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Cuando llega la tormenta

pergoladehumo


Susana Trujillo Ortega


En casa, a través de la ventana que mira hacia el oeste, suelen verse por la tarde y a lo lejos montones de nubes tormentosas. De blancos y grises contrastantes. De formas altas e irregulares. Grandes e imponentes. Superpuestas unas a otras. Adornadas siempre por truenos y relámpagos intermitentes. Todas reunidas en un pedazo del vasto cielo, amontonadas sobre el mismo sitio. Todas brindando a los ojos de aquellos que las observan a la distancia y de quienes lo hacen bajo ellas –de quienes las padecen– un espectáculo diferente, una experiencia distinta.

Hay lugares acostumbrados a las tormentas, a los desastres. Lugares con los que la naturaleza a veces parece ensañarse. Hay otros, en cambio, a los que esta azota de repente, a los que –con no más que una señal hasta entonces difícil de comprender– les advierte de un peligro que no pueden medir porque lo desconocen. Algunas nubes son signo de catástrofe, particularmente aquellas que llaman cumulonimbos. Por su apariencia resultan sobrecogedoras a los sentidos, y no sin razón, pues consigo acarrean la desgracia misma.

A las tormentas las acompañan –además de las lluvias y ráfagas de viento intensas capaces de inundar, deslavar, derrumbar, desgarrar y volar todo a su paso– resplandecientes y estruendosas descargas eléctricas en forma de raíces; rayos generados por el choque entre energías negativas y positivas que, antes de que puedan ser anticipados por su característico sonido, se aproximan al suelo con la potencial posibilidad de dañar profundamente no sólo el lugar de impacto,

sino también lo que se encuentra cerca de este.


Estaba allí. Lo supe incluso antes de que se acercara. Su presencia era sofocante. Era como si una masa amorfa estuviera arrastrándose por todo el lugar, posándose en todos los rincones, invadiendo cada milímetro del espacio y, con ello, contaminándolo.

Intenté, lentamente, subir las mantas hasta mi rostro. Cubrirme. Desaparecer dentro de ellas. Escapar de ese lugar, de mi habitación. Deseé no estar allí para cuando él comenzara a caminar, sigilosamente, hacia la cama. No funcionó. No importa qué tan fuerte lo deseé, no funcionó.

Con la ínfima esperanza de que eso lo alejara, fingí dormir, pero no lo hizo.

Se colocó a los pies de donde, se supone, debía descansar. Se mantuvo ahí un rato y, aun sin verlo, supe que me observaba, que me aplastaba bajo su mirada. En la penumbra de la recámara sólo estábamos él y yo.

Cuando el colchón que me sostenía se hundió por el peso de alguien que no era yo, de alguien que no podía ser otro más que él, mi corazón se disparó y mis oídos se llenaron con su desbocado martilleo. Aun así, permanecí quieta.

Pude sentir cómo aquel angustiante cuerpo colocó sus piernas a cada lado de las mías, cómo restregó –lánguidamente– sus largas, esqueléticas y deformes manos a cada costado de mí; con ellas al lado de mi cabeza, acercó la suya hasta casi tocar la mía. Su aliento húmedo y mohoso salía de su boca y chocaba con mi cara. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Aun así, permanecí quieta.

Contuve la respiración y sentí que me olfateaba. En mi mente me debatía por cómo reaccionar. Qué hacer. Estaba aterrada. Sabía que podía abrir los ojos que hasta entonces había estado apretando, que al menos sería capaz de enfrentarlo de esa manera, pero tenía miedo. Miedo de lo que pudiera encontrar al hacerlo, de quien pudiera ver sobre mí. Sabía que podía moverme, y aun así permanecí quieta.

El azote de un objeto me despertó.

Todavía agitada y sudada, me levanté a revisar que la puerta estuviera asegurada. El viento rugía contra los portones y ventanas. La lluvia chocaba con violencia en los cristales. Los truenos retumbaban en mis oídos y los relámpagos iluminaban intermitentemente la oscuridad de mi habitación. La tormenta que había visto siempre a la distancia estaba sobre mí.



Hacía tiempo que no tenía una pesadilla así. No desde que me acostumbré –antes de irme a dormir– a cerrar con seguro mi puerta. Antes de hacerlo, y durante meses, el mismo mal sueño me acosó: alguien colándose a mi cuarto por las noches, metiéndose a mi cama, tocándome, forzándome. Alguien que me hacía sentir sucia, babosa, culpable. A veces se trataba de alguien sin rostro y a veces alguien con uno desconocido. El mal sueño que más me aterraba era aquel en que ese alguien tomaba la forma de las personas a las que más quería y en las que más confiaba.

He escuchado que las pesadillas son comunes durante la infancia y que, a medida que uno crece, van disminuyendo. No obstante, pueden seguir apareciendo –independientemente de la edad– si se está bajo la influencia de factores como sustancias, estimulantes, falta de sueño, estrés, ansiedad o traumas. Algunos de estos agentes explican también su carácter iterativo, carácter que a su vez puede considerarse una manifestación de los miedos cotidianos acarreados por la vida.

Puedo especular sobre este, pero no estoy completamente segura del motivo real de mis pesadillas. De lo que sí estoy segura, porque así lo percibo, es que todas ellas son para mí monstruos alargados con extremidades deformes, seres con huecos sombríos en lugar de ojos, entes de piel viscosa y olores fétidos que llegan con las tormentas, que arrinconan y atacan a sus víctimas en una cama fría y podrida de la que estas no pueden escapar, porque un mar de abismal oscuridad ha inundado la habitación.

