Rafael Roque
A Ramón
Lo miran extrañamente: su ropa, sus movimientos, su rostro, todo es estudiado y comentado por la gente del pasillo. Las enfermeras lo observan y con sonrisa disimulada le piden calma. La gente camina a su alrededor y lo señalan, ríen, esperan algún movimiento, alguna mueca, un truco. Él está consciente de lo que ocurre a su alrededor, qué importa, le gusta, para eso ha nacido.
Una flor echó agua cuando no debía la corneta suena y estremece a media sala de operación. La noticia le cae bien, lo sabe por el movimiento extraño que hace su corbata michi. Es varón. Una hora más de espera y por fin le permiten ingresar a la sala donde están las parturientas; ahí se encuentra su esposa, con el cabello azul despeinado, el rostro pálido y los pómulos morados. La nariz conserva el color rojo fuego de siempre, sus ojos la forma de estrella fugaz. Él ingresa a la sala sonriendo caminando como pingüino, el overol naranja inmenso, los zapatos talla 53 color marrón, los cabellos verdes, unas flores en mano y la felicidad única de un payaso que acaba de ser padre.
Le acercó el regalo, ella olió las flores con ternura y un chorro de agua le empapó el rostro. Rieron. A modo de respuesta le tiende la mano y una descarga eléctrica le eriza los cabellos al esposo. Esperan impacientes al bebé. Está ansiosa, se le nota tanto que un tic comienza a palpitar en su corazón. Él lo advierte y piensa que algo va a explotar, sale apurado de la habitación completamente asustado, sin embargo, unos segundos después regresa con el gesto y la inocencia de un niño torpe. Ríen otra vez.
Una enfermera ingresa con dos niños, uno es el de ellos. Se los entrega no sin mirarlos de manera extraña. Está cubierto con una frazada que abren con suavidad, el padre está anhelante, la madre feliz. Lo ven, lo estudian. Lo cargan, revisan cada una de sus extremidades, es distinto. El niño, ajeno a todo, duerme, con rostro rosado, cabello negro, muy pequeño, muy normal.
El padre lo quiere, la madre lo adora. Poco a poco crece, es cuestión de tiempo. El padre continúa enseñándole las primeras palabras, aquellas que abren el show de todos los días: Buenas noches caballero. Nada, ni siquiera quiere probar la comida dulce, odia desde muy pequeño los cabellos de colores, las bocas rojas, los ojitos de estrella. Hace interminables pucheros cuando le obligan a ponerse overoles fosforescentes, eso no es lo suyo.
El payaso anda medio decaído ante las negativas de su pequeño, pero no pierde las esperanzas. Todas las tardes salen a comer helados. En su caminar las flores le sonríen, los perros lo saludan y el cielo le regala dulces rellenos con menta. Las personas lo observan, ríen, disfrutan. ¡Mamá ahí está el payaso!, señalan los niños, con evidente encanto. Su hijo está avergonzado, no le agrada esa atención, no existe tanta gracia cuando tu papá es el centro de las burlas, de los dedos que apuntan. Un día se armó de valor y le comunicó la vergüenza que sentía.
Al principio no entendía qué quiso decir, después de discutirlo y meditarlo sesudamente con el gato por fin comprendió que su hijo se siente apenado de él. En la cama la esposa le dice que no se preocupe, que es una etapa, que se quite los zapatos y se acueste en la cama porque mi flor necesita un jardinero apuesto, muy apuesto. La corbata michi giró interminablemente aquella noche.
El niño crece y reniega de su padre. Su vestir es moderado, lo que destruye la armonía fosforescente de la casa. Su andar, los modales, todo correcto. Ama los libros. Maldice su destino, las burlas de los compañeros, los dedos acusadores. Tu padre es un payaso, un ridículo, solían decirle mientras lo golpeaban y por fin una nariz roja, de sangre.
Adolescencia, terrible momento para tener un padre payaso. Constantemente miente, -soy adoptado, son unos tíos lejanos-, cualquier excusa es buena para que no los vinculen. El padre ya no insiste más, se contenta con su pequeño que no quiere ser payaso, qué importa, al fin y al cabo, lo ama. Aunque a veces intenta en vano explicarle lo del cofre secreto de los polvos mágicos: con echarse un poco es suficiente y, si en verdad eres un payaso, la transformación será inmediata. Su hijo le contesta, una y otra vez, que los polvos mágicos no existen.
