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El cuento de Kaguyahime


 

Versión inglesa de Tom Ray

Traducción de Rebeca Taro

 

Hace mucho tiempo, en un pueblo cercano a la capital, vivía un viejo cortador de bambú. Todos los días, el anciano subía a la montaña a buscar bambú con el que se ganaba la vida tejiendo cestas y tapices. Un día, mientras trabajaba, vio un bambú cuya raíz brillaba. “Qué extraño”, pensó. El hombre sorprendido lo cortó con delicadeza para revelar que en su interior se encontraba una pequeña niña. “¡Pero qué hermosa!”, exclamó el anciano, tomándola en sus brazos. Muy contento, decidió regresar a casa con su nuevo hallazgo.

De vuelta en su hogar, el cortador mostró a su esposa lo que había hallado durante su expedición en el bosque. “Estoy segura de que es un regalo de Dios”, dijo la anciana, mientras abrazaba a la niña contra su pecho. Decidieron tratarla como un gran tesoro y criarla.

Al día siguiente, un nuevo suceso insólito tuvo lugar en el bosque. Otro bambú brillante llamó la atención del anciano, se aproximó a este y lo cortó, al hacerlo brotó oro, con cada nuevo tajo del hacha más pepitas doradas salían. De repente, el humilde cortador se convirtió en el hombre más rico del pueblo. “Es verdad que esta niña es un regalo divino”, pensó al recordar las palabras de su mujer.

El tiempo pasó y la niña creció rápidamente para convertirse en una resplandeciente doncella, tan hermosa y fragante como una flor, por lo que la llamaron Kaguyahime (princesa fragante). La belleza de Kaguyahime no tardó en ser conocida en la capital. Multitudes se reunían afuera de la casa del cortador de bambú tratando de echar un vistazo a la joven. De igual manera, no faltaban aquellos que rogaban al anciano que les permitieran desposarla.

Entre los pretendientes, destacaban cinco que, sin importar si el día era tempestuoso, no faltaban a la residencia del anciano para pedir la mano de Kaguyahime. Aunque todos ellos eran de clase alta y adinerada, el padre no estaba convencido: “Mi hija es un regalo otorgado por Dios. No puedo dársela a cualquiera”, se decía. Sin embargo, no importaba cuantas veces se negara, los hombres continuaban tocando las puertas de su casa en espera de ser elegidos como el esposo de la bella doncella.

Por su parte la joven no estaba interesada en el matrimonio. “Todos son magníficas personas, por favor danos la tranquilidad de verte convertida en una esposa”, suplicaban sus padres. “En ese caso, seré la esposa de la persona que traiga ante mí los objetos más raros del mundo”, exigió Kaguyahime.

Entonces, el anciano transmitió las palabras de Kaguyahime a los cinco pretendientes: “El príncipe Ishizukuri deberá ir a la India y traer el cuenco de piedra que usó Buda. El príncipe Kuramochi irá a la montaña en la Isla de la Eterna Juventud, romperá una rama del árbol de oro y traerá sus frutos blancos como perlas. El ministro Abe se dirigirá a China y traerá la piel que del ratón de fuego. Sir Ohtomo traiga las joyas de cinco colores del cuello del dragón y el señor Isonokami, traiga las conchas que se dice nacen junto con los huevos de la golondrina”.

Los cinco pretendientes se miraron fijamente, era peligroso buscar esos tesoros no destinados para personas ordinarias; sin embargo, sabían que si volvían con las manos vacías no recibirían el premio que era Kaguyahime, así que emprendieron el camino para cumplir la tarea que les había asignado la princesa.

El príncipe Isuzukuri salió de la capital, pero mintió diciendo que fue a la India. Recorrió templos aquí y allá, hasta que encontró y trajo un viejo cuenco de piedra, lo puso en una bolsa de brocado y lo llevó ante la princesa. “Después de mi duro viaje, he vuelto de la India y traje el cuenco”. Pero Kaguyahime miró el cuenco sucio: “Éste es un cuenco que puedes encontrar y traer de cualquier templo, ¿me equivoco? Si fuera realmente el cuenco de Buda, debería brillar más que la Luna”. El príncipe, al verse descubierto, escapó avergonzado de la casa de la doncella.

El príncipe Kuramochi abordó un barco y dijo que iría a la montaña de la Isla de la Eterna Juventud, aunque nadie sabía dónde estaba. A su regreso, reunió a algunos maestros orfebres y les pidió hacer una rama de oro. El trabajo de los maestros era tal que por poco logra engañar a Kaguyahime; sin embargo, la princesa recibió una carta “A pesar de que le hicimos una rama de oro, el príncipe Kuramochi no nos pagó. Por favor, princesa, páganos tú”. El príncipe Kuramochi decidió escapar y no pagar su deuda.

