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El mundo del amor

Actualizado: 13 feb 2020

Gabriela Herrera González*


Cuentan las leyendas, perdidas en las arenas de tiempos tan remotos que ya pocos recuerdan que el amor tal y como lo conocemos no existe: en su lugar hay un ser que vive en una cueva en lo alto de una montaña, rodeado de un paisaje desértico y estéril, con animales ponzoñosos que emergen de la tierra y se ponen al sol para calentarse. Muchos intentan ubicarla en algún sitio de este mundo, como Europa o Asia, pero lo cierto es que el Amor habita en un plano distinto al de los humanos: podría decirse incluso que se trata de una dimensión aparte, sobrepuesta a la nuestra. Llegar allá no es posible para cualquier mortal y, en caso de intentarlo, narran las crónicas que jamás se regresa.

El Amor es una criatura físicamente repugnante: calvo, de piel amarillenta y con huesos visibles ya que se encuentra en un avanzado estado de desnutrición. Sus esqueléticos brazos están plagados de cortes que el mismo se hace, al igual que sus piernas que parecen hacer un esfuerzo increíble para sujetarlo cada que se incorpora. En las muñecas, el cuello y los tobillos, porta espinas entrelazadas que le infligen más daño a cada movimiento. Pero no sólo es impactante su exterior, sino que su interior resulta todavía más complicado de explicar: se dice que hace miles de años, ocurrió un acontecimiento terrible que provocó que Amor perdiese la razón, y esa sería la respuesta de su estado actual.

El origen del Amor es lo único de lo que se tiene certeza: en el principio de los tiempos, existía una mujer encerrada en el infinito. Estaba completamente sola en su inmensidad hasta que algo dentro de ella se agitó y de una explosión interna que culminó en su desaparición, surgieron cuatro figuras: eran Amor y sus hermanos. Brotaron de las entrañas de su madre como seres adultos y formados, y apenas se dedicaron una mirada antes de dar media vuelta y separarse, tomando cada quien su camino. A veces lo visitan, aunque no de forma seguida, y la mayoría de aquellas entrevistas terminan en situaciones muy desagradables.

En la entrada de la cueva se percibe un hedor espantoso, un aroma capaz de pudrir el alma de cualquiera aun estando vivo: es el olor de su colección de corazones rotos, que tiene clavados en el interior. Algunos todavía laten, pero van perdiendo las fuerzas poco a poco y Amor duerme arrullado por los débiles sonidos. Amor no sabe cuántos corazones rotos posee, perdió la cuenta en los novecientos dieciséis millones seiscientos treinta y siete mil. Todos fueron obsequios de seres que se los entregaron de forma desinteresada o esperando que ocurriese algún milagro, que curase su dolor con el simple toque de sus largos dedos, cosa que desde luego no ocurrió.

Amor tiene una mascota como única compañía, un gato negro al que le falta un ojo y al que alimenta con pedazos de ilusiones que llegan arrastrándose a la cueva antes de exhalar el último suspiro y morir. Cambia de mascota con regularidad: hace setenta y tres años era una polilla parlanchina que llegaba volando y le contaba los pormenores de la vida en el mundo humano. El gato tuerto no le dirige la palabra porque su lengua fue cortada desde que nació, por lo que Amor se desentendió del exterior y convive nada más con el animal, que se comunica por medio de sonidos guturales que le provocan gracia. Lo acaricia por detrás de la oreja y al bicho no parece molestarle ser punzado por las espinas y las filosas garras del amor, tanto dolor sintió en el pasado que aquellas uñas sólo le producen sueño y termina dormido en el piso, entre ilusiones a medio comer. Las ilusiones son un buen alimento para el animal, pero muy malo para otros seres: si se nutren de ellas, lo más probable es que queden igual de delgados que Amor.



En la cueva hay cosas tiradas por doquier, es imposible caminar sin pisar alguna. La mayoría son basura que Amor ha recolectado a lo largo de las eras: piedras, pedazos de metal, papeles hechos bola, fotografías en blanco y negro. Dentro de una cajita de madera cerrada con candado guarda celosamente al deseo, el cual es una nube de humo que se escapa por la rendija y sobrevuela las tierras, fecundándolas con su lluvia. Sin embargo, el deseo deja caer de vez en cuando lo que algunos conocen como lluvia ácida y en lugar de fertilizar provoca terribles desastres. Un trozo se queda en casa, obediente, pero otra huye de Amor a sabiendas de que ya no tiene fuerzas suficientes para seguirlo. Si la caja fuera abierta completamente y el deseo escapara en su totalidad, el mundo quedaría devastado y tendría que volver a empezar, y Amor ya no tiene fuerzas para reconstruirlo. La llave se encuentra perdida en algún lugar de la cueva, pero no se puede saber dónde.

