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Cicatrices


Tania Guadalupe Saldivar Mares


“La primera cicatriz que conservo fue de la herida causada por alejarme de mi madre; la última, con la cual despido la vida, es la que te dejo este importante día cuando te maldigo como matriarca y te condeno al infierno, a la muerte. Supongo que todos dirían que las historias de mujeres siempre hablan de amor, parece un poco absurdo pensar que en el mundo haya algo que no se mueva por él, incluso el acto más perverso se nombra después del objeto de afecto: una persona, el dinero, uno mismo…

De lo que hablo, entonces, comienza con amor y termina con él. Desearía que muriera conmigo, pero sé, porque lo veo en tus ojos, mi cielo, que vivirá en ti y en tu primogénita y en la primera hija de tu hija… Y con suerte no morirá, con suerte podremos proteger lo que amamos por siempre.

Debo contarte mi historia antes de que se acabe el tiempo. Comenzó como la de todas las matriarcas de la familia, es decir, cuando descubrí aquello escondido en la cabaña del bosque… No, no en la que sueles jugar con tus primos, aunque es cercana. Para ésta, no sigues el camino, sino el sonido del arroyo. La encontrarás, dejé instrucciones para eso.

Acerca el vaso, gracias. Necesito agua, lo que viene es una narración larga: Cuando tenía cinco años perseguí a mi tía Lita… No, no la conociste. Era hermosa, alta y rellenita, tenía una cara adusta y sobre todo mucha, pero mucha autoridad. Mi padre la adoraba como si fuera una madre y mis hermanos la respetaban como una abuela. Algo absurdo, lo sé, creo que para los hombres nunca hay mucha diferencia entre una hermana, una amiga, una madre y tal vez una pareja porque son lentos, no comprenden.

Ella era una buena persona, nada se salía de sus manos y siempre nos protegió, siempre estuvimos bajo su cuidado. Sí, sí, como lo estuvieron bajo el mío: las mediaciones entre miembros, la última palabra en una discusión, la voz del consejo a la que todos se atuvieron fue mi papel, pero antes fue el suyo y ahora el tuyo. Es un ciclo ¿lo ves? Estamos atrapadas por nosotras, lo que nos enseñaron a creer y lo que pensamos que deseamos y yo sé que piensas de la familia como yo, oh sí, lo sé.

Descubrí la cabaña en mis correrías por el bosquecillo familiar, mientras me escondía de Lita, y entré en cuanto ella se hubo ido. No, ella sabía que yo estaba ahí, lo sabía porque no hay forma en la que ella no supiera algo, lo sabía y me dejó hacerlo porque la puerta se encontraba abierta y comprendía lo que yo sé ahora: quién era su sucesora. Sí, siempre sucesora, así debe ser. Entrarás y lo verás tú misma y entonces me creerás, lo verás y comprenderás lo que hablo porque cuando yo muera, mis memorias y las de todas las mujeres que hemos tenido esta labor continuarán en ti, en tu sangre; nuestros espíritus se hallarán para aconsejarte en cada momento y nos sentirás en la cobija que te tejí, en el collar azul de Lita que tanto te gusta, en tus ojos que son iguales a los de mi bisabuela, lo sabrás porque no nos vamos, nunca nos vamos del todo.

El predilecto, César Pedroza ¿Dónde…? ¡Ah, sí! Ahí estaba, como te dije, lo supe y tú lo sabrás, ahí… deja de estar ansiosa, sólo era un ángel, pero no, miento, no era cualquier ángel, era el de la trompeta del apocalipsis… Quita esa cara de incrédula niña, quítala, mírame y sabrás que no miento. No, no sé qué número es y ya sé que los ángeles son deformes, te puedo asegurar que éste no. Éste es muy normal, claro, si a lo soberanamente hermoso puedes llamarlo normal.

No, por supuesto que no lo atrapé yo, ni Lita, lo atraparon antes, antes, poco después de las grandes guerras. Deja te cuento lo que sé antes de que me muera, es la única forma.

Alguien de nuestra familia, no sé quién nos maldijo con esto, no sé quién, pero ella se llamaba Catalina. Catalina salió un día a recoger algo del campo y cuenta la historia que caminaba siguiendo la ruta de las piedras cuando vio caer del cielo una luz tan segadora que nunca recuperó la vista del todo. No estaba sobre ella, sino a su lado y le dio tiempo de esconderse tras un árbol que llevaba mucho tiempo muerto.

