Yinett Scarlet Vázquez Serrato
—No quiero perros en esta casa.
Santiago es un lobo negro. Beatriz dice que es un perro, pero ella qué va a saber de criaturas del bosque. No sabe de nada. Está hueca como un coco. Vives de pura pastilla, así le dice mi papá. Pero ni aunque se acabe la farmacia podría crear la mitad de lo que yo tengo en mi cabeza. Tu chamaco es muy abusado, dicen los amigos de mi papá. Y yo me alzo un poco más. Yo soy como él; delgado, pulido y brillante.
Y Santiago es como yo, valiente y precioso, por eso lo llevé a casa. Me costó un poco. El lobo es casi de mi tamaño, pero cuando se para en dos patas me sobrepasa. Lo encontré con espuma blanca en el hocico, en un parque atrás del mercado. Es un lugar abandonado al que los niños consentidos no van porque dicen que hay alacranes. Los alacranes me los paso por los huevos. Yo voy deseando encontrarme uno, para regresar sereno a casa y decirle a papá, mira me ha picado un alacrán, y entonces él volteará a verme y dirá eres todo un hombre y me sentaré junto a él a beber cerveza.
Primero escuché el aullido. Después vi a mi enorme bestia negra echada entre los matorrales. Herido de su pata, pero con la pose altiva y enseñando los dientes al gruñir. Le enseñé los míos también, para que supiera que a mi él no me intimidaba. Tomé un palo grande y grueso, no por miedo, sino porque no soy un pendejo. Me imagino a la Beatriz, ay regrésate, mijito, regrésate que te va a morder. Y en su cabeza podrida el lobo me arrancaba la piel de la cara o al menos me quedaba sin dedo, para con satisfacción decirle al doctor: mire yo le dije que no se acercara. Pobre de mí, ahora tendré que vivir con un hijo deforme. Pero el lobo me dejó llegar a él, sin disminuir el gruñido. Alcancé una piedra que tenía al lado del pie y el sonido de la bestia se intensificó, lo sentía en la oreja. Me corté la palma de la mano y la apreté en un puño. Se la mostré al lobo. Ahora somos iguales le dije, ven sígueme.
Duré como dos días resguardándolo como un tesoro en mi guarida privada. Antes era el cuarto de mi abuela enferma. Y cuando murió lo pedí para mí. Está lejos de la casa de mis padres, pero en el mismo terreno. Curé a la criatura con yodo y le vendé la pata hasta que dejó de sangrar. Aunque gruñía cuando le tocaba la herida, nunca me mordió. Él sabe que ambos somos iguales.
Beatriz lo encontró al tercer día. Vieja metiche. Es mi cueva, no suya. De Santiago y mía. Dijo que era un perro enorme con rabia. Qué va a saber ella de rabia, pobre mujer tonta. Afortunadamente papá si sabe la diferencia entre un perro rabioso y un lobo magnífico. Le dijo a Beatriz que lo llevaríamos al veterinario, que se tranquilizara, que cuidar de Santiago me daría responsabilidad y carácter. Beatriz subía los labios a la nariz en ese gesto que me da asco y papá le besaba las mejillas abrazándola. Yo sé que sólo la besaba para convencerla. La besaba por mí. Ese beso era mío.
Pedí para Santiago un collar negro con dije dorado. Muy caro, éste es más lindo, mira Manuelito, tiene huellitas de perro. ¿Cómo va a tener un lobo como el mío un collar así? Preferí no iniciar una discusión más, así que devolví esa cosa de poodle al estante y llevé el que yo elegí a la caja. Le dieron antibiótico para su pata y resultó que la baba blanca era por algo que comió y le causó dolor de panza. Ay Beatriz, siempre quedando como tonta y más frente al doctor. ¿Pero está seguro que no es rabia? Tranquila señora. En una semana estará perfecto de su estómago y de su pata. Podrá correr. Yo y Santiago recorriendo las calles, la gente nos va a reconocer desde ahora como el niño y el lobo. Compañeros inseparables. Tal vez mi padre escriba sobre nosotros. Claro que lo hará. Cómo resistirse.
Beatriz le compró un alimento duro y sin sabor. Yo hurtaba pollo de la cocina para mi querido compañero, también salchichas y hasta descubrí que le gustaban las fresas. Disfrutaba compartir la comida con él, imaginando que regresábamos de cazar y despedazábamos juntos a nuestra presa.
El domingo era día de salir por helado y a pasear al muelle. Evidentemente Santiago me acompañaría. El sábado terminaba sus días de reposo. Cuando me vea el niño gordo del Palomo, se va a ir para atrás. Se la pasa en sus jueguitos de computadora. No sabe nada de la vida, ni de los lobos, ni de correr junto a tu amigo por el muelle con el sol encima. Ya pensé en la ropa que usaré. Mi chamarra amplia de nailon para poder correr a gusto y mis tenis negros. Le quité a Beatriz una cadenita de oro con anticipación, para ir a juego con Santiago. Ambos libres. Papá nos vería a lo lejos pensando que ama ser mi padre.