El gato hace su terrible ronroneo y Amor lo sigue acariciando, mirando al horizonte. En aquel lugar del infinito existe también el día y la noche, y tiene la costumbre de sentarse al borde de la cueva y esperar a que anochezca para irse a dormir, donde sueña con el tiempo remoto cuando nació del vientre reventado de su madre y conoció a sus hermanos. De pronto, se vislumbra una figura a lo lejos y Amor entorna los ojos creyendo que el paraje le muestra un espejismo, cosa extraña porque desde que vive ahí no ha sucedido nada similar. Aparta al gato y se inclina, emergiendo del umbral: la figura toma forma hasta convertirse en un cuerpo humano que se acerca caminando hacia él. Trae la ropa hecha jirones y está descalzo, sus pies han perdido toda carne y se vislumbran rojos, teñidos de sangre seca. El cabello le cubre el rostro y se acerca poco a poco a la montaña, donde se sujeta a las rocas para iniciar su ascensión. Amor baja la vista, incapaz de seguir observando ya que sabe lo que sucederá a continuación: un mal paso y el humano caerá, siendo destrozado por las piedras. Uno de los nacidos del vientre de la mujer encerrada, un ser alto que se viste con un manto oscuro y se hace llamar Muerte, irá a recoger los restos algunos días después. Le dedicará una mirada a Amor detrás de la venda que cubre sus ojos y se irá con el cadáver del visitante entre sus manos. Siempre ha sido así y siempre lo será.

Amor se recuesta, cerrando los párpados para hacerse el dormido y olvidarse del forastero. El gato se acurruca a su lado y lo imita, tan sólo que él sí se duerme al poco rato, indiferente de lo que ocurre a su alrededor. La mente de Amor lo lleva a recordar tiempos antiguos, cuando descubría el mundo por él mismo, cuando se dejó guiar por unas extrañas criaturas que lo acariciaron y adornaron su desnudo cuerpo con joyas de todos los tamaños. En ese entonces todavía no lucía su forma actual, era un ser dotado de una exótica hermosura capaz de quitar el aliento con su presencia y, en cuanto estuvo listo, se presentó ante los hijos e hijas de aquellos individuos, donde fue adorado y se le rindió la debida pleitesía. La gente de Amor fue bendita entre todas las razas durante miles de años, y no hubo otra que se le comparase en evolución y belleza hasta que, escabulléndose una fría noche para no ser visto por nadie, llegó el Caos.

Conviene hacer una pausa para hablar un poco sobre Caos: este raro individuo de mirada negra y sonrisa sardónica fue uno de los cuatro nacidos del vientre de la mujer encerrada. Se trata pues del segundo hermano de Amor luego del ciego Muerte, y es un raro espécimen de delgada figura cuyo abdomen se encuentra abierto para que cualquiera pueda observar sus órganos internos, cosa que le provoca un extraño placer. Los intestinos le cuelgan por encima de las rodillas y gusta de amarrárselos como si fueran un cinturón o una carnosa estola, para luego caminar de puntitas creyéndose un elegante caballero. Es un ser enfermo que goza de divertirse a costa de otros, la última vez que usó sus artes para entretenerse, sucedieron en todas las dimensiones eventos terribles de los que sólo se hablan en voz baja.

Amor y Caos jamás pudieron llevarse bien pese a que fueron los primeros ojos que se encontraron al nacer. La gente de Caos habitaba en sitios bajos y sucios, envidiando a la raza de Amor que parecía provenir de las estrellas. Caos decidió ponerle fin a tanta rivalidad, y no se le ocurrió nada mejor que abrir la caja donde dormía el deseo y permitirle escapar. Las consecuencias no se hicieron esperar: el deseo destruyó todo lo que tocó, e incluso la misma gente de Caos se vio afectada. Amor logró apresarlo de nueva cuenta, pero era demasiado tarde. Con el último acopio de sus fuerzas, dio vida a nuevos seres que lo veían con recelo al saber el destino de sus antepasados. Ese fue el primer paso para que Amor optara por el exilio, empero, su locura empezó muchos siglos después, aunque no se sabe si Caos tuvo de nuevo que ver en ello o, más bien, es algo que únicamente sabe Amor y que jamás se atreverá a revelar.

