Hugo Chávez Mondragón
No lo entiendo.
¿Por qué ahora? Y en especial de esta forma. Repentinamente me siento con un cansancio que no tiene lógica. Tengo las manos sobre algunos documentos regados en el escritorio, al final, creo que no revisé nada de lo que se supone que haría estos últimos minutos. Se me cierran los ojos. Reviso el cajón de mis medicamentos para comprobar que he tomado el correspondiente. No debería sentirme tan cansado al punto que cuesta levantarme de la silla.
Es domingo, hace una hora he recibido la determinante noticia de que no estaré en un segundo periodo de gobierno al frente de la República de Candyland. Personalmente no siento que hiciera tan mal trabajo como para merecer esta "sanción". En un recuerdo rápido puedo decir que se construyeron y remodelaron miles de kilómetros de carretera, también la conclusión de dos aeropuertos internacionales y cuando menos cien escuelas, varias políticas públicas que estaban obsoletas han sido actualizadas en beneficio de mujeres, niños y desempleados. Todo eso y mucho más ha estado rondando mi cabeza vuelta tras vuelta tratando de encontrar cuál fue el error, qué debí hacer o qué no hice, para esta sorpresiva interrupción. Yo ya tenía una agenda para mañana completamente saturada, reuniones con otros mandatarios y convenios que firmar. No sé si debería llamar a alguien.
Paso una hora sentado sin hacer, ni pensar nada. No recuerdo cuándo fue la última vez que desperdicie tanto tiempo de esta manera. Como si de repente "yo" ya no fuera yo.
Se gana y se pierde todos los días, no hay nada nuevo en ello. Cometimos errores y es momento de volver a organizarnos y emprender una vez más el camino a la silla presidencial. Mi país me necesita, están agradecidos conmigo y no puedo fallarles. Volveré en poco tiempo para un periodo más y luego otro y otro y otro. Para motivarme, Lorena, mi esposa, ha preparado una gorra color blanco porque ella dice que es el color de la esperanza. Lleva una frase en dorado que es contundente y me llena de orgullo al colocarme frente al espejo: "Volveremos, para seguir haciendo grande este país". Me respondo a mí mismo: "¡Así será!". El cansancio ha desaparecido, ahí está, frente al espejo, el gran líder que soy.
Creo que debería tomarme unas vacaciones. Mis ciudadanos lo entenderán, incluso pudiera ser que esa sea su idea detrás de este resultado en las elecciones. Quieren que vuelva en cuatro años, para que gobierne por ocho más pues les ha gustado el servicio. Debe ser eso. ¡Por supuesto!
Mirándolo de esta forma, no está nada mal cuatro años de descanso para regresar al frente de esta majestuosa nación. Miro la bandera, recojo mi libreta de apuntes especiales que me ha acompañado desde siempre, aunque no me queda del todo claro por qué la saqué de la alcoba al despertar, si no la he utilizado todavía. En ella anoto cosas importantes: contraseñas, claves militares, la fecha de cumpleaños de mis hijas, etcétera. Doy un largo suspiro y salgo por la puerta frontal con la frente en alto bajo esta gorra que se siente casi como un abrazo en mi cabeza.
Estaba ya esperando la escolta presidencial, con el fiel Billi al frente quien me saluda militarmente como todas las mañanas, con alegre repuesta le digo:
―Buenos días capitán.
Caminamos por el pasillo rumbo al estacionamiento y noto cuan largo es y todos los cuadros que adornan sus paredes, me siento como si fuera el primer día. En cuatro años nunca tuve el tiempo para ver esas pinturas detenidamente, pero a mi regreso será lo primero que haga. Un impulso me hace abrir mi libreta de apuntes especiales y en una hoja en blanco sin seguir el orden de lo ya escrito y sin detener la marcha, garabateo un recordatorio: "Ver las pinturas del pasillo rumbo al estacionamiento".
A mitad de camino, la escolta parece recordar que tenemos prisa y aceleramos ligeramente el paso.
De repente, llega a mí otra vez esa sensación parecida a estar en una película. Me doy cuenta de que Jessi (mi asistente y quien ya me hubiera dicho a dónde nos dirigimos) no está con nosotros. Afuera, se escucha una pequeña multitud, los gritos son distorsionados y algo suena diferente, como cuando una estación de radio no sintoniza de manera correcta y solo se pueden distinguir fragmentos de murmullos a un volumen un poco más alto de lo que debería. Al abrir la puerta, en un horario que no acostumbro, el sol me da de frente y nos ciega a todos. Los gritos se vuelven instantáneamente más fuertes, como si hubieran estado atrapados y yo mismo los liberé.
Los rostros de esas personas detrás de la reja de contención son excesivamente feroces, están molestos, me gritan e insultan y ahora sé por qué sonaban diferente las voces. No sé cuánto estuve de pie mirándolos a unos 30 metros. Yo los sentí tan cerca que parecía me hubiera detenido frente a cada uno y revisado detenidamente las facciones distorsionadas producto de la ira.
―Señor ―es la voz de Billi, la reconocería con los ojos vendados.
Giro la cabeza extrañado, procesando lo más rápido la información forzando las sinapsis neuronales. Siento que voy lento, muy lento, cuando me comparo con la velocidad de las cosas a mí alrededor.
Y de repente una especie de sacudida; es la primera vez que escucho a Billi decir "Señor", no "Señor presidente". Creo que por cuatro años olvidé que son dos palabras.
No hay sorpresa en el rostro de ninguno de los escoltas. Lo que para mí está siendo sumamente extraño, para ellos, es un día al parecer normal y esa se vuelve la parte más perturbadora, pues Billi... De repente, entiendo esta parte como si recibiera un golpe; Billi ha despedido con el mismo protocolo a tres o cuatro presidentes. Se ve frío como siempre, seguro como siempre, fuerte como siempre. Pero algo le hace ser otro Billi, es sutil, casi imperceptible y sin embargo opaca todo lo demás. No ha dicho "Señor" de una forma cariñosa. Lo hizo como si yo fuera cualquier "señor".
