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El segundo vuelo



Carmen Macedo Odilón


Dijiste que no te gustaba el café”, reclamó mi amiga Montserrat cuando le ofrecí, a modo de tregua, hacer una escala camino al trabajo. Esta mañana, ella habría deseado, por vez primera, pasar por mí a casa. Como siempre, por vergüenza, me rehusé.

Fuimos juntas a desayunar antes de llegar a la oficina. El desvelo me hizo anhelar una taza de café bastante cargado. La noche anterior no pude dormir bien al leer el último de los mensajes de Montserrat en el celular: “Descansa y sueña conmigo”. ¿Qué significaba eso? Desde luego no conciliaba el sueño, me sentí acariciada por las plumas de un ángel al leer sus sencillas pero cautivadoras palabras: actos de afecto que tenía tiempo sin recibir en una cama de sábanas congeladas. En ese momento, quise confesarle su presencia en mis sueños. Nunca se lo dije puesto que, hasta el instante en busqué en la memoria el recuerdo en de mis noches solitarias, no había caído en la cuenta de que no era la primera vez que mis ideas giraban en torno a ella.

—Es que dormí muy poco y lo necesito, pero sabes que no me gusta… tanto.

—¿Y por qué no pruebas algo diferente? Te invito un mocaccino, te encantará la experiencia: cálido, dulce…

Hizo una pausa.

—Delicioso.

Sus labios rosas, resaltados con un brillo que los hacía ver húmedos y seductores, me convencieron. Afuera, ni el ruido de la calle o los alaridos de sirenas policiacas podían alterar nuestra paz. Mi teléfono vibró, no contesté. No era común que dejara la casa tan temprano porque siempre viajaba en metro para llegar a la oficina sin contratiempos, pero hoy sería la excepción a todo. Lo apagué.

Probar algo distinto, una vez o dos veces para variar. El cambio es parte de la vida, de crecer y de conocerse. Bebimos lo mismo en un apacible silencio con aroma a café. Mientras miraba el corazón dibujado en la espuma, Montserrat dijo que yo le parecía una blanca paloma: inocente y frágil, con un rostro que reflejaba mi pensar. Estaba segura de que le ocultaba algo que anhelaba por gritar.

—Es verdad, Montse, me he sentido atrapada desde hace mucho. Si como dices te parezco una paloma, debe ser que continúa cerrada la puerta de mi palomar y muchas veces ansío el momento de permitirme escapar.

Respondió que ella era un cuervo y el cielo su hogar. Jamás habría puerta que no pueda abrirse, a no ser…

—A no ser que no me dejen entrar —dijo mientras me observaba, sorbiendo de la pajilla esa bebida caliente. Su mirada coqueta, el cabello perfectamente arreglado.

—Es obvio que ya he soñado contigo, Montse, pero ¿por qué tenías que pedírmelo ayer?

—Porque quería verte de nuevo en mi pensamiento, surcar por la inmensidad batiendo nuestras alas por siempre: dormir un par de horas y buscar juntas el desayuno, por hoy, por mañana, y por el tiempo que quieras…

Calladas, dejamos la cafetería y abordamos el tren subterráneo en un abarrotado vagón, mucho más caótico de lo habitual. Las palabras me resultaron innecesarias. No tenía idea de que las cosas saldrían así, tan sencillas, y pensar en todo el tiempo que tuve que esperar para reponerme cuando Abel me rompió el corazón.

Para él, cada mañana éramos otras personas: teníamos química, pero sólo en el dormitorio. Sus aspiraciones para mí involucraban maternidad de tiempo completo, y eso no me importaba en lo más mínimo. Cuando estábamos en la calle no entablábamos conversación profunda. Mi amiga estaba convencida de que él era un gran egoísta del que no valía la pena hablar, mucho menos llorar. Después de esa enorme pelea, empezamos a salir juntas a beber, a bailar, a vivir. Una de esas noches conocí a un tipo del que no recuerdo siquiera su nombre. “¿Te vas a ir con él?”, dijo Montserrat, guiñándome un ojo, pero era un Abel II. No podía hacerlo. No me llamó o buscó más, tampoco lo hice yo.

