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En defensa de las combis

Mariaam Arely Sánchez Jaimes



Odio los camiones. Si debo caminar más de treinta minutos hasta mi destino para evitar tomar uno, lo hago. Cavernosos y llenos de grafitis en los asientos, me producen una desconfianza que me orilla a eludirlos. Si de transportes colectivos hablamos, mi predilecta es la combi. Pese a mi favoritismo por ésta, admito que, al ser menos común que los primeros, la ruta que sigue no suele ser muy extensa. No alcanza todos los rincones de la ciudad. Pero por mi casa, la de toda mi vida, en un pequeño fraccionamiento a las orillas de la capital provinciana, no circula ningún camión. Eso sí, siempre pasa la combi azul.

A un lado y otro de la calle, como en un vaivén, llega puntualmente todos los días cada quince minutos. Para tomarla camino algunas cuadras, por calles silenciosas y familiares. Un camión supondría ir hasta la avenida ruidosa más cercana, muy similar a en la que estoy ahora. Mientras vivo en Manizales, una ordinaria urbe colombiana, no puedo evitar evocar aquella parada. El cálido rumor de la tortillería de enfrente, la conversación continua de la chica que trabaja en la estética unisex al lado y el olor a pan de canasta del señor que se coloca allí cada mañana. El letrero que dice Veracruz en la parte frontal del autobús que pasa a mi costado, me regresa a la realidad y me hace reír. Una curiosa coincidencia.

Aparte de sus cortos recorridos, varias personas replican que no les gustan las combis por su tamaño. Entiendo que para muchos la consecuencia del recorrido sea un entumecimiento en las piernas por llevarlas tan recogidas o, en su defecto, en el cuello o espalda si se va parado, pero para mí es perfecto. Contrario a la gente de gran estatura, cuando voy parada en un camión debo estirar sobremanera mis brazos y adoptar posición de batalla para no perder contra el rudo zangoloteo de las no tan llanas calles xalapeñas. Así, frente a la enormidad intimidante de un camión, la combi parece más adecuada a mi proporción. Tal vez por eso, el “bus” al que me subo, como llaman los colombianos a sus camiones, no me parece tan amenazador. Pequeños y azules, de apenas unos quince lugares, los “buses” me abrazan con su estrechez.

Sin embargo, la diferencia más grande entre ambos es el número de asientos. Dentro del camión caben, sentadas, aproximadamente cuarenta personas, casi el triple que en la combi. Por esto, podría parecer que el sentido de coexistencia y hermandad prevalece en el de mayor tamaño. No obstante, su inmensidad se ve reducida por su distribución. Diez filas, una tras otra, agrupadas en puestos dobles, exigen un acompañante. La comunidad se extingue ante la intimidad que se crea entre los ocupantes de un par de asientos. El camión, destructor por excelencia de los grupos, no permite una conversación de más de dos sin tener que contorsionarse o, en su defecto, entablar una plática con la nuca más cercana. Antes bien, fiel cómplice de las parejas de enamorados que se toman de las manos y ríen cómplices todo el trayecto. Pero ahora, sola y en hora pico, me veo en la necesidad de pedir el primer espacio disponible al lado de otra persona. No hay incomodidad mayor que compartir esa burbuja romanticona con un desconocido. Rara vez surge el diálogo en esa particular situación. Nos sentimos invadidos e invasores.

Esto no suele ocurrir en la combi. Los asientos corridos, asemejando una banca de parque en forma circular, invitan a la charla. Un microcosmos sobre ruedas con su propio código de cortesía que pide, además de los siete pesos del pasaje, un saludo colectivo cuando alguien sube y un fugaz ‘gracias’ antes de bajarse. La combi no sólo invita, sino que obliga a mirar a quienes te rodean. En mis recorridos, he presenciado bellos reencuentros de personas que tenían años sin verse. En un camión es fácil pasar desapercibido al conductor, al vecino, al compañero de trabajo o incluso a ese amigo de la secundaria.



Foto: MANH LAI VAN

De manera incógnita, he escuchado a aparentes extraños ponerse al corriente con sus vidas: mostrar con orgullo sus familias, sus trabajos, sus logros; decir con pesar sus divorcios, sus pérdidas, sus dificultades. Recuerdo, por ejemplo, la vez que un hombre se sorprendió al ver a la mujer que se sentó justo enfrente. En un oportuno encuentro de vecinos, él empezó a contarle su desgracia amorosa con otra mujer y su deseo de superación tras la ruptura, en lo que pareció un intento por hacerle saber que estaba disponible. La oyente, que sólo respondía con monosílabos, esperó a que terminara y muy de prisa se bajó en la parada más cercana, murmurando una muy seca despedida. Análoga a la plática sobremesa, la familiaridad no hace sentir al resto de los pasajeros como invasores, sino como espectadores de una reunión. En este caso, entre quienes sintieron lastima por el hombre o, como yo, que compartimos la incomodidad de la mujer.