Por alguna razón me siento pequeño, muy pequeño. No solo de tamaño sino también en la edad, al punto que incluso quiero llorar. No lo entiendo, ¿A dónde han ido todos? ¿Por qué me insultan de esta forma? ¿Quiénes son esas personas que gritan tan rabiosas insultos contra mí y solo a mí?... ¿En dónde está mi madre?
―Señor, su madre murió en 1996.
―Oh, perdón, no me di cuenta de que pensaba en voz alta.
Su gesto es diferente, como si estuviera enfadado, como si yo fuera una molestia, una carga, su carga. Una basura anciana. Así deben sentirse los viejos que vi hace unos meses en el asilo, los que teniendo la misma o menor edad que yo, miré con lástima porque aquellas vidas ya no me parecían dignas de llevarse. Ahora soy uno de ellos, llegó mi momento de ser olvidado, pero no me siento listo. Es como si no me hubieran avisado que esto pasaría para darme una sorpresa, pues todos parecen conocer su papel a la perfección. Pero yo soy el presidente, bueno, expresidente. Un sabor agrio surge en mi boca.
Se me va la vista, me recargo en el borde de la camioneta e inmediatamente un objeto pegajoso me impacta la mejilla. No duele, pero el aroma sí es instantáneo. Toco con calma y noto que son restos de una naranja excesivamente madura y por lo mismo, cargada de fragancia. Todavía no puedo creerlo, me han lanzado una fruta podrida a la cara. En ese instante, a la par y de manera brusca, Billi me baja la cabeza para protegerme. Siento que esta ocasión ha ido muy abajo, más de lo normal, tal vez el riesgo así lo amerite, no lo sé. En ese momento la intuición de riesgo me hace olvidar mi cuaderno sobre el vehículo. Si debo responsabilizar a alguien por ello, diría que fue culpa de la naranja cuyo aroma llevaré conmigo hasta que me lave la cara y me cambie de ropa. Dentro de la enorme camioneta siento inmediatamente la seguridad que pagan diez millones convertidos en un vehículo. Me recorro lo más rápido posible para que ingrese Billi pero la puerta se cierra con un azote.
―¿Qué está pasando? ―le pregunto al chofer quien me mira por el retrovisor y sonríe. Sin más, solo me mira y sonríe. El copiloto queda completamente oculto desde este punto en los asientos traseros.
Me doy cuenta que Billi ni siquiera se despidió. Me siento que soy una bolsa enorme de basura que ha sido lanzada en un contenedor con rastreo satelital y capaz de soportar un ataque con balas de alto calibre.
Una parte de mí, la que se resiste aceptar que amanecí sin poder, piensa lo peor; debe ser un atentado terrorista, un secuestro. Billi puede estar muerto, pero por los gritos de la multitud no escuché la detonación. Sin embargo, esa teoría la descarto inmediatamente, porque de ser así los conductores no tendrían esta notoria calma. Momento. ¿Dónde está Jessi? Debería estar aquí dentro para que me respondiera las preguntas como hace siempre.
Me asomo por la ventana con la seguridad de saber que es un vidrio blindado. Lo que observo no es algo para lo cual sirva este blindaje. No son balas, son señas, señas obscenas e insultos. Ahora siento que me falla el corazón, un ligero picoteo que niego me preocupa y que se ha ido incrementando durante estos dos últimos días de votaciones. Debería ir al médico, pero sin Jessi quién hará la cita.
Colapso. Me estoy cayendo a pedazos, todo mi cuerpo y sus componentes comienzan a fallar, las piezas se van entre los dedos y cada una es tan importante que la desesperación incrementa mi torpeza. Me desarmo y necesito aire. Sin pensar dos veces, presiono el botón para bajar el vidrio y nuevamente recibo el golpe sonoro de esa multitud que me grita: "muérete", "eres una mierda", "al fin se acabó tu tiranía", "hijo de puta", "chingas a tu madre", "hijo de perra"... ¿Quiénes son estas personas? ¿Dónde están mis ciudadanos? ¿Qué está pasando? Todos parecen levantar el dedo medio de ambas manos, como si no bastara una y aunque tuvieran cien manos, todas tendrían la misma seña y aún sería insuficiente. Nunca vi tanta gente enojada.
Me recuesto en los finos asientos de piel. Su olor me reconforta. Se mezcla con la naranja y me parece una combinación que debería comercializarse. Tal vez yo debería hacerlo.
―¿A dónde vamos? ―pregunto, y se me responde con indiferencia.
―A casa Señor. Lo llevaremos a casa.
De alguna manera no entiendo de qué están hablando. Yo vivo en la casa presidencial y de ahí hemos partido.
Me recuesto para evitar seguir viendo, así sea de reojo, los rostros y las señas de todas esas personas. Al hacerlo, la piel de los asientos se siente especial, creo que nunca había tocado piel tan agradable. Cierro los ojos para sentirme arrullado por La Danza Húngara que se reproduce en las bocinas del vehículo y que compite con los gritos externos que no paran hacía mí. Debo haber hecho algo muy horrible, aunque no tengo idea qué pudo ser. Pero fue muy grande.
No puedo contenerme más tiempo y me suelto a llorar.
Como si esperara ese movimiento y en una muestra de piedad, el conductor sube el vidrio de mi ventana. Duermo casi al instante.
Hugo Chávez Mondragón (Querétaro, Mex/1984) es psicólogo social, docente de posgrado en la Universidad Autónoma de Querétaro. Escribidor de ficción de frontera.
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