El ministro Abe se dirigió al puerto donde anclaba un barco procedente de China y pagó una enorme cantidad de dinero por el regalo que pidió la princesa. “Esto es algo que un monje indio trajo hasta China”, explicó a Kaguyahime con orgullo, mostrando la rica tela. “Entonces, pongámosla al fuego y veamos. Si es la piel del ratón de fuego no arderá”, dijo la joven. Lamentablemente, al contacto con las llamas la piel ardió al instante. “Ese despreciable comerciante, ¿cómo se atreve a engañarme?”, externó el pretendiente derrotado.

Sir Ohtomo embarcó y salió en búsqueda del dragón. Tan pronto como zarpó, el mar se volvió terriblemente tormentoso. El barco se sacudía como si estuviera hecho de papel y estaba a punto de hundirse. “El rey Dragón está furioso porque intenté capturarlo”. Los marineros temblaban violentamente y sir Ohtomo se sentía desfallecer. Sin pensarlo más, juntó las manos extendiendo una oración “rey dragón, por favor, perdóname. Nunca más me atreveré a conseguir la joya que tienes en el cuello”. El mar permaneció agitado durante tres días y tres noches, hasta que finalmente arribaron a la playa. Sir Ohtomo no se atrevió a regresar a la casa de Kaguyahime.

Mientras tanto, el señor Isonokami estaba muy complacido. En su caso era una tarea muy sencilla, pues los nidos de golondrina se encuentran en todas partes. Inmediatamente, ordenó a sus hombres que construyeran un andamio y le colgaron una canasta en la que se metió Isonakami, con este ingenioso aparato podría alcanzar los nidos, rebuscó en uno de los nidos y allí estaban las conchas. “¡Lo encontré, bajéenme rápido!”. Los pedidos de rapidez pusieron nerviosos a los hombres que soltaron la cuerda de la cesta que cayó junto con el noble señor. Cuando se acercaron a mirar, vieron que el hombre yacía muerto. Nunca soltó las conchas.

Transcurrieron cuatro años. Sin pretendientes ni preocupaciones de una futura boda, Kaguyahime se volvió aún más hermosa; sin embargo, sucedió al llegar la primavera que la doncella, cada vez que miraba la luna, derramaba lágrimas. “¿Te preocupa algo, hija mía?”, preguntaban sus padres, quienes sólo obtenían sonrisas gentiles. Pero cuando la luna llena estaba por asomarse en el cielo, Kaguyahime no ocultó más su pesar y lloró amargamente.

“Nos parte el corazón ver tu tristeza, por favor, dinos la razón”, suplicaron los padres de la joven  sollozando. “A decir verdad, yo vengo de la capital de la Luna. Cuando llegue la próxima luna llena, la gente del cielo vendrá a buscarme. Me siento triste al pensar en dejar a mis amados padres”, explicó la princesa con ojos llorosos. "No permitiremos tal cosa", dijo el anciano. "No importa quién venga, no te entregaremos" agregó la anciana mientras lloraba.

El anciano decidió pedirle al emperador que protegiera a Kaguyahime. Cuando llegó el día de luna llena, dos mil soldados del emperador rodearon la casa del anciano. Sostenían arcos y flechas, listos para matar a cada uno de los habitantes de la capital lunar. Kaguyahime fue colocada en la habitación más recóndita de la casa y sus padres la sostuvieron firmemente en sus brazos. Al poco tiempo se hizo de noche, la luna llena comenzó a salir, el cielo se volvió brillante como si fuera mediodía y, entonces, una gran nube descendió lentamente. Sobre ella, había una numerosa comitiva del cielo que se abrió paso hacia la casa. Los soldados miraban absortos y presurosos apuntaron con sus arcos, mas cegados por la luz, se quedaron petrificados y sus armas fueron inútiles. La nube en la que viajaban los habitantes del cielo se detuvo sobre el jardín. Una voz muy clara retumbó. "Viejo cortador de bambú, hemos venido por Kaguyahime. Gracias por criar a la princesa hasta ahora." En ese momento, la puerta completamente cerrada de la casa se abrió sin hacer ruido y la joven se apartó de sus padres.

Kaguyahime salió al jardín. "Padre, madre, ésta es la despedida. Por favor, piensen en esto como si fuera yo y trátenlo como algo valioso", pidió Kaguyahime al entregar a su padre el kimono que traía, reemplazándolo por una túnica de plumas de mujer celestial y se subió a la nube.

"Sayonara”.

Y Kaguyahime, rodeada por la gente celestial, se elevó a la brillante luz de la luna llena.

 

 

 

 Fotografía: Adil Janbyrbayev, Unsplash


Rebeca Tarō (1997) es escritora, apasionada del anime y de las novelas de misterio. Especialista en Naruto y Juan Vicente Melo.

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