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¿Cuándo se comienza a ser escritor?

Evaluna Pereyra Eufrasio

Hace unos meses, descubrí que cierta revista independiente me había otorgado el título de escritora; entonces, me reí, “¿Yo, escritora? ¡Por favor! Si decir que tengo más de cinco textos publicados es una exageración”. La pregunta retórica, a la que prosiguió un sinfín de descalificaciones y gestos absurdos, devino en una pequeña crisis identitaria, pues el título, al igual que una prenda demasiado grande, me resultaba incómodo, ridículo. Cuando le comenté la anécdota a mi mejor amiga, me respondió que, en efecto, yo sí podía ser considerada una escritora. La certeza de sus ojos al emitir tal declaración, como siempre, me llevó a hundirme en una de las cavilaciones tan usuales para mi carácter: escritora... escritor... ¿por qué ese título me resultaba ajeno? ¿Qué acaso el simple hecho de escribir de forma cotidiana no me convertía en una escritora? Pero, de ser así, ¿no todos escriben cada día al menos un post de Facebook, Instagram o un mensaje de WhatsApp? ¿Qué convertía a mis textos en algo diferente al contenido de una red social? ¿Podía considerarme una escritora? Debido a que escribía las últimas anotaciones de una tesis, cuya extensión parecía interminable, abandoné el proyecto de dar respuesta a tales preguntas y las dejé en algún rincón de mi mente donde no ocupasen un espacio inmediato. No volví a darle importancia a esos cuestionamientos hasta que fui galardonada con el primer lugar nacional de un certamen literario, entonces intenté probarme de nuevo el título de escritora, para mi sorpresa aún no resultaba adecuado a mi talle. Las interrogantes, por supuesto, regresaron: ¿soy escritora?, ¿redactora?, ¿quién soy yo? Incluso ahora, escuchar las palabras “escritora Evaluna” me eriza la piel, mientras en el rostro una risa nerviosa se asoma, el ceño se frunce, y desvío la mirada: respuesta natural a lo incomprensible, miedo primigenio. Soy licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas, lo sé; hube de esforzarme durante cuatro años para adquirir ese título, dediqué un lapso de mi vida a una formación específica: proceso de aprendizaje, desaprendizaje, dudas, llanto, desgasto físico en nudillos, espalda, vista. El hecho de que, además, hubiese una ceremonia o acto protocolario similar a cualquier ritual de paso, aseguran esa parte de mi identidad. No obstante, si hacemos la comparación, mi formación como escritora es paupérrima. Pienso que, tal vez, estudiar una licenciatura en creación literaria me haría sentir más conforme con el título de escritor, aunque de ser sincera y realista ¿quién de aquellos a quienes llamo escritores estudió creación literaria? Es más, ¿quién de ellos se dedicaba simple y llanamente a la escritura? La mayor parte fueron abogados, médicos, periodistas, docentes, religiosos, militares. ¿Acaso ellos habrán tenido mis mismas dudas? ¿O estarían lo suficientemente ocupados en sus otras labores para cuestionarse siquiera si eran escritores? Un amigo tiende a bromear y decir que la literatura, mi ocupación, es la menos monetizable de las artes. Se trata de un chiste bastante agridulce por su nivel de realidad. Virginia Woolf ya ha hablado sobre la relación entre propiedad privada y escritura, no ahondaré mucho en el tema, pero todos sabemos que quien quiera escribir novelas habrá de contar con una habitación propia, es decir, la capacidad económica para mantener un estilo de vida que le permita dedicar unas horas a una tarea, por lo general, infecunda. Los escritores, al menos en su mayoría, no son únicamente escritores; desempeñan otras actividades de forma paralela a su ejercicio artístico. Podemos asegurar, entonces, que el escritor no es quien vive de la escritura, sin embargo, se puede establecer una interrelación entre el quehacer literario y la estructura económica.