Creció ausente, nunca fue a las funciones, siempre detestó ese mundo y a los amigos de su padre: la mujer con barba, el enano, el fortachón, el domador; todos le parecen ridículos. Prefiere estudiar, le gusta mucho eso de las matemáticas.
Lo del circo no va tan bien, la gente no asiste a las funciones y la magia se está perdiendo. La mujer barbuda decidió afeitarse después de tantos años. El hombre más pequeño del mundo salió en busca del amor y abandonó la carpa. El domador agoniza de tristeza después de enterarse que el único león, su fiel amigo anda muy mal de salud, que la jubilación está pronta. El fortachón decidió dar a conocer su homosexualidad y el amor que siente por el gerente del circo. Fue correspondido. Todos fueron tomando sus propios caminos y cada vez la situación se puso peor, sobre todo con la invasión de circos plagados de mujeres desnudas, cómicos sin gracia, animales muertos de hambre, acrobacias con red. Todo está perdiéndose.
El retiro está cerca, la universidad también. Para orgullo del payaso su hijo ingresó a la Universidad Nacional de Ingeniería, voy estudiar matemáticas, papá. El padre trata de complacerlo, por eso acepta dejar el circo y buscar trabajo. Sin embargo, nadie lo contrata, su ropa no es la adecuada, los modales incorrectos, su rostro es blanco. Desempleado, sueña con la última función, la de despedida, el final de todos los actos.
El hijo se fue de casa. Lejos conoció a una buena mujer, una empleada de tienda que aceptó ser su novia y que le decía y repetía que tenía algo: tu forma de reír, tus movimientos, algunos gestos, a veces como caminas, tu palidez, no sé, tienes algo…
Él trata de disimularlo, cree que se está dando la transformación que su padre había augurado. Decidió disimular bien sus maneras, las risas, los gestos, el caminar y esas extrañas ganas de ponerse corbatas michi.
Buenas noches caballero, dice por unas monedas en algún puente de la Vía Expresa; una moneda, solicita con sonrisa, con una mueca que en algún tiempo fue graciosa, pero no se puede competir con las groserías de aquel cómico de la calle, piensa. Se acerca al cómico grosero y le da la mano, con la descarga eléctrica respectiva. Entonces es expulsado del puente por los ambulantes y comerciantes. Decide subir a los microbuses, sus bromas serán entendidas ahí y el resultado es el mismo, el chofer apura: si no vendes nada bájate, payaso. Siempre baja sin monedas.
Estima que lo mejor será comprar una bolsa de golosinas para vender cualquier cojudez, dice la lisura y se ruboriza. Compra los dulces y el resultado no varía nada. Supo de algunos colegas de profesión que se dedican a animar fiestas infantiles, lo medita y le parece buena idea, allí hay niños y se entusiasma.
Se presenta en las casas y deja una tarjeta pintada con plumón fucsia, la gente desconfía del payaso avejentado. Ya no tiene mucho cabello, su palidez es preocupante. La esposa lo espera siempre en casa haciendo maravillas en la cocina, magia. Dos papas, un pedacito de carne y un guiso mágico.
Intenta entonces reunir a la gente de antaño, quiere despedirse con dignidad de los escenarios, julio se avecina y con él la época de circos. La gente quiere lo de antes les dice con su característica voz ridícula. Sus amigos están dudosos y después de muchas bromas y algunos dulces, aceptan. Se contactan con el dueño de una carpa de circo percudida en un cono de la capital, donde la estrella principal es un perro amaestrado que supuestamente habla. Y efectivamente parece pedir que lo maten a cada ladrido que da el perro flaco con collar de limones. Los dueños de aquel circo aceptan encantados, no tienen que pagarles a los nuevos integrantes y encima aumentarán en dos monedas el precio de la entrada.
La esposa plancha a conciencia el traje verde para la función que se viene. Él se peina los cabellos, se fija si su palidez es la correcta y la flexibilidad de su corbata para el futuro acto final. Buenas noches caballero. Siente un tic en el corazón, como una bomba a punto de estallar y trata de salir corriendo. Es inútil, el tic lo sigue a todos lados, está dentro de él. Se intensifica cada vez más y de pronto, como quien no quiere la cosa, deja de latir, despacio, muy despacio y el payaso se recuesta en el suelo y sonríe para su esposa, la payasita ojos de estrella alegre que por el contrario comienza a llorar.
