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pergoladehumo

Catrina

Actualizado: 13 feb 2020

La flor que un día cae nadie ha de levantar del suelo

tú eres esa bella flor que sólo sirve pa’

enterrar a un muerto.

Los Choclok


Tania Rivera*

El repiqueteo de sus tacones hacía eco en la calle solitaria. Los pies le ardían y sentía en la planta una ampolla que imposibilitaba el avance. De haber podido se habría quitado los zapatos, pero ante todo está la elegancia y llegar descalza a casa no era una opción. Lo único que hizo fue acelerar el paso, a pesar del camino de terracería y el agua estancada.

De repente, sintió en su cara unas perlas que resbalaban arruinando el maquillaje barato, miró al cielo donde las nubes oscuras amenazaban con derramar toda la furia de su esencia líquida. Los tacones avanzaron más aprisa hasta detenerse frente a una puerta que de día parecía exhalar fuego, aunque en realidad era el óxido que impregnaba de carmín el hierro negruzco; tocó con prisa aquella puerta. La abuela no tardaría en aparecer para recoger las ganancias de la noche, aunque esa vez Catrina no había obtenido más que una botella de tequila a medio terminar, la cual tomó en el acto.

La abuela en efecto abrió la puerta con parsimonia y extendiendo la mano. Catrina negó con la cabeza dejando caer algunos cristalitos acuosos que las nubes habían depositado en su cabello.

– ¿Quién es amá? Si es Chela dile que mañana le pago, si es la Catrina dile que paga o no entra. –gritó una voz masculina desde el interior de la casa.

–Va a llover– fue lo único que alegó Catrina antes de que la abuela cerrara la puerta sin decir nada.

Catrina con más fe de la que le gustaría admitir se quedó parada a media calle esperando que la abuela regresara a abrirle. No apareció; por el contrario puso el seguro de la puerta, cerró la ventana y apagó las luces. Cuando vio la casa en penumbras Catrina dejó de ser la voluptuosa mujer de labios carnosos y regresó a ser ese pequeño niño solitario que a escondidas se probaba los zapatos de tacón de la abuela, siempre con terror a que su padre regresara de la cantina y quisiera que lo acompañara a esas expediciones “pa´ que se le quitara lo maricón”.

Sobra decir que esos episodios no sirvieron de nada. Al cumplir los quince años Catrina se apareció frente a su padre con una falda corta y unos tacones de leopardo que serían la perdición de los hombres decentes. El padre sin inmutarse pidió con la mirada una explicación a la abuela, la cual optó por encogerse de hombros.

–Muy bien –dijo el padre por fin– Si vas a ser una puta más te vale traer dinero a la casa.

Esa misma noche, su padre la llevó a la larga avenida principal, le escribió en un papelito las tarifas y dejó a Catrina ahí con su vestido dorado. Las demás mujeres observaron con recelo a la nueva chica, pero cuando se acercaron y miraron que temblaba a pesar de la brisa estival, se activó en ellas el vedado instinto maternal de sus vientres lascivos. De inmediato se apresuraron a dar consejos a la recién llegada.

– Todo con sombrerito, si te ofrecen a pelo tú le dices que nel, aunque te ofrezcan las perlas de la virgen. Si no te va a pasar como a la pendeja de Tijuana, la morrita de allá que habla medio cantadito… – entre susurros– la pobre se está quedando ciega, le ofrecieron un chingo de varo por hacer quién sabe qué y alguien le pegó un bicho, uno de esos que salen ahí abajo… N'hombre si entre más trajeados más puercos los desgraciados, No, mijita. Puta pero no pendeja…

Catrina aceptó los consejos agradecida. Esa noche regresó a casa con dos mil pesos, dinero que su padre se encargó de gastar de inmediato en la cantina. A partir de allí no le fue mal, incluso desapareció la cara de asco de la abuela y el espléndido padre le compraba ropa, zapatos y maquillaje “eso sí, nomás pa`l trabajo. En la casa te pones cualquier trapo”; la abuela, por su parte se encargó de contar al vecindario que el dinero que entraba a la casa lo enviaba su nuera desde Estados Unidos. Todos fingieron tragarse el cuento, especialmente aquellos que vieron saldadas sus deudas, aunque la mayoría sabía que esa nuera tan trabajadora había muerto después de una golpiza del padre de Catrina.

Sin embargo, la bonanza del negocio había desaparecido hace mucho. No porque la degradación y la lujuria hubiese escapado de la ciudad, sino porque el dinero escaseaba en todos lados. Aun así no faltaban los hombres borrachos que gritaban obscenidades desde sus carros, pero eran cada vez menos los que se detenían y ofrecían los pocos centavos de sus bolsillos por unos minutos de tregua con la soledad.