Ilustración Rodrigo Díaz Torres


Con apenas veinticuatro años, mantengo que la persona que haya concebido a la literatura como un acto solitario creyó en un mito ingenuo; la literatura es una institución, o campo si adoptamos la clasificación de Pierre Bordieu (1992), en la cual interviene un grupo de participantes sociales que dan validez a los títulos —editores, críticos, académicos e incluso público consumidor son quienes cuentan con la autoridad para otorgar determinado valor simbólico a una obra (que, si se me permite atentar contra el romanticismo del arte, la literatura no es más que una pieza de papel con caracteres impresos). Es crucial tener en cuenta que uno de los condicionantes de nuestro campo es la producción mercantil: mercado editorial. Como establece Bourdieu (1992), el campo literario, a pesar contar con cierto grado de autonomía, no deja de estar “englobado al campo de poder” y subordinado por principios de provecho económico y político. El escritor será la persona a quien una instancia de autoridad, mercado, le haya entregado su título tras la producción de una obra, menor o mayormente, traducible a capital monetario. El “título” de escritora, a diferencia del de licenciada en letras, no se gana de manera tan sencilla. En primera instancia esto se debe, por supuesto, a que una carrera universitaria está regulada por principios legales; las instituciones académicas crean un plan de estudios, adecuados a una previa estandarización, la cual a su vez responde a la normativa vigente; el alumnado deberá demostrar que domina, al menos parcialmente, ese saber estándar para que un grupo de personas competentes y autorizadas le otorguen su título. En el mundo de las artes, en el de la literatura sucede diferente: por su cercanía a la esencia humana, siempre resulta más difícil de constreñir, escapa de las etiquetas y los moldes, asirlo es intentar capturar un haz de luz. ¿Cómo se aprende a escribir? Escribiendo, escribiendo y leyendo. Aunque a la fecha existen muchas academias para escritores y abundan los cursos de escritura creativa —algunos de los cuales te inclinan a pensar que puedes ser escritor en tan sólo seis horas—, lo cierto es que un escritor se constituye más en la praxis que en la teoría. Aprendemos gramática, el uso correcto de la lengua, aunque de manera paralela tendemos a coquetear con el incorrecto por su efectividad pragmática, entendemos fórmulas, analizamos modelos preconcebidos, adquirimos técnicas. Después de un tiempo, se procede al laboratorio literario donde, en el papel, se hace uso de todas las herramientas con las que se cuenta; no obstante, muchos experimentos tienden a ser fallidos, poco sólidos, inestables. El escritor, entonces, debería recurrir a la teoría en busca de encontrar qué es aquello que ha fallado, pocas veces se halla respuesta. Curiosamente, mi formación como crítica literaria en la universidad y como escritora, de manera aleatoria, no dista mucho: en ambas me dediqué a leer, analizar y escribir. A pesar de ello, sólo cuento con un título legítimo. Muchos escritores coinciden en que la escritura parece más un oficio que una profesión —por supuesto, aunque la diferencia entre oficio y profesión también emana de concepciones políticas y económicas—. A grandes rasgos, se puede decir que en los oficios, artes manuales, existe menor intervención de la normativa; el saber por lo tanto se adquiere de manera informal y participa más la intuición que el sistema. ¿Cómo se aprende a escribir? Leyendo y escribiendo. Todos los escritores afirman haber tenido un proceso de formación similar: primero en una consciencia de lector, crean una carpeta con obras de otros autores —personas a quienes la institución ya ha reconocido—, éstos pueden ser modernos o antiguos, poetas, narradores, ensayistas, de diferentes latitudes, lenguas u orígenes, por lo regular la selección responde más a las inclinaciones y aficiones del novicio, que a la consagración del medio: canon. Los escritores renombrados y admirados por el recién iniciado se convierten en maestros en ausencia: la obra, el libro en cuestión, significa el espacio donde maestro y alumno conviven durante horas. El primero articula una demostración fecunda, nos entrega un producto, el aprendiz, entonces, deberá ser lo suficientemente perspicaz para captar aquellos procedimientos, hilos invisibles que mueven a los actores. Una vez aprehendido este proceso, si aún persiste una pizca de interés en el discípulo, éste comenzará la creación de sus primeras quimeras. Por experiencia puedo afirmar que, al principio, los frutos tienden a ser torpes, las costuras resultan poco sutiles, la imitación obvia; no obstante, en el ejercicio, el novicio adquiere maestría. De manera paulatina, se acostumbra al uso de sus herramientas, opta por las que le resultan más cómodas, las adapta a la forma de su mano: desarrolla un estilo propio. Cuando ha adquirido consciencia de su estilo, el escritor novato no podrá renunciar a él, entonces tendrá que comenzar un proceso de desaprendizaje. El artista no se constituye en el tiempo lineal del progreso, síndrome del hombre blanco tan ajeno a la esencia de los procesos; el artista se forma en una temporalidad cíclica, mítica, émulo de la divinidad: reconstruye la creación primigenia. Rilke mantenía que Dios, a veces, se avergonzaba de sus creaciones. Esto sucede un tanto similar en el mundo del arte: la obra nunca se concreta, se abandona. La literatura es un producto difícil de constreñir: escapa, muta, tiene constantes nacimientos, muertes y resurrecciones; al ser lenguaje articulado, producto esencial de la mente humana, siempre nos lleva a la pregunta ¿esto ha de ser catalogado como arte? Milenios de filosofía no han dado respuesta. El arte es un acto comunicativo, “comulgar y comunicare provienen de la misma raíz”. Principio de dispersión de los límites con la otredad, la obra es una forma que adopta la energía inaprehensible de la cognición y emoción del ser, común al artista, al receptor: espejo de los tiempos. En la literatura y el arte nos reflejamos, reconocemos lo humano: rechazo, miedo, ira, euforia, tristeza son las emociones básicas que se evocan durante la experiencia estética. El artista se vierte en su obra, todo acto artístico significa una confesión: revelación. Recurrí al papel con la finalidad de dar respuesta a una crisis; como siempre, planté una rosa y coseché un girasol. Aún no sé si soy una escritora, si me encuentro en medio de un proceso formativo o si abandonaré el proyecto antes de que la autoridad legitime mi título; sé, empero, que yo no escribo para ello. Por ser la menos monetizable de las artes, he renunciado a la idea de vivir de la escritura, para hacerlo tendría que adaptarme a los preceptos del provecho económico o político. No puedo. En cambio, soy honesta cuando digo que escribo para no morir. Mi esencia marcada por una tendencia natural al desbordamiento, debía encontrar un medio donde verter la borrasca emocional y mental, flagelo cotidiano. Durero mostró que a Melancolía no le interesan los laureles en la frente, se encuentra ensimismada en una búsqueda infecunda de la naturaleza humana. Referencias Bourdieu, P. (1992). Las Reglas del arte: génesis y estructura del campo literario. Anagrama. Evaluna Pereyra Eufrasio (1997). “Prefiero los epitafios a las semblanzas”. Promotora cultural. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana, mención honorífica. Ganadora del Premio Nacional al Estudiante Universitario 2021, categoría “Carlos Fuentes” de ensayo. Estudiante de la Especialización en Promoción de la Lectura UV.


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