—¿Y qué pasaba en tu sueño?

Retomó a la salida de la estación Insurgentes, el caos vial amainaba. ¿Qué soñé?, nunca alguien me había hecho semejante pregunta. Me sonrojé por la atención que ella siempre me brindaba: tanto al invitarme a comer o al escucharme si me veía deprimida. Cuando agradecía el analgésico que le guardaba en mi gaveta para su migraña. Tenía cuarenta años, pero se veía más joven, soltera y sin hijos. La admiraba y también, una mañana, al levantarme con el cuerpo húmedo y el corazón anhelante, supe que la quería. Le conté que estaba en sus brazos, hablándole y ella me acariciaba la mejilla con cariño de madre y voz de enamorada.

—¿Te quebraste una alita y yo te curé?

—Exactamente, Montse, entonces yo… te lo compensé con devoción.

Cubrí mis labios, apenada. Ella se detuvo en seco y me observó, sus pestañas negras y curvas me invitaban a mirarle el alma, sonreí con simpleza frente a la puerta principal del edificio.

—Leticia…

—Te gustó mucho y a mí más. Tus alas negras, tacto suave como seda y tus ojos profundos y chispeantes como la noche que ve nacer a su primera estrella, por eso siempre vistes de negro… Vete ya a tu departamento. ¿Comemos juntas al rato?

No dijo nada, se perdió en el elevador y fui de inmediato al baño para aplacar el rubor de mis mejillas. La mujer del reflejo no era más como antes, no era blanca ni negra, ni pura ni experimentada, solo era yo: gris, cambiada, feliz y avergonzada, no habría más barrotes ni remordimientos de los cuales escapar.

La puerta se abrió y Montserrat entró siguiendo mi rastro. Me temblaron las manos. Preguntó si estaba segura de esas palabras, pero yo jamás lo había estado como en este momento. La arrinconé contra la puerta evitando la llegada de alguna inoportuna. Entonces la besé, rodé su cintura y el perfume de su cuello me impregnó la piel. Ella, envolviéndome en su calidez, hambre y desesperación por mí, se dejó tomar. Maldije estar en ese momento en el trabajo. Nos soltamos, se miró en el espejo y sacó la cosmetiquera.

—¿Qué brillo es ese, Montse? Sabe muy rico.

Lo puso en mi mano tras usarlo por última vez y me guiñó el ojo.

—Me va a gustar más ahora que sabe a ti.

No era tan ingenua ni tan tímida como ella creyó, no sería más una mujer sumisa, era el momento de enseñarle el verdadero canto de mi voz contenida. En el almuerzo nos escaparíamos del mundo dos horas para descubrir en nuestro vuelo a la libertad, campos inexplorados para quien no se atreve a despertar esa doble naturaleza que muchos llevamos dentro.

Sabía que no habría marcha atrás cuando cruzamos la puerta de la habitación. Una charla animada, miradas llenas de ansiedad y un poco de temor por dar el primer paso. Nos quitamos los sacos y dejamos los bolsos en la cómoda. Los trajes sastres contenían entre sus paredes de tela esos paisajes que ansiábamos conquistar.

Sus piernas gruesas forradas en nylon, los tacones agudos, la blusa que trataba de disimular el volumen de sus senos con un largo moño de chifón. Sus brazaletes pesados y hermosos como los aretes dorados que se balanceaban al compás de sus caderas.

Un beso fue el atrevido gesto que me impidió contemplarla más. Un beso, seguido de un abrazo y caricias a sus brazos desnudos.

Temblando como adolescente, quise fingir control. En mi rostro que de nuevo estaba encendido, en los labios que sólo balbuceaban y en mis manos que se habían posado en el cierre de la falda que me acababa de quitar.

—Qué bella eres.

Querida mujer de mis sueños y susurros, cobijo de mis noches gélidas, sol en mis días nublados y sombra tranquilizante del ardor que escapaba ahora de mis muslos.

—Leticia, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo? —decía en medio de un beso, esta vez más largo, que casi me abrasaba el cuello.

