Ángel Fuentes Balam
Se escucha una voz, pero no es su voz: son unos sonidos lejanos, guturales y arrítmicos, como si una herida alimaña ofreciera una plegaria a su captor, desde una madriguera inhóspita. Es el lamento del dragón que habita dentro de la niña: vibra en las mamparas y en las paredes del baño de mujeres, tatuadas para siempre con injurias vergonzosas que rebasan en creatividad a las pintas de la prisión; hasta que la encargada de la limpieza las elimine con especial quitamanchas, seguirán impactando con todo su odio silencioso en el corazón de las bailarinas.
Su nombre está en letras negras y gruesas, seguido de dos adjetivos: “puta” y “gorda”. Mientras vomita, mira el grafo con ojos llorosos e iracundos. Golpea la pared y dobla la columna vertebral por los espasmos. Solamente saca bilis y sangre de la garganta. Las contracciones son brutales; sus quejidos, profundamente lastimeros.
Cuando ya no puede pasar más líquidos, camina hacia al lavabo. Se talla la boca, los dientes amarillos, las encías irritadas. Aprieta sus labios, acomodándose el leotardo que perteneció a su madre. Al observarse en el espejo, se ve horrible. Arruga la nariz del asco. Se revisa el cabello: es vital que el peinado no se deshaga; en muchas ocasiones, el peinado es más importante que la mismísima ejecución artística. Lo importante debe reflejarse en la superficie. Al salir, casi se olvida de soltar la llave del escusado. Cuando lo hace, la explosión acuática rompe el silencio del baño, conteniendo en su remolino alaridos insufribles que se burlan de ella.
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Afuera todo flota en la rutina. Es un globo lo real, el mismo globo de siempre que se estaciona entre las ramas de lo posible y ahí queda sin subir y sin explotar nunca.
Camina por la escuela de artes, hacia el aula. El corredor está hinchado de insoportables voces:
—Y tres, cuatro. Grand Battement. Dos y ¡Estira!
—Demi pliè. Así Carolina…
—Y la pierna a devant: el empeine y dedos.
Un mosco le pica la pierna; no por mucho. Luego de observarlo casi con ternura, da un manotazo con lujo de violencia. Restriega sus nudillos contra la tela: la sangre no puede quedarse adherida a la malla. Se imagina que ella es el mosco y que acaba de ser asesinada por sí misma. Ese acto se repetirá eternamente. Ella vuela hasta su propia pierna, se pica y luego se asesina, aplastando su regordete cuerpo lleno de sangre y bilis.
Entra al salón y mira a sus compañeras.
Las odio perras. Las odio a todas. Odio cada una de sus podridas cavidades. Cerdas. Puedo oler el pus de su vagina desde aquí. ¿Por qué siguen vivas?
La clase se desarrolla en silencio; repasan los mismos ejercicios de la semana anterior.
Necesito algo más, algo mejor, algo. No quiero hacer esto. Pero sí quiero. Me odio. Me quiero aplastar. Detesto el ballet. Me pican las zapatillas. Mi pie es muy grande. Mis nalgas se ven enormes con estas cosas. Me duelen los pechos. Detesto esta música. Odio los espejos. Odio la voz de esa pinche maestra que cree que ninguna de sus alumnas merece la pena. Si ella lo valiera no habría acabado en este lugar, enseñando a niñas imbéciles.
Sus piernas tiemblan en el ascenso. Alondra se muerde los labios. Gotas frías de sudor recorren su nuca.
La clase termina sin mayor incidente. Guarda sus cosas sin cambiarse de ropa. Una a una, las muchachitas dejan el salón solitario, impregnado de una mezcla de olores: talco, pies, axilas, perfume cítrico; la duela huérfana de pies, los cristales empañados.
—¡Bye, Alondra!
De la mochila, curtida como un árbol viejo, saca un pequeño frasco. Lo abre, echándose una pastilla a la boca.
—Si quieres, tengo agua.
—No, gracias.
Estela sostiene la botella en el aire, sonriéndole con un dejo de repudio. Alondra le responde con ojos fríos. Estela simula un beso (que parece sarcasmo puro), retirándose.
Alondra cruza el estacionamiento. Sus pasos son débiles y su andar dibuja patrones irregulares.
Otro día más se pierde. ¿Hasta cuándo podré reventar?
