José Luis Aguirre-Garay
Me llamo Verónica y nací con un solo ojo, un prominente globo ocular de pupila verde justo en el centro de la cara.
Esta malformación me etiquetó como una aberración de la naturaleza y, por ello, crecí en el aislamiento de casa, sin ver la luz del exterior más que por una ventana, bajo el encierro de cuatro paredes atiborradas de libros. Gracias a que mi único ojo funcionaba a la perfección, aprendí a leer. En mi infancia y adolescencia, Dostoievski, Verne y Balzac se convirtieron en mis mejores amigos.
A los quince años viví mi primera experiencia en el exterior. Papá, aprovechándose de mi habilidad lectora, contactó a un grupo de ancianos para que les leyera por las tardes. Estos ancianos, en palabras de mi padre, eran una docena de retirados en la octava década de la vida olvidados por sus familiares, cuya única afición era ver el transcurrir de los días previos a la muerte en el patio de una vieja casa. Por fin, agregó mi padre, alguien joven y con mejor vista que ellos, acudiría a romper la monotonía de su interminable letargo. Yo me sentía temerosa y a la vez emocionada con la encomienda; cualquier cosa sería mejor que seguir encerrada por años.
Por supuesto, papá no expondría al mundo mi terrible condición física, ni complicaría desde el inicio lo que pintaba ser un excelente negocio. Así que, bajo sus órdenes, mamá confeccionó una especie de burka o velo de tela negra que cubría la totalidad de mi rostro. De esta manera, y a pesar del velo, pude salir por primera vez de casa, caminar por las calles de la ciudad y llegar, guiada por mi padre, salva hasta mi destino.
La casa, según me enteré, era propiedad de una de las ancianas, y servía como el centro de reunión de los viejos. Lo primero que me sorprendió al llegar fue un intenso olor a orina. Alfombras, cortinas, paredes, todo lo que alcanzaba a distinguir a través del velo estaba penetrado por un fuerte hedor amoniacal.
Gabriela, una vieja de manos huesudas repletas de anillos, fue quien me dio la bienvenida.
—¡Pasa, hija, estás en tu casa! Te estábamos esperando. ¡Nuestros compañeros están muy emocionados! Espera, hija, ¿qué es eso tan raro que llevas en la cabeza?
—¡Nada, señora, no se fije! —interrumpió de inmediato mi padre—. Es una bufanda que su mamá le regaló.
—¡Ah, entiendo! —dijo la anciana, no muy convencida—. No hay problema, hija, aquí te la puedes quitar. Tenemos la chimenea prendida y hace un confortable calor.
—Así estoy bien, señora. Es usted muy amable —respondí.
Después de algunas palabras que no alcancé a escuchar, mi padre me besó la frente. Percibí sus labios y el rostro húmedo por encima del velo. Se despidió de mí y salió de la casa. Gabriela me tomó de la mano con sus dedos huesudos y me llevó hacia un salón contiguo, donde los ancianos esperaban. Alcancé a ver, a través de la pesada tela negra, que los viejos estaban sentados formando un círculo perfecto alrededor de una silla de aspecto confortable. Al oírme entrar, comenzaron a aplaudir emocionados, y se levantaron con la poca fuerza que sus torcidas rodillas aportaban.
—¡Ha llegado la niña! —exclamó Gabriela, reavivando los aplausos de los viejos—. ¡Es un gusto que estés aquí, pequeña Verónica! Te prometo que te sentirás muy a gusto con nosotros. ¡Aquí serás muy feliz!
Los viejos rompieron el círculo y Gabriela me condujo hasta el centro. Tomé asiento en el que se convertiría mi lugar definitivo y de mi bolso extraje la lectura del día. Ellos guardaban silencio...
Abrí el libro —La Odisea— y comencé a leer. Pero el velo era tan denso en sus tejidos que me dificultaba considerablemente la lectura. Lo levanté un poco, de manera que mi único ojo fuera capaz de ver las diminutas letras sin revelarse ante los demás. Aún así, leer me costaba demasiado. Después de una media hora en la que los viejos no movieron ni un solo músculo, atentos a las palabras que salían de mi boca, no pude resistirlo más. Contra toda la expectativa del terror que mi apariencia pudiera provocarles, tomé el velo y lo deslicé hacia arriba, dejando al descubierto mi horrible rostro. Sorpresivamente, no obtuve ninguna respuesta o grito de terror sino, más bien, un nuevo aplauso de satisfactoria emoción...
Porque, cuando mi vista pudo adaptarse a la luz del lugar, descubrí horrorizada que, la docena de viejos también tenía un único ojo en la mitad de la cara. Entonces comprendí que, tal y como ellos, envejecería y moriría en este triste claustro para fenómenos.
José Luis Aguirre-Garay
Nació en Saltillo, Coahuila, México. 40 años. Médico especialista en Medicina del Trabajo por la Universidad Autónoma de Coahuila y la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Escritor del género fantástico y de terror. Ha publicado el libro 13 Cuentos y Lulú y la antología Narrar Abajos, bajo el sello de Cravioto Editores, de la ciudad de Torreón, Coahuila. Colaborador editorial en los periódicos Vanguardia y El Siglo de Torreón.
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