El hijo llega dos días después de enterarse de la noticia, la novia espera afuera de la casa. La joven no sospecha nada aún, ese hogar no es el de antes, no hay brillo ni alegría. La madre le narra lo sucedido, aquella función que no se dará, la despedida que se frustró. Dios se lo llevó porque está seguramente aburrido, le dice. Él escucha atento y siente algo parecido a la tristeza. Revisa el cajón del padre, el pequeño cofre con recuerdos, fotos, los polvitos mágicos. Una foto llama su atención. En ella está llorando, es muy pequeño por eso no recuerda la escena. El padre está frente a él tratando de animarlo con una mueca y evidentes movimientos de brazos, una pierna está recogida, lo que indica que un salto ha sido efectuado, hay algo en el rostro del payaso: rigidez. Sí, el rostro a pesar de la mueca graciosa demuestra tensión, acaso por no poder consolar al hijo que llora. Se exige al máximo, solo quiere una sonrisa, una pequeña mueca de su pequeño. Queda desconcertado, la tristeza se apodera de su pecho y las lágrimas de las mejillas. No soporta la imagen de aquella foto y la deposita nuevamente dentro del cofre.
Una idea nace y se decide. Los polvos mágicos están frente a él, saca unos pocos, los esparce cuidadosamente en la palma de la mano y poco a poco los espolvorea en el rostro. Un minuto después ya es un payaso. Su cabello es rojo, la nariz también, ojitos de estrella, corbata michi de cuadros marrones, overol verde fosforescente, zapatos talla 53 púrpura. Una mueca, el movimiento de cabeza y un saltito hacia un lado. Es un payaso.
Feliz sale de la habitación, de un salto hace su aparición ¡taráaaan! Su madre le observa impresionada. Él le muestra con orgullo la flor que lleva en el pecho y un chorro le moja el rostro, ella ahora le da la mano con la descarga respectiva. Su novia lo ve desconcertada, le pregunta qué hace y él brinca mil, dos mil veces y la corbata michi hace remolinos. Sonríe y le dice: me gustas.
La función debe continuar. En el funeral del padre tomaron la lo decisión de que el hijo ocupara el lugar del payaso ausente. Por supuesto, están orgullosos de él. ¡A la mierda las matemáticas!, dijo en voz alta la lisura y se ruboriza: es un payaso.
En el circo la gente continúa llegando y casi hay lleno total. La madre está en primera fila, orgullosa, feliz de su payasito. El presentador empieza con las palabras de bienvenida. Primero, desde tierras lejanas donde el diablo no es diablo, donde el fuego emana del suelo, está hoy con nosotros: la mujer barbuda y su esposo, el hombre lobo (se casó con un hombre muy peludo). Las palmas, los espectadores señalan asombrados. Siguiente. El único hombre capaz de cargar una pesa de 300 kilos, que puede doblar un fierro como si se tratase de un palito de dientes: El fortachón. Palmas, los niños hacen punche tratando de emular al gran tipo, de inmensa fuerza y mirada penetrante. Y ahora, desde tierra feliz, el único payaso que no necesita maquillaje… ¡tatatatán!
Un salto y ya está en medio de la arena. Los mira a todos con asombro, es maravilloso percatarse de las miradas incrédulas de los niños, felices, expectantes de la primera gracia, de alguna torpeza, de la enésima caída. Toma aire, una, dos, tres veces, hasta que por fin dice con algo de nerviosismo: Buenas noches caballero.
Palmas, la madre sonríe, orgullosa. Una pareja a lo lejos aplaude, resignada con su hijo de veintiséis años que viste como payaso, alegre, aprendiendo todo lo que se debe saber sobre trucos y exagerados gestos. Sus padres lo observan, casi acostumbrados a su presencia, pensando que efectivamente es su hijo, aunque a veces guardan una pequeña esperanza de que todo haya sido un error, que se equivocaron en el hospital. Es su hijo, aquel payasito que se ríe de la experiencia de ese otro payaso torpe, sus bromas y aquella corbata michi.
Rafael Roque Rebaza, 37 años, escritor, periodista y padre de Ramón. En 2008 publicó su primer libro de cuentos En nombre del padre y otros cuentos. Ha ganado concursos literarios y publicado varios cuentos en distintas revistas.
FOTOS: Mark Williams. William Fitzgibbon. Unsplash
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