Amor mueve la cabeza de un lado a otro para olvidarse de esos pensamientos. Da media vuelta y está a punto de irse al fondo de su cueva cuando escucha tras su espalda un gemido de dolor, cosa que lo hace voltear enseguida para toparse con el visitante que momentos antes ascendía por la montaña. Lo contempla atónito, ¿cómo llegó ahí tan rápido? Amor da un paso atrás y el visitante lo imita, eso antes de caer desvanecido al suelo, donde ya no hace esfuerzo alguno por incorporarse. Amor no sabe qué hacer: si reanimarlo o lanzarlo al abismo, matarlo con sus propias manos como ha hecho con otros tantos inocentes… solamente que, en esta ocasión, sería intencional. Lo toma de los hombros con dificultad y, como sus fuerzas lo permiten, lo va jalando al interior de la cueva, colocándolo al lado de los corazones rotos con la esperanza de que el aroma lo envenene, pero el pecho moviéndose débilmente de arriba hacia abajo le muestra que su plan fracasó, que aquella criatura de carne y hueso es más fuerte de lo que pensaba: nunca nadie había sido capaz de llegar tan lejos y, mucho menos, con vida. Dudoso, acerca la diestra a su invitado para contemplar su rostro, cuando un pensamiento llega a su cabeza y lo obliga a voltear de vuelta hacia la entrada de su hogar y ponerse alerta como hacía años no lo estaba. Amor puede ya no estar en su sano juicio, pero no es estúpido: sabe perfectamente que es imposible que un humano llegue a su refugio, a menos que alguien lo ayude. Y sólo hay alguien que puede hacer algo así.

Y, en efecto, ahí está, mirándolo fijamente con sus verdes pupilas: el cuarto nacido. Sostiene su moreno cuerpo con una pierna mientras mantiene la otra flexionada, elegante como una grulla. Empieza a acercarse, moviéndose entre toda la basura con gracia inaudita: pisa papeles, rompe objetos, se le encajan vidrios en las plantas de los pies que de por sí ya tiene manchadas de sangre (aunque no suya, nunca suya) y los cascabeles que porta en los tobillos tintinean. Sus largos cabellos se mueven tras él, bien sujetos en una coleta amarrada tan fuerte a su cráneo que lo hace vivir con un dolor de cabeza eterno, pero no por ello mengua su buen humor y sus ganas de hacerles la vida más complicada a sus hermanos. Se detiene de pronto y empieza a mover las caderas, baila con alegría haciendo que los cascabeles tintineen un poco más y Amor siente miedo, tiembla suavemente mientras se arrodilla al lado del cuerpo de su invitado y lo toma entre sus brazos, atrayéndolo hacia sí en un gesto protector. El cuarto le produce miedo, más miedo que Caos y su desagradable sentido del humor, porque entiende que a él lo mueven sus impulsos y que hace lo que hace porque así lo exige su naturaleza: en cambio, éste hace las cosas porque puede y quiere, goza con el engaño y con llevar a la destrucción a cualquiera que tiene la mala suerte de encontrárselo. Su hermano es quien habita más en el plano humano y es capaz de pasar horas, años incluso tomando en cuenta que el tiempo para él no significa nada, años acechando a su víctima, esperando paciente como el cazador a la presa. Amor se encoge en su lugar y escucha entonces al gato que gruñe con el pelo erizado antes de salir disparado de la cueva para ocultarse en cualquier otro lugar. El recién llegado sonríe al verlo pasar, al contrario del desdentado Amor, él tiene los dientes blancos y perfectamente alineados, y gusta de lucirlos cada que puede. Amor quisiera rompérselos, pero sabe que nunca será capaz.

Cuarto nacido lo saluda y eleva la diestra, ofreciéndosela a pesar de que Amor no la toma. Su falta de modales no ofende al invitado, quien se acerca y se acuclilla frente a Amor y al humano que tiene entre las manos, ese que por alguna razón intenta proteger de la malicia de su hermano. El cuarto lo mira y pide que se lo entregue para seguir jugando con él un rato más (un rato que bien puede durar unos minutos o una eternidad), pero Amor permanece en silencio: preferiría que llegara Muerte, sí, que fuera su hermano ciego quien tomara entre sus manos al mortal y se lo llevara, pero no él, que disfrutará torturándolo hasta que se aburra y decida conseguirse a alguien más. Cuarto nacido intenta poner la mano encima del inconsciente, tocarlo, pero Amor se lo impide dándole un manotazo desesperado. Enseguida se siente ridículo: nunca ha sido capaz de defenderse de su hermano, pero de nueva cuenta él no se molesta y se limita a dedicarle otra luminosa sonrisa, sin hacer ningún ademán de acercarse. Observa fijo al humano, lo estudia para saber si todavía le sirve y, como la sonrisa continúa en su rostro, Amor supone que la respuesta es positiva. Cuarto nacido siempre está sonriendo, el día que no lo haga probablemente llegará el fin de todo (incluso de sus hermanos) y volverá la nada, la oscuridad eterna y tal vez, incluso, su madre regrese a habitar esa oscuridad para que la historia se repita nuevamente. Sin embargo, en ese momento la sonrisa de su hermano sigue mostrándose en todo su esplendor, por lo que Amor se aferra con mayor fuerza al humano sin importarle que sus largas uñas se le encajen en la delicada piel, a sabiendas de que ya no siente dolor tomando en cuenta sus heridas.