Ya era viernes y no dejaba de llover. Tormenta eléctrica anuncian las noticias. Pero para el domingo va a salir el sol brillante, estoy seguro. Maldeciré a dios si ese día el sol no aparece.
Anoche lo amenacé. Dios, yo sé dónde guardan los vinos de la misa. Dios ni ese día llueve, yo me lluevo sobre tus pinches vinos. Ya estás advertido.
Santiago mira la ventana. Ha estado decaído. Al principio pensé que era por su pata, pero ya camina bien y con todo, los ojos vidriosos no le han cambiado. Hoy intenté sacarlo a pasear. Le decía ven y él me miraba y volvía a colocar la mandíbula sobre sus patas. Es demasiado grande y valiente para estar triste, pero hoy ya es sábado y él no se levanta.
El domingo amaneció con tantos truenos que quería ir corriendo a la iglesia a cumplir mi amenaza. Al final decidí darle unas horas más. Bajé y Beatriz seguía dormida. Papá batía unos huevos sonriendo, papá ¿por qué sonríes?, ¿no ves la gravedad del asunto? Sentí rabia en la garganta, pero, ¿cómo enojarme con mi padre? Levantado tan temprano. Oliendo a su perfume de rosas. Preparando los huevos que me gustan, tan listo, tan valiente.
—Papá, hoy iremos al muelle, ¿verdad?
—A tu madre le duele la cabeza, pero si el clima mejora, iremos.
Mejor aún. Corriendo los tres en el muelle. Miren al padre con sus cachorros de lobo. Miren cómo resplandecen bajo el sol.
Me bañé y me coloqué un poquito del perfume de mi papá. Ya tenía la ropa lista, pero no la usé aún para no ensuciarla. Fui a ver a Santiago. Mi lobo erguido me miraba fijamente. Hoy iremos al muelle, ya no puedes estar triste. Me miró atento moviendo las orejas. Regresé a la casa y Beatriz abrazaba a papá en el sillón mientras sostenía una taza de té.
—El día está muy gris, qué lástima mi amor hoy no podremos salir, puedo prepararles una sopa calientita para estar los tres en casa. Manuelito, cariño, pásame las pastillas de la mesa.
Cree que renunciaré a vivir por una sopa de sobre. Ella piensa que no sé lo que trama. Y cuál de todas estas pinches pastillas, todo lo tiene revuelto, que una cosa con ago, ago… melatina., escitalo algo, asenapina, ay no sé. ¡¿Cuál es el de la mañana?! Beatriz, qué ridícula, acariciando a papá, tratas de convencerlo y hundirlo en tus tristezas, pero papá nunca caerá. No es una presa. Es un depredador.
—Tranquilo hijo, yo lo busco, ahora vuelvo Bea.
Las horas transcurrían. Beatriz no paraba de estornudar en el sillón. Creo que debería ir al doctor. ¿Quieres que encienda el coche? No papá, tú tan noble, no caigas. Es un engaño. Es su medida desesperada. Su último truco. Podemos ir al doctor y de ahí pasar un momento a la cafetería que da al muelle. Eso, papá tú siempre tienes las mejores cartas. Beatriz sonrió dándole un beso. Por dentro estaría destrozada. Pobre mujer.
Corrí a la cueva de Santiago. Es momento. Ven conmigo. Santiago me miraba, pero no acudía a mí. No podía creer tal ofensa, en nuestra cueva. Tal vez Beatriz lo contagió de su venenosa melancolía. No, mi valiente compañero. Mi lobo no quita la pata cuando el yodo cae. Mi lobo corre azabache y bestia. Somos iguales. Yo te salvaré de ese embrujo. Yo te llevaré al muelle y enseñarás los colmillos blancos. Me acerqué a él e intenté jalarlo del collar, pero se mantenía inmóvil. Decidí empujarlo desde atrás, pero el monstruoso animal no se deslizaba ni un centímetro. Escuché los pitidos del coche de mi papá. Ya era hora. Fui por la cadena que compró Beatriz, aunque la consideraba muy poco digna, pero era necesaria. La enganché al collar y jalé. El cuello de Santiago sobresalió un poco, pero el resto de su cuerpo seguía igual.
—¡Manuel!
—¡Ya vamos papá!
Tal vez si lo mojaba. Salí por una de las cubetas de agua de lluvia. No quería tomar esta medida absurda, pero él había sido absurdo primero. Le di una última oportunidad con la mirada. Recibió el cubetazo con dignidad, pero no se contuvo a pararse en cuatro patas para sacudirse y en su descuido lo jalé fuerte. Casi lo moví a la puerta, pero me caí de nalgas en el proceso. Cuando levanté la mirada, vi el rostro de mi padre. Mi papá sonreía como quién ve a un niño pequeño y yo sentía ganas de llorar. Déjalo en casa. Necesita tomar confianza. No. Tomé una piedra junto a mí y me corté la palma frente a mi padre, después la enseñé a Santiago, pero el volteó la cara mirando hacia la ventana. Papá se agachó, me miró fijamente y me limpió con su pañuelo. Sube al coche con tu madre.