—Montse, ahora no hablemos de eso, mejor la próxima vez que salgamos así…

Aún quedaban pendientes los últimos tres botones de mi blusa, pero me interrumpió tomándome los dedos. Dijo que era el momento perfecto, no más de dormir a solas ni tardes desperdiciadas con tipos que no valían la pena.

—Pero si yo no he salido con nadie más, Montse, sólo coqueteos y algún beso fugaz; luego acabo diciendo que no puedo quedarme muy tarde y se van.

—Ya sé, ya sé, nunca son lo que esperas y no les das falsas esperanzas. Pero ahora… es el inicio de nuestra nueva vida, tengo tanto que enseñarte que estas horas serán sólo el comienzo.

—Pero primero tengo que decirte algo…

Ordenó que me duchara, quise decirle que no tendríamos tiempo. No me hizo caso, tendría una buena excusa a la hora de regresar. Dúchate primero, esta vez lo pidió. Así le gustaba más, con la piel húmeda y tibia, lista para ser tomada y entregada, me convenció. “Tengo una secadora en mi gaveta”. Alcancé a escucharla cuando abrí la llave del agua caliente.

Al salir ella no estaba. No puedo, Leticia, no así. Dejó escrito para mí en una hoja de su agenda. La llamé por la habitación y también por el pasillo, pero nadie contestó.

El agua se había llevado los restos de maquillaje que no me habían borrado ya las lágrimas. Me vestí, el cabello me cegaba la vista; manchaba de humedad mis hombros. Subí al metro como un fantasma en espera de una respuesta. ¿Y qué sucedería entonces?

Tenía que regresar a lo mismo, pero cómo después de lo que casi sucede. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo verla a la cara otra vez? ¿Qué pasaría en el trabajo cuando me presentara hecha un desastre? ¿Qué diría Abel? si me viera en este estado lamentable por dejarme llevar por un amor que estaba cosechando a base de secretos.

El calor de Montserrat aún estaba en mi tacto, el sabor de su beso se desvanecía en mi paladar. El sonido de su voz mientras me hablaba al oído: “Qué bella eres, mi palomita”. ¿Esto no sería otro sueño del que podría despertar para escapar?

El tumulto fue disipado. Una sirena, en un principio lejana, potenciaba su llanto mientras más se aproximaba a la estación, un espectáculo propio de la ciudad, el pan de cada día.

—¿Cómo te llamas? No te preocupes, no te vamos a lastimar. No hagas esto, no vale la pena. Tienes mucha vida por delante. Dame la mano para que te pueda subir. Vas a estar mejor. ¿Me escuchas? ¿Cómo te llamas?

En silencio, descalza, pero de pie, a la mitad de la vía dirección Observatorio de la línea 1. No escuchaba al sujeto de protección civil, a los policías o a mi propia mente que solo pensaba en un nombre.

—¿Llamamos a alguien que venga por ti?

Llamar… saqué el teléfono del bolsillo y lo encendí. Las llamadas perdidas aparecieron ante mí, esta mañana ocurrió un accidente en Insurgentes y Chapultepec y él quería cerciorarse de que yo estuviera bien.

—Abel… soy casada, tengo tres hijos.





Lucía Caro




Carmen Macedo Odilón. Bibliotecóloga, estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas (UNAM) y de Creación Literaria (UACM). Ha publicado en cinco antologías de cuentos para adolescentes de Editorial Escalante y IV antología de cuento de Escritoras Mexicanas, así como en revistas literarias, académicas y fanzines como Ágora, del Colmex; Palabrijes, de la UACM; Resiliencia, de la UACM; Acuarela humanística, de la UAEM; Zompantle; Nocturnario; La Coyolxauhqui; Taller literario Ígitur; Retruécano; Subversivas; Lunáticas MX; Especulativas MX; Cuentística; Alcantarilla; Tábula escrita; Red Universitaria de Mujeres Escritoras (RUME); Clan de letras Elementum; Círculo literario de mujeres; etc. Huidiza, noctámbula y loca de los gatos.







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