En las metrópolis, gigantes hormigueros cosmopolitas, la capacidad del camión no es suficiente. Es necesario recurrir al peso pesado de los medios de transporte: el metro. Más intimidantes que las enormidades del autobús son los confusos andenes, pienso mientras entro por primera vez en un metro, en las fauces del gigante de Medellín. En su interior me siento extrañamente cómoda. Tan sólo es una enorme combi alargada hasta el infinito. Las hileras paralelas de asientos semejan la cinta de ensamble de una fábrica. Se pueden encontrar por igual a hombres de negocios, trabajadoras del hogar y estudiantes que somnolientos se balancean hacia la cotidianidad. A sus espaldas, un paisaje repetitivo de laderas anaranjadas.

El símil entre cualquiera de los anteriores y la lata de sardinas se debe no sólo a la compactación sino también al olor que emanan. Éste depende de la hora del día. El almuerzo, o comida, suele ser el punto álgido del sauna. El estado de sueño da paso a la urgente voracidad que se ve magnificada con los rayos del sol o las gotas de la lluvia. Se colman los pasillos de sudorosos niños que han jugado por horas al futbol. Ya sea a garnacha o a arepa frita, los vapores son otra forma de crear comunidad: nos olemos unos a otros en la condición más primigenia de la especie, sin los modernos afeites y perfumes que pretenden disimular nuestra naturaleza.

Como buena alma solitaria, después de la combi, “el metrocable” o teleférico es el que más me gusta. Cada uno de los que nos encontramos en la fila, cómplices ermitaños, no disimulamos nuestro anhelo por montarnos en una cabina sin que nadie nos moleste. Así, con el murmullo de los rieles, contemplamos el caminar lento de las casillas. Una vez dentro, mi maleta y yo nos sumimos en un silencio pacífico.

Sin el compás de las cumbias o el clamor del tráfico, me detengo a observar a través de las paredes transparentes. Unos metros abajo, los autos, los vendedores, los techos de las casas. Paso encima de la que fue mi habitación durante dos meses. Calles alguna vez desconocidas. En la cabina que pasa junto a la mía, con destino al centro de la ciudad, miro por un par de segundos un grupo de estudiantes de secundaria que entre bromas mecen con fuerza la pequeña caja de cristal. Las risas, producto de la riesgosa hazaña, se cuelan en medio de mi silencio. Después, el bamboleo alejándose y el paisaje montañoso sonríe para mí por última vez.

Un día, al subir a la combi encontré la armonía interrumpida. La banca habitual había sido, en cierta parte, reemplazada por puestos individuales. El chofer, con complejo de Doctor Frankenstein, instaló una nueva especie de asiento que estaba a medio camino entre la banca escolar, la silla de hospital y el asiento de autobús. De un plástico azul repelente, los nuevos lugares quedaban por debajo del nivel del resto, de manera que, al sentarme ahí, tenía la sensación de estar en una periquera para bebés. Mi asiento favorito, el del fondo a la derecha, asemejó, por un segundo a su némesis. Jamás me volví a subir en ella.

Durante aquél recorrido, uno de mis grandes placeres se estropeó. Hasta ahora, recodarlo me causa escalofríos. O quizás el aire acondicionado en el avión está más bajo de lo habitual. Aún aquí, prefiero el asiento con vista, aunque eso me cueste las idas al baño. Soy lo que me gusta llamar una persona de ventana. Este rincón me confiere una visión panorámica, tanto de lo que pasa afuera como de lo de adentro. Y en un vuelo de cinco horas, con destino a México, lo considero un privilegio de entretenimiento.

Después de un rato observando, descubro que las personas de pasillo, la contraparte, usualmente tienen un aire de prisa, de necesidad de espacio. Éstas son, con más frecuencia, aquellas que mueven continuamente su pierna o no paran de tamborilear con sus dedos, las que se levantan continuamente al baño. En la tierra de nadie, los de en medio, quietos para no molestar a ninguno de sus compañeros, prefieren escuchar música en silencio o duermen en una posición tan rígida que me sorprendería que alguno no estuviera fingiendo.

Son las cuatro de la mañana y sigo sin poder conciliar el sueño. Sin saber bien dónde me encuentro, miro las nubes rosáceas por la ventana. A mi padre, no mucho antes de partir, le sorprendió enterarse que no me gustaban los camiones, sino las combis. Al preguntarme la razón de lo que parece ser una opinión un tanto impopular, recuerdo el día que corrimos tras ella a las seis de la mañana para llegar a mi primer día de secundaria. Las tardes esperando en la parada después de judo, junto a mi hermano, mientras llovía. De camino al festival del kínder, con mis alas de mariposa incomodando a la persona junto a mí. Tal vez, respondí, la combi sea mi favorita porque sé que siempre me llevará a casa.


Mariaam Arely Sánchez Jaimes (Xalapa, 2000). Estudiante de Letras Españolas en la Universidad Veracruzana. Apasionada de la lingüística. Estudiante de intercambio en la Universidad Autónoma de Manizales, Colombia por el Programa de Verano Delfín en el 2022.


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