—¿Por qué sangras cariño? ¿Ha sido el perro mi amor?
—No Bea, tranquila —mi papá juntó las cejas mientras encendía el carro.
—Pero ¿qué pasó mi vida? —Beatriz mostraba una preocupación evidentemente fingida.
—Después te explico.
Después del doctor, caminamos hacia la cafetería, por el muelle. Caminamos. Debíamos correr como lobos salvajes. Yo sentía ardor en la nariz y en los ojos. El hijo de don Palomo me dijo, te has orinado Manuelito. Un idiota que no distingue el agua de la orina. Rodeado de idiotas. Hoy debían admirarme, pero hoy no era el día de todos modos, porque la lluvia continúa ligera y el sol no ha salido. Dios tampoco cumplió mi petición. Es una alianza contra mí, pero no voy a rendirme.
Al regresar a casa, los cristales del coche se iluminaron. El sol hacia brillar todas las gotas que aún se aferraban a las hojas de los árboles y también aquellas, que se deslizaban por las ventanas de la casa.
Pensé en ir a ver a Santiago, pero no. Me traicionó como todos. Pensé que al fin tendría una manada de valientes. Sólo queda ser un lobo solitario. Y en cuanto subí a mi cuarto, escuché el grito.
—Mi amor por dios, cariño ven. El perro mi amor, me ha mordido y se fue corriendo, se soltó como un diablo rabioso. Me duele tanto, les dije que a mí no me gustan los animales, pero ¡ay dios!, cómo duele. Lávame la pierna por favor.
El plato de Santiago estaba en el piso, mientras las croquetas mojadas se disolvían en los charcos.
—¿Qué le hiciste Beatriz? ¿Qué le hiciste?
—No me hables así hijo, mira cómo estoy.
—¿Qué fue lo qué hiciste vieja estúpida? —mi padre se quedó inmóvil con Beatriz en brazos, la bajó un momento y fue hacia a mí.
—No le puedes hablar así a tu madre.
—Ella no lo quería papá. Ella no nos quiere, tú estás bajo su hechizo, pero yo hace mucho que me libré. Ella mató a la abuela con sus pastillas, estoy seguro. Es una asquerosa papá, una maldita per…
Sentía la mano áspera de papá sobre la mejilla, todos nos quedamos en silencio un rato. Papá se disculpó tomándome de los hombros, quedé sordo del golpe con la cara ardiendo. Más que el golpe, sentía vergüenza del dolor. Salí corriendo. Salí corriendo para buscar a mi lobo.
Primero busqué en el parque donde nos conocimos, pero no lo encontré. Fui a los mercados. Y a los basureros. El sol maduró tanto que me quité la chaqueta y la amarré a mis caderas. A lo lejos escuché el coche de mi padre. Beatriz me llamaba con la voz ronca y entonces lo vi, azabache y brillante. Corrí hacia él, pero una niña lo rodeaba con sus brazos. El movía la cola. Mi criatura fantástica, mi lobo hambriento, mi depredador incansable no podía ser parte de una escena tan cursi. Mi perro le movía la cola a esa mocosa desconocida y yo sentía ardor en todo el cuerpo. Me quedé inmóvil hasta que Santiago me miró indiferente y procedió a darle la pata a su dueña. La niña sonreía bajo el sol con el gesto de mi abuela. Sentí a mis padres a mis espaldas, hablando, pero todo era interferencia. El pantalón mojado me rozaba la piel por correr tanto, el sudor lavó todo el rastró del perfume de papá, el sol me escocía la piel y los ojos, y mi amigo, mi perro, se iba con su manada. Volteé la cara empapada y roja, y abracé a mamá para llorar sobre su vientre.
Ilustración Luis Migranas
Mi nombre es Yinett Scarlet Vázquez Serrato, tengo 25 años y resido en Xalapa, Ver. Soy estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la UV. He participado en talleres de creación literaria en la Facultad de Letras Españolas de la UV, impartidos por Magali Velasco, César Silva y Josué Sánchez. Actualmente estoy en el taller cuento de la escuela NOX, impartido por Eduardo Antonio Parra. Formé parte del décimo curso de la Fundación para las Letras Mexicanas en Xalapa en categoría de cuento en 2018, y he participado como creadora en congresos como el CONELL. Publiqué el cuento “Mi muñeca favorita” en la revista literaria Taller Igitur. En 2018 gané el premio Sergio Pitol en la categoría de relato. Además me considero una artista visual en proceso, principalmente de arte figurativo e ilustración tradicional.
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