La incapacidad de huida se posa a veces sobre los hombros de muchos como el reproche que consume. La tendencia a culparse por situaciones que salen de nuestro control, por las que creemos tener cierto grado de responsabilidad, acecha a algunos desde la esquina, lista para atacar y clavarse, igual que garrapatas, en la conciencia de los más susceptibles.

Durante largo tiempo me sentí una persona horrible por soñar estas cosas, por siquiera permitir que aquellas ideas –las de mis seres queridos lastimándome– tuvieran cabida en mi inconsciente. Quizá no sólo en este.

Aun fuera de aquel sitio al que no tenía acceso más que a través de la fantasía de los sueños, de las pesadillas, pensamientos espantosos irrumpían mi mente, se colaban por las rendijas y me atormentaban repetidamente. El miedo que me producían había calado tan hondo que ya no sólo me preocupaba encontrarme con sus monstruosas personificaciones en las noches de tormenta, temía también encontrarlas a plena luz del día, en las calles, en la escuela, en mi casa; en los rostros, en las manos y en el abrazo de quienes –sin hacer nada– terminaban

convirtiéndose en seres intimidantes.


Siempre me costó relacionarme con otras personas. Sentirme a gusto con ellas; dar y recibir muestras de afecto; abrirme y que se abrieran conmigo. Sin embargo, recuerdo también estar tranquila alrededor de mi familia, de saberme protegida con ella, de estrechar con frecuencia a mis tíos, a mis hermanos y a mi padre, y de conversar fácilmente con todos ellos. Eso cambió.

La calma que sentía con ellos también se fue. Los abrazos dejaron de sentirse reconfortantes, aunque lo fueran. Las conversaciones no fluían. La incomodidad se instaló en su lugar. Poco a poco el sutil, pero claro rechazo a cualquier tipo de contacto físico redujo sus muestras de cariño y lo único que dejó fue el profundo sentimiento de culpa. No podía dejar de sentirla. De recriminarme lo injusta que estaba siendo. Lo veía en sus expresiones. Ninguno me había hecho daño.

Pero existen formas de lastimar a otros y a uno mismo sin necesidad de utilizar la fuerza. Los pensamientos ya ejercen la suficiente para hacerlo. Y a veces no se precisan más que palabras para conseguirlo, para alterar por completo la dinámica de todas nuestras relaciones, y para quedar atrapado en una constante tormenta de angustia y culpa.

Porque ¿cuándo había empezado a sentirme así? A incomodarme con sólo un toque. A dudar de las personas con las que más confianza debía tener. A creerme en peligro en los espacios que me brindaban cobijo, que me protegían de todos los riesgos de afuera. ¿Podría ser…?... ¿Fue aquel día?... Sí, creo que recuerdo…

Nada me parece seguro desde aquel remoto día de 2014 en que, fingiendo no escuchar, oí –entre susurros– hablar del abuso perpetuado por un padre.



Siempre había pensado en los miembros de la familia como personas que jamás se harían daño entre sí, porque es tanto el afecto y respeto que sienten los unos por los otros que la mera idea de hacerlo resulta inimaginable. Desde la distancia eso seguía pareciéndome. Veía a aquella familia y creía que así era. A veces unos lucían apagados, preocupados, quizá asustados y en continúa alerta. Se debería simplemente a un mal día. O eso imaginaba. Hoy me doy cuenta de que todas esas expresiones y actitudes extrañas no eran sino nubes gigantescas y sombrías amontonándose en un solo sitio, anunciando la tormenta. Una que no los abandonaría durante días, semanas, meses y luego años. Una cuyos estragos no se limitarían al lugar de impacto, que causaría deslaves, inundaciones y fracturas en los lugares colindantes.

Aquellas palabras secretas fueron, aunque entonces no lo noté, iguales a las descargas eléctricas que se producen durante las tormentas y perturban los cimientos de allí donde se estrellan. Un rayo había caído y sus efectos iban a expandirse.



Dicen que después de la tormenta viene la calma. Pero nunca es inmediata. Antes llega la evaluación de daños, porque sin ésta la reconstrucción de lo que fue maltratado o destruido no puede comenzar.

A todos, en todas partes y alguna vez, la tormenta los alcanza. Para la mayoría llega de improviso. No porque sean incapaces de ver las nubes cuando aparecen en el cielo, sino porque, las más de las veces, no saben cómo reaccionar ante las señales que desconocen. A pesar de eso, se defienden contra ella, luchan, sobreviven y, una vez que pasa, se reconstruyen. A sí mismos y a lo que los rodea.



Mi teléfono estaba apoyado en el buró mientras la música se reproducía en aleatorio. Una canción de Silvina Estrada sonaba:


Que digan siempre, que digan siempre


Que fui cantora


Viviendo sueños que como todas, crecí con miedo


En las noches más frías, todavía hay pesadillas que perturban, monstruos al acecho. Y a veces, cuando la tormenta llega los trae de regreso…


Y aun así

Salí solita a ver estrellas

A andar los días

Y aun así

Salí solita a ver estrellas

A amar la vida


Y aunque aún les tengo miedo, han dejado de paralizarme. Las nubes tormentosas se alejan, y lo que alguna vez los rayos fracturaron comienza a sanar…


Que quede la esperanza

Y el azul del cielo


La reconstrucción trae la calma después de la tormenta, despeja el cielo.



Susana Trujillo Ortega (2002), nacida en la pequeña comunidad de Piedra Parada, Tatatila. Actualmente es estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Facultad de Letras Españolas, Universidad Veracruzana.

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