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Droste


Gerardo Hernández


Me presenté en el lugar por la tarde, como se me había indicado. Sopesé la idea por algunos meses y, después de hacer algunas cuentas, decidí que podía probarlo una vez. La dirección que me habían comunicado era la de una casa relativamente vieja, con una arquitectura y decoración que databa, por lo menos, de los años setenta. Nada en ella hacía sospechar sobre su actividad. Ni siquiera los vecinos o transeúntes se fijaban o reparaban en su fachada. Los nervios me carcomían. La adrenalina, mezclada con otras sustancias producidas por el cuerpo, recorría mis órganos, acelerándome el pulso, la respiración, e incluso los movimientos del intestino. Por fin, en un salto de fe, toqué el timbre.

La puerta se abrió en silencio sin que pudiera observar a nadie. El interior estaba en penumbras: las gruesas cortinas evitaban que la luz penetrara en el recinto. Avancé un poco y entonces lo vi. Era un hombre de mediana edad, cuyos rasgos se difuminaban entre las sombras. Extendió la mano en señal de que tomara asiento en uno de los sillones. No tardé en hacerlo. La estancia olía a incienso y perfume barato. El misterio predominaba en la mezcla de sencillez, de banalidad, con lo grave de los gestos de la persona.

Debieron pasar dos o tres minutos antes de que el hombre me dirigiera la palabra. Me preguntó si estaba seguro de lo que haría, mis dudas sobre el costo y, más importante, si deseaba continuar con el proceso. Le respondí con una afirmación casi silenciosa. Tan sólo pude adivinar, por sus movimientos, que sonreía al escuchar la respuesta. Tomó una libreta de la mesa a su lado, la abrió y apuntó. En cuanto terminó, hizo sonar una campana. Me sobresalté, liberado del trance de los nervios. La cortina que dividía la estancia con el resto de la casa empezó a moverse, las piedras que la componían sonaron al chocar entre ellas. Aparecieron tres figuras, apenas definidas. La primera, dijo el hombre, era especialista en el amor. La experiencia no tenía igual, pues no importaban las vivencias propias, se encargaría de superar todo. Me costaba comprenderlo. La segunda portaba una enorme túnica que rozaba el suelo. Se dedicaba a la felicidad. Poco entendía de nuestra lengua, mas el hombre aseguró que nunca fallaba en su trabajo. La tercera me intrigó más que las anteriores. Ataviada en ropas negras, su rostro se percibía estático, oculto. Su especialidad era la vida misma. La experiencia era tan poderosa que pocos se atrevían a llevarla hasta el final. El costo, sin embargo, era el mismo. Decidí, por sus palabras y por el misterio, irme con la tercera opción. Las figuras desaparecieron detrás de la cortina. El hombre repitió el costo y yo me levanté para pagarle.

El hombre señaló el camino. Sólo en ese momento percibí la otra forma, oculta detrás de la puerta, en espera de una señal o indicación. Portaba una máscara negra con dos rayas blancas para sus ojos. Su ropaje era tan oscuro como las sombras. Al verme de pie, se acercó y posó su mano en mi brazo. Me guio con mucho cuidado, cruzamos la cortina y caminó a mi lado hasta llegar a la escalera. Había imaginado que el resto de la casa tendría más iluminación, pero se habían asegurado de evitarla a toda costa. Mi guía me indicó que debía subir y yo obedecí, sin preguntar nada.

En la segunda planta, un pasillo con cuatro habitaciones se presentaba. Sólo una puerta estaba abierta, con una tenue luz azul. Me dirigí hacia ahí, obedeciendo a mi sentido común. Me detuve al llegar para observar el espacio. Había una cama, una silla y algunas otras cosas menores sin importancia. Entré sin que nadie lo indicara. Al ingresar, noté el fuerte olor a pino y a limpiador de pisos. Me sorprendió la falta de ventanas. Ningún ruido del exterior llegaba hasta ahí. Habían tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier interrupción o molestia. Sentía descargas eléctricas en mi cuerpo. Era la primera vez que hacía algo así y ninguna plática previa podía prepararme para la situación. Miraba las figuras repetitivas en el suelo cuando escuché el roce de la tela. Levanté la mirada y observé a la figura desplazarse hacia donde yo estaba. No tardó en estar delante de mí. Era un poco más alta que yo y su vestimenta no dejaba nada a la vista. La única comparación en mi mente era con una túnica, aunque su cuerpo se comportaba de otra manera. Parecía flotar. Sus manos portaban unos guantes de fina seda negra, que absorbían la luz a su alrededor. También pude ver su rostro, o lo que yo imaginaba que lo era. Una enorme máscara blanca, sin ojos ni labios, coronada con unas largas estructuras negras, me observaba desde lo alto. Con parsimonia y delicadeza terminó de entrar en la habitación y cerró la puerta. Nos miramos, o lo que yo pude creer que fue mirarnos, por un momento. Después, caminó hacia el otro extremo. Su voz me sorprendió. Era apenas un susurro, como la brisa suave de los veranos. Me pidió, con un español apenas inteligible, que me desnudara y dejara mis pertenencias en la silla. Procedí como me fue indicado. En cuanto estuve listo, me pidió que me acostara.

