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Jugar en la tumba de los dioses


Héctor Justino Hernández


The gods forgot they made me So I forget them too I listen to the shadows I play among their graves

“Seven”, David Bowie


Eva solía contagiarme su entusiasmo por todo lo que nos rodeaba. Como la primera vez que fuimos a un concierto solas y bailó y saltó hasta agotarse. O cuando viajamos hasta Pachuca y entramos a todas las plazas de la ciudad. Debo admitir que cuando se distanció me sentí desplazada, pero no lo tomé como un insulto, porque entendía que su espacio la hacía feliz.

Un día me envió un mensaje para que la acompañara a una excursión. Ya entonces no solíamos vernos tan seguido y me entusiasmó que me tomara en cuenta para sus planes. El día que nos reunimos para charlar sobre lo que pensaba hacer, la encontré diferente, con ojeras y la piel gris. Supuse que había dejado de comer y que se estaba pasando con eso, pero me lo callé todo con tal de no molestarla.

No estoy segura de lo que la motivó a invitarme. Tal vez un deseo que surgió en ella a partir de un vivo instante de revelación, o tal vez algo más que ahora no me atrevo a sugerir.

Me explicó que estaba muy contenta con sus estudios en historia y que se había interesado en investigar algunos signos (restos del pasado colonial, frases, dibujos tallados en piedras) dispersos por el pueblo en las paredes de viejas capillas y ruinosas construcciones.

Luego me detalló su plan y de inmediato le dije que era mala idea. No sólo por lo que se dice sobre el cementerio, sino también por la desaparición repentina de la comunidad inglesa, lo cual daba lugar a extraños rumores. Pero ella insistió, debía ser yo quien la acompañara, debía ir con ella por nuestra amistad, debía ayudarla por todo lo que pasamos juntas. Al final, acepté porque parecía resuelta a hacerlo incluso después de haberme negado.

Quedamos un domingo, a las diez de la noche, en el parque. Recuerdo que en mi mochila llevaba sólo una linterna y una navaja, por si acaso. Subimos al panteón lentamente. Eva decidió no irse por la calle principal y tomar los callejones aledaños. No había luna, pero un resplandor en las nubes, a lo mejor el reflejo de los focos de las casas, me hizo pensar en las historias de miedo que nos contaba mi madre cuando éramos niñas. En especial, la del lobo que protegía las tumbas y que rondaba el cerro en busca de su amo ya fallecido.

Eva no habló mucho y mis preguntas morían ante sus breves respuestas. Al poco rato, llegamos a la pared que rodea al cementerio. La escasa luz provenía del reflector instalado en el poste que está junto a la puerta de entrada. No pudimos pasar encima de esta última porque era demasiado alta para nosotras, así que rodeamos la pared. Conforme nos alejamos del reflector, la oscuridad se hizo más profunda. Pero, en contraste, la barda disminuyó de tamaño hacia la otra cara del cementerio. Por ahí saltamos con menos dificultad.


Ilustración Rodrigo Díaz Torres


En el interior, las tinieblas eran espesas como aceite quemado; ni siquiera el cielo, oculto por los oyameles enormes, se veía con su resplandor gris. Encendí la lámpara que llevaba conmigo, pero cuando intenté alzarla hacia el frente, la luz se perdió en el espacio, sin ningún objeto sólido que la detuviera. A los lados, las tumbas repletas de símbolos permanecían quietas, cargadas de musgo y liquen. No tuve miedo, pero sí deseos de volver a casa, huir a la seguridad de mi habitación, esconderme bajo los cobertores, como una niña pequeña.

Lo que ocurrió después fue un accidente, eso dijeron todos, de eso intenté convencerme con el tiempo, pero —lo escribo ahora luego de tanto— pienso que ella lo sabía, que ella me llevó al cementerio porque algo la condujo hasta ahí.

Eva se separó de mi lado y avanzó por un pasillo, rodeado de jardineras y tumbas. Se adelantó varios metros y de pronto desapareció como un fantasma. Cuando cayó no hubo ningún grito, ni emitió ruido alguno. Por un instante creí que había sido raptada por una entidad iracunda, por un lobo guardián, como una forma de arcano sacrificio. Tardé unos segundos en darme cuenta del agujero en el suelo.

Me acerqué con la linterna, pero mi amiga ya no estaba en ningún lado al que pudiera acceder. Al asomarme y apuntar con la luz, sólo vi, al fondo del boquete, el reflejo del agua oscura y llena de vida que corría hacia quién sabe qué túneles escondidos en las vísceras de la Tierra. No fue un accidente, pero no tengo cómo demostrarlo. Parecía conocer el punto preciso donde debía pararse, parecía guiarla una presencia desconocida. No sé qué es lo que habrá encontrado Eva en sus investigaciones, pero cada día me convenzo más de que esa noche buscaba un testigo para su fin; un testigo que, algún día, contara la verdad de lo que había visto y admitiera la posibilidad de un secreto enterrado bajo aquellas tumbas.




Héctor Justino Hernández (Córdoba, Veracruz). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Ha publicado Dimorfismos (2019) y La isla nos llama (en prensa).













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