Daniela Isabel De la Fuente Esquinca
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte; que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo... Juan Rulfo
Decidí irme a un café para leer más a gusto los cuentos de El llano en llamas. Nunca me había visto en la necesidad o el deseo de leerlos. Había leído Pedro Páramo ya varias veces, pero nunca El llano. La mayoría de las personas leen algunos cuentos de Rulfo en su paso por la secundaria, sin cavilar demasiado en ellos casi siempre. Todo lo que pudieron capturar de ellos fue el sentimiento de desesperanza, tal vez la sátira en algunos, pero sin saber muy bien por qué o de dónde. Sé que, si yo los hubiera leído por entonces, no habría entendido nada.
Comienzo por leer “Es que somos muy pobres”. En la mesa de a lado, un chico y una chica están teniendo su primera cita. Lo sé porque el café es muy estrecho y nos separan menos de dos metros de distancia, lo que facilita que escuche su conversación sin estorbo alguno. Todavía están un poco incómodos el uno con el otro. El chico está haciendo un esfuerzo muy obvio por agradarle. Debería estar concentrada en mi lectura, pero algo que dice ella capta mi atención. Él le ha preguntado por los lugares a donde ha viajado; ella menciona Australia y añade a modo de explicación que ahí vive su padre. Vine a Australia porque me dijeron que acá vivía mi padre… Él se sorprende, exclama: “¡¿En serio, Australia?!”. Me es incomprensible por qué le entusiasma tanto este dato, pero supongo que es parte de la danza ritual de seducción. Ella dice entonces: “Sí, en Australia. Esa es una larga historia en realidad, no tengo una gran relación con mi papá.” Y comienza a relatarle dicha larga historia.
Su padre la contactó cuando estaba en tercero de secundaria. “De pronto quiso tener una relación conmigo, le habrá dado culpa, yo qué sé.” Siento una punzada de empatía hacia ella: yo tampoco tengo una gran relación con mi padre. Supongo que constituye una parte importante de la mexicanidad, eso de no tener un papá presente. Quiero decir, el mío estaba en casa, pero no estaba. Era un fantasma, como los de Comala. Así es como siempre lo vi, deambulando por la casa, sin saber muy bien qué hacer o a dónde ir, atrapado persistentemente dentro de aquellas paredes. Cuando nos fuimos, él se quedó allí, anclado a aquella casa huérfana y estéril.
Ilustración Fernando Rodríguez
Yo no conozco a mi padre, pero conozco al personaje de las historias que cuentan mamá y mi tía, la hermana mayor de papá. Alguna vez fue un niño escuálido de siete años, trabajando en una carnicería lavando pisos y robando gallinas para revenderlas y poder llevar un poco de dinero a casa. Vivían entre cinco láminas mi papá, mi tía y su abuela, y tenían un pequeño patio cercado con alambre. Sé que la abuela era una de esas mujeronas de antes, que habían nacido sabiendo cocinar y disparar. Se sentaba en una mecedora a fumar puros y masticar tabaco. Tenía los dientes blanquísimos porque solía untarse la ceniza que restaba después de cocinar y luego la escupía en la tierra. También sé que le gustaba implementar castigos físicos a los niños que no se portaban bien. La tía aún tiene una cicatriz del tamaño de una pelota de tenis, recuerdo de una ocasión en que la abuela la colgó de cabeza a un árbol porque había salido a pasear con un muchacho a sus trece años.
Por eso papá no sabía muy bien cómo ser en nuestra presencia. Había soñado siempre con una casa grande, de varios pisos y muchas habitaciones, pero los niños que crecían en esa casa no tenían carácter, desde su perspectiva. Tampoco podía hacer uso de la fuerza ni reaccionar violentamente sin que mamá le señalara su condición de mono. Así que se convirtió en un fantasma. Al final, pienso, tal vez eso pasa siempre con todos los padres, o casi todos. Se saben ineptos, inadaptados, disfuncionales, así que huyen o se diluyen. Papá no nos dejó porque no quería que sus hijos crecieran sin padre, como él. Pero bien habría sido lo mismo, y así lo hubiera preferido a veces, en vez de convertirse en aquella alma en pena, en búsqueda eterna por purificación, la cual estoy segura nunca hallará.
