse por un viejo diccionario! Y justo cuando se serenaba un poco se percató de los túneles sospechosos que iban carcomiendo la hoja, con restos de arenilla fresca desparramados. Clara retrocedió, pensando en la plaga de la viruela de la que el creador del diccionario murió, más de un siglo antes. Tendría que frenar de inmediato el contagio al resto de la biblioteca. Rápidamente buscó el recogedor y una escoba y eligió de entre su colección de envoltorios reutilizables, una enorme bolsa de plástico grueso, de color rojo chillante, con el nombre de su tienda de modas preferida. La desdobló y un penetrante olor a pintura la hizo toser. Depositó con sumo cuidado dentro de ella los abundantes excrementos de la polilla y el pesado diccionario. Apretó el plástico firmemente alrededor del cuerpo de su enemigo y empleó una enorme cantidad de cinta adhesiva para aislar al culpable, quien desde adentro libró una inútil batalla por liberarse y cuya tos se fue apagando paulatinamente…

Los ojos de Clara lucían febriles cuando reconoció la campana que anunciaba el paso del camión de la limpieza municipal. Tomó el bulto rojo y corrió hacia la puerta de entrada a depositar el cadáver directamente en las manos de uno de los trabajadores. Ella le sonrió con tal satisfacción que el resto de los recolectores se mofaron soezmente durante un buen trayecto por las calles aledañas.

Clara entró triunfante. Primero se lavó las manos y luego preparó una taza de café. Colocó dos galletas de chocolate en un platito de porcelana fina y llevó todo en una charola a su estudio. Notó el gran hueco en el estante pero no escuchó el creciente chismorreo de los diccionarios restantes que pronto desencadenarían la revuelta. Ella se acomodó en el sofá y se dispuso a disfrutar de la humeante bebida acompañado de su golosina preferida. Tardó en enterarse de que la pantalla de su laptop se había congelado irremediablemente. Temía que no lograría recuperar los archivos y con amargura recordó la palabra que le llamó su atención poco antes del deceso de El Gordo.

Mientras tanto, reinaba gran desconcierto en el siempre ordenado entrepaño de los diccionarios. Habían olvidado su tradicional seriedad y también las añejas rencillas entre los de lenguas germánicas y las romances. Ya no importaba cuál tomo contenía más entradas o qué lengua tenía mayor prestigio. El ilustre Van Dale había muerto por defender su honor y de ninguna manera dejarían a la traductora sin castigo. No tardaron en estar de acuerdo: saltarían todos, uno tras otro, a la cabeza de la traidora, los volúmenes delgados primero por ser livianos y los gordos al último para rematarla. Probablemente nadie se salvaría, pero mejor muertos que deshonrados. Y ya empezaba el conteo…




Bonifacio Contreras Tovar



Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Co-traductora de Huesos de Jilguero, antología poética de Janet Frame (UV, 2015). Ha publicado traducciones de poesía en las revistas Pérgola de Humo y Tintero Blanco, así como poemas en La Palabra y el Hombre, Luvina y La Coyol Revista. Cuentos suyos han aparecido en Pérgola de Humo, Tintero Blanco, Campos de Plumas y Monolito, además de haikús en Tema y Variaciones de Literatura Núm. 53 (UAM) y Antología de haijines, viento que florece (UAM).



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