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La Chata


Paula Busseniers


El muchacho sabe que va malherido. Casi desearía que de una vez lo hubieran matado allá en su pueblo. Malditos narcos, pensó, no pueden ver que alguien se gane la vida sin hacer tranzas. Tenían que fijarse en mí, llegar a amenazarme, a pedirme dinero, eso que llaman “cobro de piso”. Precisamente a mí, yo que pagaba dos metros cuadrados en el tianguis del domingo. Ni que vendiera mucho café. Todos en el pueblo venden café, lo poquito que logran cosechar, tostar de a poquito en la lumbre de la casa y malenvasar en bolsas de plástico sin nombre. ¡Malditos narcos! ¿Cómo se atreven a extorsionar a uno que no tiene nada, y cuando ven que uno no se doblega, lo abrazan por detrás y sacan la navaja para rajarlo? Regresaremos, me espetó un gordo, y si no pagas, te irá peor. ¡Verás! Los del tianguis no se dieron cuenta, o se hicieron los occisos. Él apretó su mochila contra la herida y salió corriendo a casa de su madre.

El chico, de unos quince años apenas, contiene un sollozo mientras se sujeta con firmeza contra el vagón de carga del largo tren que abordó en la curva donde los trenes tienen que disminuir la velocidad. Él jamás se había subido antes a uno. Se encaramó como pudo, sólo para darse cuenta de que todos los vagones estaban atrancados y que tendría que viajar de polizonte al aire libre, entre dos vagones cerca del final del tren. Está muy asustado, apenas se mantiene en pie, la herida le da punzadas, la sábana que su madre le amarró está empapada de sangre fresca. Y ese maldito olor a fierro, ¿o es su sangre que huele tan feo?

El tren va subiendo lentamente la montaña, en la oscuridad de la noche. Queda atrás el calor de su tierra. De súbito, el cielo abre sus compuertas y una racha de aire helado estremece al muchacho. Se agarra con más fuerza a la barra de hierro frente a él, aunque ya no la distingue. Sabe que le está incrementando la fiebre. No logra ordenar sus ideas. Poco hay que ordenar: sabe que no tiene futuro, y tampoco podrá regresar.



Escucha los aullidos lastimeros de su perra, La Chata, un animalito vulgar, recogido en la calle, con una pata más corta que las otras tres. ¡Pero era su perra! ¡Su compañera! La que dormía a sus pies y le hacía fiestas cuando regresaba del campo. ¿Todavía estará con vida? Cuando llegó sangrando a casa, La Chata supo que su amo estaba en peligro. Esa dulce compañera no le quitó la vista. Cuando contó a tropezones a su madre lo que había pasado en el tianguis, ésta se empecinó en que su hijo debería salir del pueblo sin que nadie supiera. Tramó el plan como si toda la vida hubiera anticipado el acontecimiento. Lloró con furia, suplicó a sus santos predilectos, para luego lamentar en voz baja lo ocurrido. Cerca de medianoche echó a su hijo de la casa, casi a golpes. La Chata parecía entender que su amo se iría para siempre, empezó a gemir, y luego a aullar. Su madre se aterró. Ilustración Marcela Muciño

Los vecinos no debían enterarse de la huida del hijo, por ningún motivo. Al vecino de enfrente siempre le sobraba dinero para tragos y droga; seguro andaba en malos pasos, seguro tenía que ver con la banda que amenazó a su hijo. Mejor que se vaya su muchacho, ay, de apenas quince años. Mejor que nunca lo vuelva a ver. Mejor despedirse ahora que verlo muerto o saberlo desaparecido. La Chata no dejó de ladrar y gimotear. Pinche perra, había dicho su madre, y le asestó un certero golpe con la silla de la cocina, mientras empujaba al hijo fuera de la casa y él había corrido por unas oscuras veredas hacia la curva donde pasaría más lento el tren, pensando en ese animalito que a nadie hacía daño.

Va acelerando el tren. Parece que ahora va de bajada. Hay muchas curvas pronunciadas, pero el maldito maquinista no aligera el paso. El malherido, cada vez más cansado, más confuso, se aferra a sus recuerdos de la única criatura que siempre lo amó. Añora la presencia de La Chata. Hace un gesto para abrazarla. Tambalea. Cae por el hueco entre los dos vagones hacia los rieles de la vía.


Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Co-traductora de Huesos de jilguero, antología poética de Janet Frame (UV, 2015). Ha publicado poemas en La Palabra y el Hombre y en La Coyolxauhqui; traducción de poesía en Tintero Blanco y Pérgola de Humo; cuentos en Tintero Blanco, Monolito, Campos de Plumas, Pérgola de Humo; y haikús en Tema y Variaciones de Literatura (UAM).

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