Mi cuerpo se relajó en la cama, la más cómoda que he sentido en mi vida. La figura caminó hacia mí. Primero se retiró un guante, revelando su piel blanca como el marfil. Sus dedos terminaban en finas puntas como agujas. Me pidió que cerrara los ojos. Tenía miedo, también la curiosidad de los inocentes. Seguí sus órdenes y sentía sus dedos clavándose en mis párpados, penetraban la piel y se sumergían en mis pupilas hasta lo líquido del globo. Ni siquiera pude gritar: el dolor fue inmediato, como inmediata fue su desaparición. Realizó un movimiento y sentí otra de sus manos en mi estómago, una leve punzada, y después un calor similar al del adormecimiento. Lo último que mi cuerpo registró fue su aliento sobre mi rostro. Olía a lavanda, a un perfume que sólo respiré de niño, a tierra mojada. Entonces me quedé dormido.

Al despertar, me encontré de nuevo en mi casa. No podía explicarme lo que había pasado, pero supuse que me habían estafado. Mi paranoia me llevó a revisar mi cuerpo. Por fortuna, estaba completo. Miré el reloj. Casi debía ir a trabajar. Mi vida continuó de manera normal. Sólo con el paso de los días noté algunos cambios. En primer lugar, mejoró mi situación laboral. Al mes de aquella visita y engaño, logré un ascenso a un puesto por el que llevaba peleando, por lo menos, cuatro años. Mi cuenta bancaria también aumentó y pude permitirme algunas mejoras, algunos gustos. Compré un auto, renté un departamento más grande y empecé a salir los fines de semana.

El dinero, por supuesto, no lo era todo. Noté cómo mejoraba la relación con mi familia y mis amigos. Algunos, a quienes no visitaba desde años atrás por disputas vacías, se mostraron alegres de hablar otra vez conmigo. Con mi padre logré renovar la relación, algo imposible en otras épocas. Podíamos comportarnos como gente civilizada, sin necesidad de luchar o confrontarnos. Mi madre me hablaba todos los días, tranquila de que no habría más gritos y luchas con nadie.

El amor, así, llegó pronto. Conocí a Liliana en la fiesta de un amigo. No tardamos en conectar profundamente. Su plática, su modo de caminar, sus gustos. Todo en ella me parecía y me hipnotizaba. Una invitación siguió a otra. Después de un año, formalizamos la relación. Jamás me imaginé experimentados esos sentimientos. Sin darme cuenta, estaba tan enamorado que decidimos casarnos. Para esto, habían pasado cuatro años desde aquella tarde de la estafa.

La vida, sin embargo, es aleatoria. Al casarme con Liliana, la relación pasó por algunos momentos de tensión. Perdí mi trabajo pocos días después de saber de su embarazo. Mi padre había enfermado y mis amigos enfrentaban sus propias dificultades. Los días eran lentos y pesados. El desánimo se quedaba a mi lado. El nacimiento de mi hijo me llenaba de incertidumbres. Fue cuando vi el anuncio una vez más. Con lo poco que tenía de ahorros, fui a la casa, en la misma dirección de antes, y entré. El hombre estaba sentado en la penumbra. Se me presentaron las opciones. Aproveché ese momento para denunciar su estafa, su manera tan vil de robarle a la gente. El hombre sonrió. El servicio, me dijo, no tendría costo, y aseguraba que quedaría más que satisfecho. Acepté la oferta. Es difícil negarse a lo gratis. Subí de nuevo la escalera, entré a la habitación, me desnudé y llegó la figura con su máscara blanca. Me saludó con suavidad y posó sus manos, una sobre mi rostro, otra en mi pecho. Caí en un sueño profundo.

Desperté en la habitación, la figura sentada en la silla, observándome. Con su susurro, me indició que el problema fue solucionado. Salí de nuevo a la calle y me sorprendió verla. Caí en cuenta de que había regresado a mi cotidianidad. Toqué la puerta, en vano. Nadie respondió. Decepcionado, continué con mi existencia. No hubo grandes avances ni cambios. Poco a poco envejecí, igual que todos. Me casé algo tarde, tuve un hijo con el que casi no podía hablar. La muerte de mis padres sucedió de manera normal, con la distancia impuesta entre nosotros por las antiguas peleas. Mi existencia fue la de cualquiera. Resignado a morir sin tener algo que contar, sólo aguardaba al destino. Entonces, un día, mi hijo murió en un accidente. El dolor de la pérdida era algo insoportable. Lloraba todas las noches. Le imploraba a Dios su perdón. Nada tenía sentido. Viejo, nada más me quedaba esperar el final. Y así habría sido, pero la curiosidad y la pena pueden obrar milagros.