Alza la cabeza al escuchar unas risas. Mira a cien pasos que va Daniela de la mano de Orlando. Siente en el abdomen un pozo de estiércol, un hueco asqueroso como lo debe ser el culo de Daniela. Se revuelcan sus intestinos, friccionan consigo mismos, quemando, derritiendo, subiendo hacia la garganta como gas. Era obvio que Orlando jamás la notaría, claro como el agua limpia del inodoro. De pronto se siente extremadamente pequeña y liviana, como un mosquito. Así de fea. Así de inservible.
Sigue hasta la acera opuesta. Espera el autobús por diez minutos, en los que sobrevuela la ciudad para hallar venas sabrosas que chupar y piensa en algunas maneras para dejar de existir, antes de posarse sobre la pierna de una bailarina mediocre, que la aplasta. Llega el bus. Para pedirle parada al camión, su brazo traza una ligne perfecta; para escalar, sus piernas siguen un movimiento preciso en tres cuartos.
En el autobús, repleto de almas aburridas, se pregunta cómo las mariposas que estúpidamente chocan sin cesar en la lámpara del techo pueden volar tan hábilmente a esa velocidad. Es de esas cosas que nadie más que ella se molestaría en averiguar. Mueve la cabeza.
Puras pendejadas, Alondra. Por eso nadie quiere hablarte.
A través de la ventanilla, observa a los edificios desfilar: se alargan, se deslizan como una serpiente de luces y ángulos agudos.
Baja en el centro de la ciudad, que es una proyección de sí misma:
Sucio, rebosante de sonidos desagradables, de teléfonos que se quedaron esperando la llamada de no sé quién, los charcos de lodo doloroso, soledades sin edad, lamentos, cariño inválido, dolor otra vez, zapatillas putas que me pican, canciones en los puestos de cacharros, asco, copias fotostáticas, colores que no aguantarán un mes más, masturbación, cuando llegue a casa es lo único que me quedará: tocarme.
—¡Cuidado güerita, la van a machucar! —grita un hombre viejo, al ver que casi la atropella un auto. Ella reacciona, pero no agradece la advertencia.
Mientras camina, repasa la posición de los dedos, las imágenes, la suavidad en las muñecas y a cuántos grados debe colocarse el antebrazo, los codos, la alineación de la pelvis.
—Un agua, por favor —pide al entrar en una farmacia.
Cuando se la entregan, saca otras dos pastillas del frasco y se las echa a la boca. Al tragarlas recuerda su nombre en la mampara del baño, la mirada de sus compañeras, la sangre en sus mallas y en la taza del baño, y recuerda también a Daniela con Orlando.
La ciudad hoy es la última de las ciudades.
Gorda, llena de sangre, de bilis. Así no llegarás a tener nada. Ninguna posición social, ni una sola obra importante.
Saca el frasco, toma tres pastillas.
Baja pesadamente del vehículo, sorteando a la gente que viaja de pie y a las bolsas de supermercado que ha colocado una mujer en el suelo.
Cruza la avenida. Se detiene para rascar la picadura que dejó el insecto. Pobrecito mosco. Pobrecito. Respira la noche; absorbe en su piel blanca la luz de las farolas; intenta ver las estrellas, pero las nubes se lo impiden.
Abre la reja de su casa, el metal lanza un chillido idéntico al de una bruja que se riese de ella. Traspasa la puerta de la sala.
—Buenas noches —le dice a su madre, absorta en el televisor. Nadie contesta.
Extrae el frasco de su mochila, dejándola en un sofá. Va al baño. Saca cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez pastillas.
Observa la taza blanca, reluciente, hermosa. La acepta tal y como es. Con un poco de suerte, entre sangre y bilis, se desintegrará para no ver la mañana.
Fotografía: Juli Kosolapova, Unsplash
Ángel Fuentes Balam. Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Director de “Perros que parecen laberinto Teatro”. Es autor de los libros: “Melodía tu engranaje quieto” (Editorial El Drenaje), “Cruoris o la rabia que fuimos” (Libros en Red), “Devoré el cráneo de Eros” (Ediciones O) y “Ya nadie cuida las antorchas” (Sangre Ediciones. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional. Productor de: “Buqueic” (2017-2018), presentación de lectura y acciones escénicas sobre literatura erótica, realizada por autores mexicanos. Actualmente, es director y profesor de la Compañía Escuela de Teatro de “El Claustro”, en Campeche, y cursa el Diplomado en Creación Literaria del INBAL.
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