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Entrevista con el dragón

Daniel Frini


―Y usté me lo dice a mí, señorita periodista ―dijo el dragón, resignado―. Hace seiscientos treinta y dos años que cuido princesas. Pero nunca me tocó una como ésta. Uno se preparó para trabajar acá. No le voy a decir que, de joven, fuese mi vocación. Me hubiera gustado asolar Northumbria o las costas de Carelia, como aún suelen hacer mis primos; pero uno viene de una familia de cierta cultura, señorita periodista. Hubo ancestros míos cuidando princesas chinas en la dinastía Han, por poner un caso. Mi padre mismo custodió en Tolosa a Tindigota, la hija de Alarico; y a la Santa Berta, hija de Cariberto de París. Yo he cuidado a Ana, la Hermana de Basilio el Matabúlgaros; a Emma, hija de Richard de Normandía; a Isabel, Hermana de Casimiro el Grande. ¡Hasta fui contratado por Hakam, califa de Córdoba, para cuidar a su hija Fátima! Estudié Teología en Cracovia con el Santo Cancio, Magisterio en Cambridge con Scotus, Medicina en Padua con Pietro d’Abano, Derecho en Bolonia con Guarnerio, Trivium y Quadrivium en París; y aquí me tiene, cuidando a esta mocosa maleducada, atrevida, obscena y descarada.

―No es fácil mi trabajo, señorita periodista ―dijo el dragón, didáctico―. No se trata solo de custodiar la castidad de una doncella. Hay que educarla en la prudencia, el trabajo, la honradez y el silencio; mostrarle las bondades de una vida cristiana, los buenos modales y el buen trato. Se requiere transmitirle cultura; que reconozca sus privilegios y haga uso correcto de ellos; enseñarle a cuidar y educar a quienes serán sus hijos, administrar el hogar y mandar sobre los criados y sirvientes con responsabilidad y prudencia. Ilustrarlas en el arte de la escritura, la lectura, el dominio de idiomas, la ciencia y prepararlas para tañer aceptablemente un rabel o una zanfonía. Se debe instruirlas en el manejo de la rueca, en la costura y el hilado; en las tareas del huerto y el cuidado del ganado.

Luego, para ejercer su trabajo de custodio, uno debe dominar todas las escuelas de esgrima, el combate sin armas, saber enfrentarse a un caballero y conocer los puntos débiles de su armadura, superar la defensa de un broquel y la amenaza de una spada longa, conocer las técnicas de defensa de una plaza fuerte y, claro, ejercitarse constantemente en esto de echar fuego por las fauces.

Además, un torreón como éste no se mantiene solo: debo dominar las técnicas de albañilería y plomería; reparar roturas de paredes y techos, combatir la humedad, mantenerlo cálido y habitable; y todo eso sin contar con sirviente alguno.


Con esta voluble, indecente, deslenguada y palurda, por otra parte, debí aprender a maquillarla, acicalarle el pelo y bajar al mercado a comprarle vestidos y zapatos hasta tres veces por semana; traer modistos a sus aposentos y esperar, con infinita paciencia, las pruebas de atuendos horribles que responden a las revistas de actualidad que llegan de París o New York; mantenerme inmóvil durante horas, sirviéndole de maniquí para que pruebe sus sombreros estrambóticos y capelinas ridículas, o dejar quietas mis garras para que ensaye los esmaltes de uñas que le llegan de Suecia y la Germania. ¿Me imagina usté con rastas o trencillas, con pelucas rubias ensortijadas? ¿Me puede ver hilando en la rueca o tejiendo en punto media vareta porque a esta vil, granuja y obscena se le ocurre una nueva manta para cubrir sus piernas cuando se siente delante del hogar en las noches de invierno? ¡Habrase visto!

―¡Ah, señorita periodista! ¡Absolutamente caprichosa, consentida, grosera, malcriada, y malhablada! ―dijo el dragón, enojado― Mire que con algunas he renegado bastante. Gailtergrima, hija de Gaimar de Salerno era tosca y ordinaria; y necesité quince años para que resultase en algo parecido a una dama, señorita periodista. Pero con ésta, ¡válgame Dios! No sé si es que uno ya está grande y ha pasado tres cuartos de su vida en climas inhóspitos, donde la soledad de esos parajes olvidados se hace insoportable; entonces, la paciencia mengua; pero esta insolente, jactanciosa y desconsiderada; le juro, me saca escamas verdes.