Esa noche y después de asegurarse una vez más que la abuela no regresaba a abrirle, Catrina volvió a la avenida con los pies deshechos, dispuesta a aceptar cualquier propuesta que le permitiera dormir en un lugar seco. Estaba completamente sola, pues sus amigas de los inicios, ahora más maduras, se encargaban de engatusar chiquillas calientes que quisiesen vender su virtud a cambio de unos pesos; se imaginó llorando pero las lágrimas simplemente no acudieron a sus ojos, fueron los chorros de agua los que se encargaron de borrar la belleza artificial, dejando unas manchas rojas y negras que parecían flores pisoteadas.

Unos minutos después, un carro blanco se detuvo frente a Catrina. La puerta se abrió y un hombre hizo señas para que subiera. A la mujer le atrajo la calidez que observó en la mirada de aquel extraño y su corazón se enterneció al mirar una puerta por fin abierta para ella. Ambos disfrutaron un rato del silencio.



– Hueles a flores muertas y tierra mojada– dijo el hombre. Catrina enrojeció sin saber si era un cumplido o una queja. – Cinco mil si haces lo que quiera esta noche. –La mujer asintió sin decir nada. Aunque después vino la censura, no sabía que podría pedir ese hombre y ya se imaginaba ciega y enferma como la pobre Tijuana pidiendo dinero afuera de su casa con los ojos huecos y sin vida. Mas era mejor cualquier incertidumbre que continuar temblando de frío en la avenida.

El hombre condujo un rato, hasta que recordó que Catrina estaba mojada. Sacó un pañuelo verdoso de su saco y lo entregó a la chica.

–Es lo único que tengo. –explicó con más preocupación por su carro que galantería.

Catrina se secó lo mejor que pudo e intentó averiguar a dónde la llevaban. Las penumbras y el viento que arrastraban una lluvia cada vez más fina le impedían esa tarea. El hombre tarareaba una canción que Catrina no se molestó en identificar; con su mirada dibujó el rostro de aquel hombre, se detuvo bastante en grabar en su memoria cada línea, pliegue y cabello sin encontrar un gramo de perversidad en aquel semblante, aunque recordó que esos eran los peores. Estaba tan ensimismada en observar al conductor que ni siquiera se percató que se detenían.

La lluvia había parado para dejar en su lugar una cortina nebulosa. Catrina abrió bien grande los ojos cuando miró la puerta de un cementerio. El hombre comenzó a caminar y ella le siguió por mera inercia. El terror que subía por sus medias de licra para instalarse en la boca del estómago le hizo olvidar el dolor de pies y los tacones que se hundían en el fango. Subieron por una pendiente hasta que el hombre señaló un pequeño prado; Catrina recordó el libro de recortes que su abuela guardaba bajo la cama en donde pegaba notas de periódico que narraban como hombres sanguinarios mataban a chicas iguales a ella. Su abuela se regodeaba sacando el libro durante la noches que Catrina no traía suficiente dinero a la casa y presagiaba las diversas formas en que la matarían. Varias noches la nieta se dejaba arrastrar por el insomnio creyendo que las historias de la abuela se cumplirían, sentía golpizas, cuchilladas y uno que otro balazo hasta que el dolor le hacía quedarse dormida. Ahora la certeza de que la abuela siempre dijo la verdad sobre el futuro de las mujeres como ella dolía más que aquellos sueños.

El hombre ajeno a esos pensamientos, encendió un cigarro y se recargó en un viejo castaño cercano al prado.

–Arrodíllate – exigió el hombre.

Catrina hizo lo que pedía con el sabor de una bilis tan oscura como el cielo en la boca. Igual que una primeriza se había subido al auto de un cliente sin evaluar la propuesta y ni siquiera había exigido el pago por adelantado como se acostumbraba.

– ¿Cómo te llamas? – preguntó el hombre expulsando lentamente el humo del cigarro.

–Me dicen Catrina.

–Claro, no podrían llamarte de otro modo. – El hombre rio entre dientes mientras susurraba. –Ahora reza.

Catrina miró al hombre con los ojos llorosos y después al cielo, esperando que las oraciones surgieran de su boca. Finalmente negó con la cabeza, su padre siempre le había dicho que aquello que otros llaman Dios no existe para las mujeres de su clase.

– ¿No rezas? Bueno, entonces llora. – De nuevo las enseñanzas de su padre acudieron a su cabeza: “los hombres no lloran”, “no seas marica” y otras frases por el estilo, acompañadas por su respectiva dosis de golpes en la espalda habían cercenado sus ojos llorosos del corazón o cualquier otro lugar de donde procedían los sentimientos. El llanto se quedaba atorado en la garganta y nunca salía.