Poco después del inicio de la narración de la chica, entra al café un niño flacucho con una mochila semivacía a su espalda y en la mano una caja llena de chocolates para vender. Se acerca a mi mesa y me pregunta si quiero comprarle uno, le digo que no, gracias. Luego le pregunta a la pareja, que también niegan con un gesto, sin interrumpir su plática. Mi empatía hacia ella se evapora. Yo, que había vuelto a intentar leer “Es que somos muy pobres”, me asqueo de esta escena en la que participo y me disgusta percibir la ironía de la situación. No soy muy distinta a ellos. El niño pasa por todas las mesas y nadie compra ningún chocolate. Saluda a los baristas y se va. Pienso fugazmente en la larga jornada que le espera para lograr vender aquellos chocolates o juntar el dinero suficiente para dar por terminado el día; en si en casa le espera una abuela violenta y viciosa; en si sus hermanas mayores se convirtieron en putas de la angustia o putas de a de veras; en si su padre es un mono, experto en el uso quimérico del cinturón o la lía. La mesa de al lado continúa hablando de los sellos en sus pasaportes, él hace un listado de todas las ciudades del mundo que ha visitado.
Continúo leyendo. “No oyes ladrar a los perros” me envía a lugares oscuros de mi interior. Tengo frente a mí a mi mamá. Me dice, como otras veces, que la decepciono, pero esta vez parece ser la última vez. Parece ser la última porque a partir de ahora no puedo decepcionarla más. En esta visión que ahora corre por mi cabeza, ella me ha descubierto. Ella llora. Yo intento explicarle, defenderme. Hablo como nunca hablo, con palabras que nunca utilizo y con el temple que rara vez encuentro. Estoy a la defensiva, por supuesto. Pero digo cuanto quisiera decir: en mi fantasía lo consigo y triunfo.
Mamá es católica, como tantas señoras mexicanas, pero no sólo eso. Ella siempre espera que tomemos las decisiones que ella tomaría, y cuando no las tomamos, se enfada mucho, llora y nos dice que somos una ruleta de decepciones. Yo soy la hija de en medio, y eso, según el conocimiento popular y revistas pseudocientíficas, significa que soy la más rebelde. También significa que soy quien más la decepciona y que he tomado el mal camino. Además, soy la que más se le parece y yo creo que de ahí viene gran parte de su empute.
Mamá siempre fue muy estudiosa, sacaba las mejores notas en la escuela, le gustaba leer y escribir, estar a solas, sentirse incomprendida, tener romances y ser la persona más inteligente en una habitación. Yo no soy muy estudiosa, pero me gusta leer y saber cosas. También me gusta estar a solas, sentirme incomprendida, tener romances y ser la persona más inteligente en una habitación, aunque rara vez lo soy porque busco rodearme de gente más inteligente que yo (ahí se asoma mi vena masoquista). Así que sí, somos muy parecidas, pero al mismo tiempo no. Ella es ella y yo soy yo. Para mamá, sin embargo, las cosas no funcionan así. Ella es ella y yo soy un apéndice de ella. Por eso mi imperfección es dolorosa.
Pienso todo esto y la garganta se me cierra. Inclino a un lado la cabeza con el propósito de dejar que las lágrimas se escurran y pueda limpiarlas discretamente para recuperar la vista que se había visto obstruida. ¿Por qué he tenido qué pensar en todo esto? Tengo esa mala costumbre de condensar mis temores y anhelos en simulaciones controladas, en universos alternos donde soy capaz de lidiar con ellos. Sé perfectamente que aquella conversación no se daría así; la realidad es distinta, caótica. No soy muy buena expresando mis sentimientos, no podría dar un discurso así sin hincharme del llanto y tener que abrirme paso entre las fuerzas que oprimen mi tráquea y mi pecho, mucho menos tan elocuentemente. Mamá probablemente ya me habría quitado todo derecho de hablar, todo poder, antes de que pudiera terminar de decir algo. No descarto la posibilidad de una buena bofetada por su parte y la amenaza de no continuar manteniéndome y pagando mis estudios, que esta vez seguro cumpliría. Reconozco la ironía de mi peor escenario cuando pienso en aquel niño y su caja de chocolates.