Cuarto nacido sigue en silencio y Amor tampoco hace ruido: no se atreve, el miedo sigue dentro de él, provocando que un escalofrío le recorra la espalda. Siente de pronto como el cuerpo que sostiene entre sus manos empieza a agitarse, a arquearse y a vomitar un líquido negro y apestoso. Amor lo sostiene para que incline la cabeza y no se ahogue, ante la mirada divertida de su hermano: es claro que nada más está ahí para observar el desenlace de las cosas.

Amor ruega mentalmente, suplica al humano que resista, que continúe respirando, aunque realmente no sabe por qué: ¿qué otro final le espera si está siendo sostenido por los débiles brazos del patético Amor? Ya lo ha perdido todo, únicamente le queda la vida a la que Amor le pide que se aferre. Sin embargo y, como siempre, las palabras de Amor son ignoradas y siente como el humano da un último espasmo antes de contraerse y morir. Amor lo observa en silencio, sin soltarlo, incapaz de moverse o de decir algo. Las lágrimas empiezan a escurrirle por las mejillas y la sal provoca que le arda la maltrecha piel, pero en ese momento tal dolor le resulta indiferente.

Cuarto nacido se incorpora y se estira, haciendo que los cascabeles vuelvan a sonar. Le dedica otra sonrisa a su hermano, le dice que está feliz de haberlo visto luego de tanto tiempo y que espera visitarlo muy pronto en alguna otra ocasión. Amor continúa llorando y sus lágrimas caen sobre el rostro sucio del humano, a quien deberá lanzar al abismo para que Muerte lo recoja y le dé el descanso que merece. Alza la vista y contempla a su hermano con toda la furia de la que es capaz, quisiera tomarlo de los cabellos y tirarlo al suelo, abrirle la boca y llenársela de ilusiones muertas hasta que se ahogue, romperle los dientes para que esa sonrisa asquerosa se borre para siempre, clavarlo a la pared de corazones muertos hasta que no quede nada de él, aunque su pestilencia se extienda por toda la cueva y todos los confines del universo… no importa, está dispuesto a soportarlo con tal de vengarse. Cuarto nacido lo sabe, sabe que Amor preferiría deshacerse de él que de Caos, pero es imposible que lo haga tomando en cuenta que sus destinos estuvieron unidos al ser sus miradas las últimas que se encontraron después de salir de los restos de su madre. Todavía aferrado al cadáver, Amor empieza a gritar, a maldecir en su idioma primigenio, ese que únicamente entendía su gente y que jamás volvió a pronunciarse. Su hermano lo mira en silencio y da media vuelta, caminando hacia la salida y empezando a descender de la montaña dando volteretas, con la gracia de un bailarín.

Amor encaja las uñas en el cuerpo muerto que sigue entre sus manos y al que no soltará hasta que llegue el momento, la señal de que Muerte se aproxima para llevárselo consigo. Acerca su boca a la contraria y la besa, saborea la sangre en su lengua y se percata entonces de que el humano tiene entre sus dientes el sabor de su hermano, ese veneno del mismo color que sus ojos y que usó para engatusarlo, para hacer que lo obedeciera y pudiera manipularlo a su antojo, el que ha usado siempre y seguirá utilizando porque los humanos parecen nutrirse de aquel liquido asqueroso que brota a borbotones de la garganta de cuarto nacido.

Y Amor piensa que no existe nadie peor que él, que su hermano: no existe nadie peor que Esperanza.



Gabriela Herrera González. Mexicana. Actual estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas. Ha participado en la antología Recreaciones: de la poesía al ensayo (2014) que construyó el Colectivo Literario de la ciudad de Poza Rica, Veracruz. Participaciones en la editorial Lit Ediciones, de la Ciudad de México con los cuentos Dicromacia (2014) y Resistencia (2015). Participante de la antología No voy a poder dormir esta noche (2015), organizado por la editorial colombiana La semilla amarilla.




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