– No lloras y tampoco rezas, ¿qué sabes hacer entonces?– concluyó el hombre.

Sin levantarse Catrina se quitó la parte de arriba del vestido, dejando al descubierto una piel sedosa a pesar de la multitud de marcas y cicatrices que recorrían su espalda; el hombre se acercó y con algo helado que sacó del interior de su saco dibujó el contorno de los inexistentes pechos de la mujer, subiendo por su garganta, pasando por la boca hasta detenerse en la nuca. Un clic y aquel hombre se quedó esperando a que Catrina suplicase por su vida. Ella permaneció imperturbable como el castaño, el hombre negó con la cabeza y le pidió que se vistiera. Acto seguido dio a la chica su dinero y se marchó.

A partir de entonces, Catrina no volvió a su casa y rechazaba a todos los clientes ante el asombro de sus compañeras de la avenida y esperaba que el carro blanco apareciera. Hacían un viaje silencioso y siempre iban al mismo prado, repitiendo la escena. Catrina cada vez se desnudaba un poco más, deseando que el hombre repasara su cuerpo; él en cambio parecía gozar con la templanza de su furia primigenia. Ya no esperaba las lágrimas de la mujer ni las súplicas por su vida, ni siquiera tenía fuerzas para accionar el arma que inevitablemente terminaba su recorrido en la nuca de Catrina.

Tijuana, convertida ahora en una vieja cuya sabiduría se había acentuado cuando las tinieblas eligieron sus ojos por hogar, era la única persona que conocía lo que pasaba en ese prado. Catrina nunca le contaba nada pero, en las mañanas iba a sentarse junto a la vieja; esos silencios parecían revelar mejor lo que las palabras no hubiesen alcanzado para expresar, Tijuana incluso sentía los escalofríos en la nuca y las caricias en los senos colgantes y envejecidos, y durante todo el día le seguía el olor a flores muertas y tierra mojada con lo que Catrina perfumaba la avenida.

Varios meses después fue ese olor el que una noche sacó de la cantina al padre. Tanta fue la ansiedad por saber de dónde provenía el olor que se salió a trompicones e ignorando la borrachera que le nublaba la vista. Pasó frente a la casa de Tijuana creyendo que quizá esa bruja era la causante del aroma. La vieja mujer le dirigió la negrura de sus ojos mientras le decía “tú sabes de dónde viene”.

El padre caminó muy a su pesar hacia la avenida en donde había llevado a su hija quince años atrás. No quería toparse con Catrina ni con los reproches que le haría por dejarla en la calle, pero continuó avanzando. Ya en la avenida el olor se hizo más potente, tanto que lo sentía ingresar a su cuerpo como si de una inyección se tratase, envenenando los fragmentos cenicientos de su alma; regresó a su casa con el olor de tumba impregnado en todos sus poros. Su madre, igual que cada noche se regocijaba en mirar los recortes que los años iban haciendo más numerosos. El padre contempló las imágenes y en cada una de las muertes percibía la pestilencia que ahora él también expulsaba. Los retratos de la muerte le recordaron a Catrina.

–Ella ya está muerta –anunció la abuela – Elige la imagen que quieras. Cualquiera podría ser ella.

El padre hizo caso omiso a lo dicho por su madre y salió de nuevo para encontrar el origen del olor. La ciudad le dirigió una sonrisa, retándolo con su inmensidad. Aceptó el desafío. Desde entonces el padre se dedicó por meses a caminar sin un rumbo aparente, guiado por el aroma intenso que sólo él parecía sentir.

Tijuana lo veía ir y venir por todos lados, cada vez más desesperado por apagar el maldito olor a tumba. Catrina había dejado de visitarla, pero apareció un día totalmente desnuda y con un orificio parecido a un beso en la nuca.

-Hazme un favor, Tijuanita. Dile a mi papá que la abuela tenía razón, que revise en los recortes, que yo soy una de esas, una de las que se va de su casa y ya no vuelve. – Y la chica se marchó con la virginidad de sus ojos intacta, pues ni siquiera ante su tumba había sido capaz de traducir las miserias de su vida al lenguaje de las lágrimas.



[Cuento leído en el 5° Coloquio Nacional Palafoxiano de Estudiantes de Lingüística y Literatura, Puebla 2019]



Tania Viridiana Hernández Rivera (Xalapa, Ver., 1997). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Ha publicado en las revistas digitales La Sirena Varada y Metáforas al aire. En 2017 obtuvo una mención honorífica en el 7° Concurso de Cuento Infantil y Juvenil de la Editora del Gobierno del Estado de Veracruz. Actualmente forma parte del comité editorial de Pérgola de humo.



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