Regreso al libro en mis manos y pienso en los protagonistas de “No oyes ladrar a los perros”. Me digo a mí misma que no es un misterio por qué el hijo se fue por el mal camino. No conozco a ningún sujeto auténtico —y con esto quiero decir que posea una identidad auténtica, sea él mismo— que no haya decepcionado a sus padres. Me pregunto qué tanto de cierto es lo que el padre dice del hijo, incluso. Tal vez porque estoy proyectando en él la figura de mi madre, pero no puedo evitar pensar que el padre pueda estar exagerando las maldades de su hijo. Tampoco descarto que el hijo sí sea un malhechor del calibre que describe el padre, pero pienso que es probable que precisamente esas imposiciones y presiones ejercidas por los padres suelen llevar a los hijos a tomar las peores decisiones, con tal de escapar de su dominio. Si la cago y la recago, si toco fondo, ya nada puede esperarse de mí. Reflexiono en cómo la institución familiar nos jode la vida a todos. Entre el deber religioso y moral que nos son inculcados en el seno familiar, la búsqueda de nuestra verdad y libertad se vuelve un crimen. “Estoy cansada”, me gustaría decirle a mamá, pero no puedo. Decir que estoy cansada igualmente cuenta como infracción.
Termino de leer el cuento con la boca hecha un ano. Conjeturo, ¿en verdad no oía ladrar a los perros, o sólo quería desesperanzar a su padre para que lo dejara ahí de una vez y no continuara con sus reproches? Yo también habría querido que se rindiera, no vale la pena salvarse si a cambio se tiene que sufrir el infierno en vida.
En la mesa de al lado, la chica menciona que durante un breve periodo vivió en París, después de dejar la casa de su madre, a la que abandonó porque ya no la aguantaba. Finalmente, después de un mes allá, regresó a México, directo a la casa de mamá. “¿Y te recibió así nomás?”, “Claro, ya le había dicho que ella tenía la razón, y a ella le encanta tener la razón.” ¿Por qué suena tan familiar? Admito haber sentido cierta aversión hacia ella al escuchar que su madre había ganado: no pude evitar calificarla de débil. Sin embargo, sé que no es su culpa. Es difícil hacer frente a cualquier sistema de control, especialmente cuando has mamado de su teta. No hay que olvidar que todo disidente es considerado un bandido. Y no todos tenemos madera de bandidos.
Yo creo que al final eso es lo que Rulfo quería que viéramos en su narrativa: un reflejo de nosotros mismos. Estás leyendo y de pronto pareciera que está hablando de uno y hasta te incomodas. Hace ya muchas décadas que estamos lejos de la Revolución y todavía encuentras esa densidad en el aire que es el desaliento colectivo, con pequeñas oleadas de esperanza que caracterizan al pueblo mexicano. El México de Rulfo sigue siendo nuestro México. Las señoras se siguen persignando y santiguando ante representaciones de libertad sexual al mismo tiempo que santifican a los Anacleto Morones del mundo de cuyas manos conocieron la muerte chiquita. Las jóvenes se siguen convirtiendo en putas cuando no tienen vacas. La Ley de Talión sigue siendo vigente y la venganza es la única justicia. Todos los hombres siguen anhelando ser Pedro Páramo, aun cuando Pedro Páramo los engendró y los olvidó a su suerte. Todos desconocemos el camino por donde andamos a tientas y no oímos ladrar a ningún perro.
Igual y por eso Rulfo ya no escribió más. Después de tanto desierto y tanto andar ahondando en la podredumbre, se le acaba a uno la fuerza o el olfato, o le queda a uno de costumbre la sed y se le pega la pestilencia a la piel, de la que ya no se va. Las familias rulfianas de eso son: pura sed y peste. Y cristiandad, pero eso ya es redundancia.
Daniela Isabel De la Fuente Esquinca, nacida en Cárdenas, Tabasco, actualmente reside en Xalapa, Veracruz, donde cursa la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana.
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