Javier Argüelles
Mi nombre es Mathilde, pero no creo que valga la pena que lo recuerdes ya que pronto estaré muerta. Sólo te invito a que escuches lo que tengo que contar y tal vez aprendas algo, querido amigo. ¿Qué podría ofrecerte una chiquilla como yo?, seguro te preguntarás. Harías bien en reconocer que los sabios verdaderos nunca dejan de descubrir cosas nuevas, incluso si provienen de niñas pequeñas y moribundas.
Nací durante las navidades en una pequeña aldea al sur de Francia, tres días después de que mi padre fuese llamado a unirse al ejército. La noticia de su muerte en combate llegó a los pocos meses. Mi madre y yo nos quedamos solas en nuestra cabaña en lo alto de la colina. A pesar de no haber conocido a mi padre, debo reconocer que mis primeros años de vida fueron felices. Mamá era la curandera del pueblo y yo su aprendiz. Ella era amable y bondadosa, jamás se negaba a curar a nadie.
Todos los días nos visitaban personas de todas partes en busca de los milagros que ofrecían nuestros remedios. Recuerdo muy bien el día en que llamó a nuestra puerta una anciana jorobada y flacucha que clamaba sufrir de un terrible dolor de espaldas. Mi madre la invitó a pasar tras ofrecerle una silla junto al fuego en la que descansar sus envejecidos pies. Ésta se sentó frente a la chimenea y yo salí inmediatamente de la cabaña a cortar unas hierbas del jardín con mi hoja en forma de hoz.
Al regresar se las entregué y vi cómo mamá aplastaba fuertemente las hierbas con un rodillo. Luego las echó en un frasco de miel mientras que con un cucharón fue revolviendo hasta lograr un líquido de una tonalidad amarillenta. La anciana observaba atentamente sin pestañar mientras yo tenía mi mirada puesta en ella. No sé por qué, había algo en aquella mujer que me producía escalofríos, pero no le di importancia.
Al terminar, mi madre le entregó a la anciana el ungüento y le indicó frotarse la espalda a diario. La anciana tomó la medicina y se despidió con un gesto amable. Tengo que añadir que mamá nunca cobraba un centavo por sus servicios. La dicha de ayudar a otros era pago suficiente. Pasaron semanas en los que no hubo movimiento alguno. Mamá y yo pasábamos las mañanas entre los cultivos de nuestra huerta de calabazas, para luego vender la cosecha en la aldea. En la noche, me enseñaba las propiedades de las plantas medicinales que crecían en el jardín. Quizás debo haber pasado los mejores momentos de mi corta vida. Pues no tenía ni idea de lo que sucedería después, el día de mi décimo y último cumpleaños.
Dos días antes se anunciaba en la aldea la visita mensual de nuestro señor feudal y su hijo, quienes vendrían acompañados esta vez de un sacerdote procedente de Roma. Los pobladores tan estaban contentos que se dio la orden de preparar una gran feria en honor de las ilustres personalidades. Llegó el día previsto y en la plaza se podían ver a juglares entonar sus canciones al compás de los laúdes. Gente de todas las clases respiraban por igual aquellos aires de felicidad. Nosotras también participábamos de las festividades. Mamá vendía nuestros productos en el mercado mientras yo jugaba alrededor del puesto. Todo marchaba bien hasta que se oyeron varias personas correr y gritar por la plaza. El murmullo indistinguible de la gente esparcía la noticia.
El hijo del señor feudal se ha caído del caballo, decían.
Ilustración Marcela Guciño
Mamá me agarró por el brazo y salimos a toda prisa hacia la plaza. Al llegar, la multitud formaba un círculo alrededor de la fuente. El muchacho yacía en el suelo agonizante. Mientras el señor gritaba desesperadamente por ayuda. Mi madre me apartó y salió de entre la multitud. Se paró frente a él y le dio a beber una poción que sacó de su bolsillo. El joven que gritaba de dolor de pronto comenzó a sentirse mejor y en cuanto pudo incorporarse se arrojó a los brazos de su padre. La gente observaba dividida entre el asombro y el miedo ante tan milagrosa recuperación.
El sacerdote que lo observó desde la distancia se acercó y bruscamente la tomó por el brazo. Aquel hombre con túnica negra y cruz de madera en el cuello comenzó a acusarla de brujería mientras exigía a los guardias que la arrestaran de inmediato. Pude distinguir entre la multitud enfurecida a la anciana que mi madre curó hace semanas, aquellos dedos marcados por el tiempo cambiaron el agradecimiento por el desprecio. El señor feudal obedeció sin rechistar y la verdad es que no lo culpo por ser ignorante. Ni a él, ni a nadie.
Recuerdo ver a mi madre encadenada como una bestia en medio de la plaza en lo que la gente del pueblo le arrojaba tomates a la cara. Yo estaba paralizada, confundida por la situación. Traté de moverme pero mi cuerpo no respondía. Esa noche no volví a casa, me quedé ahí mientras mi madre era atada en un poste. Minutos más tarde le prendían fuego, mamá no gritó, pues yo observaba cómo ardía entre miradas de odio y desdén sólo por haber salvado la vida de un inocente.
Entrada la noche, la luz de la luna se reflejaba sobre el cadáver calcinado de mi madre. La escena se repetía en mi mente una y otra vez, mientras el olor a carne podrida y chamuscada llenaba mis pulmones. En ese momento, reaccioné. Pensé que no era más que una niña de diez años que lo perdió todo, sola en el mundo. Me acerqué a su cuerpo en cenizas y lo abracé por última vez. Luego tomé mi pequeña hoz y la atravesé en mi garganta, con la esperanza de que la muerte nos permitiera estar juntas de nuevo.
Mi nombre es Javier Argüelles y resido en La Habana. Mi motivación por la escritura comienza por mi afición por la lectura de relatos fantásticos. Formo parte del proyecto “Encrucijada Literaria” dirigido por la escritora cubana Elaine Vilar Madruga donde obtuve mi primera publicación profesional con el minicuento “Préndelo por Goloso”, en la web cubaliteraria.cu. Participé en el tercer número de la revista Puerta Escarlata con una crónica llamada “Letras de un Maestro”. Mi cuento “Silbido” fue recién seleccionado para participar en la plataforma Spotify en el sexto episodio del podcast Literatura y Café de Colombia.
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