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El olor de la sal(Katia Kapovich)



Traducción de Édgar Trevizo


De pie en la iluminada capilla de madera

miro alrededor y reconozco

a familiares y amigos de Iskra. Hay unas cuantas babushkas

a las que no he visto antes, que deben haber venido

a la Funeraria Levin hoy

como un ensayo para sus propias partidas.

No se pierden la oportunidad de nada gratis.


Le digo adiós a mi vieja amiga, de sesenta y siete años de edad.


La mujer bajita, regordeta, una versión femenina de Winnie Pooh,

Iskra Kogan,

yace ahora con lirios sobre su alta frente.


El rabino alarga un complejo discurso

alabando el gran don de mi amiga para relacionarse con las personas

y su papel en la comunidad judía rusa.

Sus tonos, afiladamente afectados, son indiferentes,

una astuta sonrisa curva su boca.

Pero yo sé que Iskra era una solitaria,

su única compañía, su hija

y un puñado de amigos.


La historia de su vida es simple. Nació en Leningrado,

en donde su madre trabajó en un jardín de niños

cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Había seis niños en su grupo,

y cuando un frío día sus padres

no vinieron a recogerlos, su madre no tuvo otra opción

que cuidar de todos ellos.

Se las arreglaron para escapar de la ciudad moribunda

un día antes del comienzo del gran cerco

y vagaron a través de una tierra devastada

hasta los Urales.

No regresaron a Leningrado sino hasta después de la guerra.

Entonces Iskra trabajó como correctora

en la revista literaria Zvezda

y se encontró con una envejecida Ajmátova en algunas ocasiones.

Una vez incluso compartieron un cigarrillo en las escaleras de mármol

de aquella famosa oficina editorial en la calle Pestel.


Iskra escribió poemas desde los quince años,

pero nunca publicó nada

y ni siquiera le contó a sus amigos sobre ello.

(“No parecía una poeta: era obesa.”)

Hija de la guerra, prefería la comida

a la fama. Le gustaba comer

y pasar un buen rato, riéndose, a la mesa.


Amé aquel poema que alguna vez, con reluctancia, recitó para mí

tras una enorme cena que ella había preparado.

Leyó lentamente, de un cuaderno azul.

Cada letra de su escritura de niña

ocupaba un cuadrito blanco: recuerdo aromas,

más que cualquier otra cosa: el olor

del agua del Neva en los canales herrumbrosos,

el olor amarillento de las páginas de las galeras

cubiertas de tinta fresca,

y finalmente, el olor

de la sal sucia y cruda que compraba

durante la guerra, cuando las lágrimas sabían

como nieve derretida…




Ilustración Irina Tall






Édgar Trevizo. Poeta, traductor y editor. Ha creado y dirigido diversos programas de fomento a la lectura y escritura de poesía, como el Programa Integral de Fomento a la Poesía Wikaráame, para la Secretaría de Cultura de Chihuahua. Es autor de diversas compilaciones y traducciones de poetas como Izumi Shikibu, Anna Swir, Jim Moore y Billy Collins, entre otros. Sus más recientes publicaciones son “La vida espiritual de las hormigas”, poemas, y “Tengo vino, luna y flores”, una selección y traducción de poemas chinos. Actualmente dirige el sello editorial independiente Medusa Editores.

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