Antes, era normal que viniesen cuatro o cinco caballeros por año para liberar a la dama de turno. Los viajes eran largos, los caminos inexistentes y los salteadores gobernaban los páramos. Pero acá estamos a un par de leguas de la ciudad, el Camino Real se ve desde esa ventana y no se recuerda la última vez que nevó en esta sierra. Sin embargo, señorita periodista, hace como dos años que nadie viene a esta Torre. ¡No hay quién se preocupe por venir a salvar a esta desvergonzada, descortés, arrogante y desatenta! Y estoy seguro que de no haber sido por los escándalos de la corte; usté tampoco se hubiese apersonado por acá.


―Entre nos, señorita periodista ―dijo el dragón, confidente―, no se podía esperar otra cosa. Esta veleidosa, descocada, impúdica, desobediente e impertinente; es digna hija de su madre. No se entiende, señorita periodista, cómo un joven tan educado como el ahora Rey puede haberse enamorado de una suripanta que fue corista en los burdeles de Brüssel. Se dice que, en realidad, su padre, el viejo Rey, pagó una deuda de juego llevándola a Palacio y entregándole a su hijo en matrimonio. Se cuenta, también, que esta insumisa, rebelde, díscola y petulante no es hija del Rey, si no del dueño de una Casa de Juegos de Katowice. Y a uno no es que le importe, pero esta presumida, desaprensiva, caradura y sinvergüenza no se parece en nada a Su Alteza. Usté debe saber más sobre eso, señorita periodista. Yo digo lo que leí en las revistas. Porque yo no tengo contacto con nadie de la Corte.


Acá llega un carruaje con escolta de soldados, bajan a la doncella, me la entregan junto con una carta de puño y letra del Señor, con su sello, donde se hace constar que la ponen a mi custodia hasta la aparición de un Caballero que la rescate. Puedo mostrarle, en mi archivo privado, todas las misivas que guardo de quienes me han confiado a sus hijas o hermanas. En ellas ―es norma ancestral― se detalla qué características debe satisfacer aquel que quiera liberar a la prisionera: qué debo ver en ellos, cómo debo enfrentarlos o en qué punto debo dejarme ganar en el combate. Algunas de estas cartas acotan consideraciones más específicas: nacionalidad, religión o apariencia del pretendiente. Incluso, Rodrigo Díaz el Campeador escribió, y cito de memoria: «Confíese mi hija María sólo al Caballero Ramón Berenger, Conde de Barcelona.». En cambio, mire usté esta carta del Rey. ¿Vé?: «Entregue mi hija al primero que aparezca». No se acota que deba ser un Caballero, ni Noble, ni nada. Ni siquiera debo luchar en su nombre. La última vez que vino alguien a preguntar por ella fue un cartero, que le trajo un Sirope de Rosas comprado, por correo, en la ciudad de Gabrovo. Intenté que se llevara a la princesa, pero él se negó; y llegó a batirse en encarnizado combate conmigo. Era muy valiente. Una pena haberlo matado.


―Esta desfachatada, procaz, indecorosa, frívola y chabacana; señorita periodista ―dijo el dragón, enumerativo―, ignora las más elementales normas de etiqueta. Le voy a contar una infidencia: Ha sido la única de las más de doscientas que he custodiado que me ha sacado de las casillas. Cierta vez estuvimos estudiando, durante dos meses, Protocolo y Comportamiento en la Mesa; y repasando las cien reglas del Menanger de París: mantener la boca cerrada mientras se mastica, tomar la ración más pequeña de la fuente; mantener el meñique limpio y seco si se va a usar para condimentar la comida, no limpiarse las manos en el mantel, no usar los cubiertos para higiene personal, limpiarse la boca antes de beber, y así las demás. Finalmente, cierto día le tomé el examen de rigor. Me vi sorprendido por unos resultados razonables; hasta que, mientras estaba sentada a la mesa repasando la Regla Sesenta y Dos, inclinó su cuerpo hacia la derecha, levantó su pierna izquierda y dejó escapar una sonorísima flatulencia que movió hasta los velos de su ajuar. No pude contenerme. Me paré sobre mis dos patas traseras, abrí mis alas hasta que estuvieron extendidas de pared a pared, saqué pecho y sentí el fuego subiendo desde mis entrañas. El cabello tardó más de ocho meses en crecerle.



Semblanza:

Daniel Frini (Argentina, 1963). Participó en varias antologías en diversos idiomas. Publicó “Poemas de Adriana”, “Manual de autoayuda para fantasmas”, “El Diluvio Universal y otros efectos especiales”, "Nueve hombres que murieron en Borneo" y “La vida secreta de las arañas pollito”. Obtuvo varios premios, el último el 1er Premio del III Concurso Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén.


Imagen, Jack B Unsplash

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