Entonces bajó un ser tan horrible que le heló la sangre y le quitó el color del cabello para siempre. ¿Que cómo era? No estoy segura, cada descripción que hay es diferente y tengo al menos tres versiones que puedes encontrar en los diarios que heredas, pero la que más me gusta a mí es la de los ojos, miles de ojos saliendo de su cuerpo y viendo todo sin párpados, observándonos, supongo el segundo ángel del apocalipsis.

Sí, mi niña, lo sé, parece absurdo, pero todo lo que creemos lo es, la misma ciencia lo es. ¿Es lógico que existan seres tan diminutos que no podemos verlos? Y sin embargo existen y lo crees, entonces créeme a mí que puedes verme. Estaba ahí el ángel y Catalina lo supo, así somos en la familia, sabemos cosas, ¿cómo? no sé, ¿por qué? Quién sabe, ¿para qué? Ah sí, el para qué es la pregunta importante, los ángeles sólo bajan a hacer una cosa… Y Catalina lo atrapó con su rebozo de algodón y cubrió sus ojos buenos, porque en la lucha le quitó muchos y cuando lo tocó, el ser horrible se transformó a nuestra imagen y semejanza y fue un hombre, un hermoso hombre que aun en su ceguera logró ver.

Desde entonces está encerrado por nuestra familia. Lo tenemos ahí, lejos de todos, donde no pueda acercarse a su trompeta jamás para que la ira de Dios no caiga sobre nosotros. No habrá final, no mientras lo tengamos porque el Señor le demostró el mismo amor que a la humanidad: ninguno. Y sin importar cuánto ruegue, cuánto rece, cuánto pronuncie su nombre, es sordo a sus plegarias, como a las nuestras, y está a nuestra merced, para nuestro antojo, para nuestro deseo. Porque la sangre azul de un ángel es bendita, bendita porque es suya, y al tomarla nos convertimos en santas y podemos así, hacer el milagro de proteger a quienes amamos.

Ya me muero, niña, ve con él si quieres, ve porque aún no he muerto y dile que estoy por irme al infierno. Despídeme, hazlo porque nunca volveré a verlo y un ser como él, incluso al que le hemos arrancado las alas y los ojos, es digno de todo nuestro amor. Pero está bien si no lo entiendes, lo harás, ve, háblale de que me muero y háblale de mi amor”.

Con estas palabras, mi madre murió y dejó en mi mano la llave roja que marcó la cicatriz que ahora te muestro. Luego del funeral, cuando mi padre lloró en su ataúd y mis hermanos se quebraron como ramas bajo el peso del tiempo, fui al bosquecillo familiar para verlo por mí misma y comprobar que era mentira. Ahí no habría nada y lo pasado eran desvaríos de una mujer que nunca había podido desvariar en su vida.

Seguí el ruido del arroyo como ella lo pidió, me moví entre las hojas y de la nada sentí el sonido artificial de la naturaleza en silencio, donde las aves no cantan, los insectos no se mueven, las alimañas del suelo no hacen nidos y el escalofrío del conocimiento me arrancó un poco del alma. A lo lejos estaba la cabaña y en mis manos quemaba la llavecita roja.

Abrí la puerta y entré, bajé las escaleras en la oscuridad alumbrada por mi celular y el goteo del agua filtrándose por la pared me caló los huesos. Al final había una luz y, ahí, un ángel sin ojos, atado por la pierna con una tela vieja, tan hermoso y único que perdí el equilibrio y caí.

―Eres real.

Giró su cabeza hacia mí como si tuviera con qué mirarme, se arrastró jalando todo su cuerpo con sus brazos y noté que le faltaban algunos trozos del pie derecho.

―Mi madre murió.

El ángel siguió empujándose por el suelo, como una triste víctima que sin fuerzas trata de escapar.

―Ella te amaba.

―Lo sé y yo la amaba a ella.

Acercó su rostro hasta el mío y me besó. Abrí los labios y sentí un chorro tibio y dulce recorriendo mi garganta. Había algo entre mis dientes y me obligué a tragarlo; finalmente se alejó y vi su boca sin lengua. Lloré, no pude evitarlo, lo hice porque quería liberarlo y no lo haría, tal cual había dicho mi madre, porque lo amaba, porque ese trozo de su carne me dio la sabiduría de Dios y porque lo último que había decidido que cualquiera escuchara de él había sido una declaración de amor a una mujer que no era yo.



El predilecto, César Pedroza


Tania Guadalupe Saldivar Mares (Ciudad de México, 1989) estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestra de preparatoria por elección y fanática del terror y el horror por cuestión de principios, le gusta pensar que los mexicanos consideran al miedo parte de la vida y por tanto lo hacen parte de su visión del mundo, por lo que sus textos suelen abocarse a estos temas.

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