Una noche de insomnio me levanté de la cama sin despertar a mi esposa. Medité sobre todo y nada. Tuve una buena vida, aunque me había resistido a aceptarlo. Por supuesto, se trataba de una mentira, de un sueño. Entonces pensé, por un instante, si no estaría soñando una vez más. Recordé una frase muy repetida sobre el tema. Sólo así percibí el inicio de la mañana y el cielo azul, de un tono conocido ya por mí. Cerré los ojos con fuerza. Deseaba que todo acabara. No sucedió sino al día siguiente, cuando vi el anuncio.

Volví al lugar y repetí el proceso. Al entrar en la habitación azul, vi a la figura, acariciando el cabello de una persona. Era yo, joven. Volteó con tranquilidad para verme y me invitó a pasar. Al levantar su mano, desperté. Nos miramos fijamente por un momento. Yo, incapaz de entender lo que pasaba. Él, sonriente, seguro de sí mismo. Con calma, me cedió su sitio. Ni siquiera me quité la ropa. En cuanto toqué la cama, caí dormido. Al despertar era yo, revitalizado, el que miraba el cuerpo del viejo. La presencia se levantó. Me tomó del brazo y me acompañó a la puerta. Caminó conmigo por el pasillo, por las escaleras. Salimos a la calle. Afuera, me señaló el cielo. Yo entendía aquello como una despedida.

Viví otra vez, y envejecí también. Cuando la vida se hizo pesada, lenta, absurda, volví a visitar la casa. Repetí el ciclo incontables veces. Tuve hijos que amé, otros que deseé nunca conocer. Vi a mis padres morir. Conocí distintos amores, gocé y sufrí de distintas maneras. Me hizo resistente a las experiencias, tomaba con calma los eventos que acaecían. En el momento adecuado, antes del final de todo, realizaba de nuevo la visitaba. Y empezaba de nuevo.

Perdí la cuenta de los años después de los quinientos. Era yo el hombre más viejo del mundo: el más sabio y antiguo. No había nada en la vida que me pudiera sorprender, que me causara asombro o molestia. Me hice resistente incluso a mis propios hábitos. Y habría continuado así, hasta que llegó el momento en el que deseaba mi muerte. Era la única experiencia desconocida. En el último ciclo, me atreví a acercar mi mano a la de la figura. Me tomó con la suavidad de una nube. En su rostro no se observaba ninguna emoción, aunque pude adivinar, levemente, que aceptaba mi solicitud. Morí una noche de otoño, en el año setecientos ochenta y cuatro de mi vida.

Entonces abrí los ojos. A mi alrededor, la casa estaba en ruinas. Mi cuerpo se encontraba acostado en el suelo. Salí de ahí, confundido. Al abrir la puerta de la entrada, la presencia me esperaba, rodeada de escombros y cenizas. Me ofreció su mano y yo la tomé. Conforme caminábamos, recobraba la seguridad en mi andar y en mi mente. Todo se hizo blanco y el mundo desapareció. Sólo quedamos los dos. Por fin, llegamos a un espacio indefinido, me mostró el camino y acepté soltarla. La figura se alejaba de mí. Poco a poco dejé de voltear hacia atrás. Su forma se perdió en el aire.

Y desperté. No había nadie en la habitación. La puerta abierta, yo perfectamente vestido. Me dolían los párpados. Salí por el pasillo, bajé la escalera y volví a la estancia principal. El hombre leía algo, lo que me pareció increíble. La persona con la máscara esperaba en una esquina, cerca de la entrada. Incluso con su rostro oculto, noté la decepción. La tristeza. Comencé a elaborar algunas teorías al respecto, que quedaron incompletas cuando el recepcionista habló. Me preguntó mi satisfacción con el servicio, si la experiencia fue de mi agrado. Le respondí que sí y él sonrió. Me invitó a visitarlos de nuevo en cuanto tuviera oportunidad. No podía quedarme así. Le pregunté sobre la realidad, si podía asegurarme que ya no era un sueño. Me miró. Su respuesta todavía resuena en mi cabeza. Sólo la muerte, me dijo, podía darme la seguridad que buscaba. Decidí salir en aquel instante. La persona con la máscara abrió la puerta y, al hacerlo, toqué su mano. Algo familiar tenía su tacto. Algo conocido en su cuerpo, en sus movimientos. El miedo se apoderó de mí. Salí a la calle y no volteé en todo el camino.




Gerardo Hernández (1993). Ha publicado algunos relatos en revistas electrónicas. Ha sido beneficiario del PECDA.

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