Frida Lima Castañeda
José Salazar decidió cortar el camino a través del cementerio; le gustaba porque de noche era aún más tranquilo. Los impenetrables guantes que usaba se aferraban con fuerza al mango de la bicicleta tratando de mantener el control, pero el frío lo complicaba un poco. Faltaban tres días para navidad y la nieve ya estaba congelada en el suelo; sin embargo, esa mañana había vuelto a nevar, por lo que ahora una capa más ligera cubría a la vieja. Aun así, el camino se encontraba despejado, las máquinas ya habían pasado y era seguro.
En la canasta de su bicicleta se balanceaba una bolsa con las compras: leche, huevos, cigarrillos, un pequeño peluche con forma de tortuga para Pepe, como las que había visto en su infancia. José llevaba más de veinte años viviendo al norte de Estados Unidos; no sabía si alguna vez volvería a ver a las tortugas salir de sus huevos y caminar lentamente hasta la playa. “Aquí no hay nada de eso”, se dijo a sí mismo alejando los recuerdos.
Por cada bocanada de aire que salía de su boca una gran nube de vaho se extendía ante él y hacía que el camino se volviera borroso, además, no había viento esa noche. Un enorme gorro cubría su cabeza y la bufanda la usaba hasta la nariz, por lo que respirar se volvía complicado. José odiaba el frío, pero tanta blancura por fin lo había cegado y ahora vivía con el mismo frío dentro de sí. Con los años, había aprendido que el invierno en el norte dura más de lo que se hubiera imaginado al principio, pero ahora sabía protegerse, no le faltaba nada.
José miró una vez más el peluche con forma de tortuga y recuerdos de su vida pasada arremetieron contra él: la voz rasposa de su abuela, el calor agobiante con olor a sal que le golpeaba el rostro, las gotas que se formaban en su vaso lleno a tope de cerveza, un cielo azul, las risas de un niño. Una vida que había perdido hace mucho. Trató de concentrarse en el camino que tenía enfrente y dirigirse al parque, el cual conectaba con el cementerio por medio de la iglesia del condado, desde donde se podían escuchar villancicos. “Aquí no había nada de eso”, se repetía José: aquí había frío que calaba los huesos, insensatos copos de nieve que lo cubrían todo y personas con ojos de hielo que cantaban alegres canciones navideñas.
La música y las risas se fueron extinguiendo mientras más se internaba en el parque, que a esas horas se asemejaba a un bosque legendario. Las piernas habían comenzado a arderle y quería llegar pronto a su casa; ahora todo parecía más frío, más siniestro. Comenzó a pedalear con una fuerza ferviente mientras admiraba cómo la bolsa de las compras se tambaleaba peligrosamente; sin embargo, su cuerpo dio un repentino salto del asiento de la bicicleta y su cabeza golpeó de lleno contra la rama de un árbol. José logró mantener el dominio un rato más hasta que un destello en el piso le heló la sangre: hielo. Sin que pudiera impedirlo, las llantas resbalaron contra la superficie congelada y perdió el control; el mango cobró vida entre sus manos y vio como el piso se encontraba más cerca de su rostro. Sintió el calor del frío cuando éste rozó su piel, derrapó unos segundos más y todo se volvió blanco. Blanco como la nieve en la que estaba enterrado cuando recuperó el conocimiento. José observó su pierna rota fusionada con una llanta de la bicicleta, los huevos destrozados, la leche derramada y los cigarrillos húmedos. Sus ojos inyectados en dolor buscaron el peluche en forma de tortuga sin encontrarlo y su corazón se rompió en mil pedazos. Percibió la espesura de la sangre deslizarse por su frente y un punzante dolor le atravesó la cabeza: alguien taladraba ahí dentro; le decía que tenía el tiempo contado. José no acostumbraba a usar casco.
La visión de José se volvió difusa y para intentar recuperar un poco de calor siguió pensando en su vida pasada: cielo azul, palmeras, risas infantiles. Pronto, el recuerdo del momento más caluroso de su vida volvió a él como un viejo amigo tratando de hacer memoria y hablar de los momentos vergonzosos de la adolescencia, claro, sin saber que está siendo imprudente. Arizona: veinte años atrás. Cargaba al pequeño Pepe en los hombros mientras éste lloriqueaba por agua. Agua que nunca llegó. Agua que ahora se hallaba congelada enterrando a José.
Una vez más, sus ojos buscaron a la pequeña tortuga sin encontrarla: una ofrenda para Pepe, un regalo de navidad adelantado. Pero estaba bien, José sonrió, llegaría justo a tiempo para que, por primera vez, pudieran pasarla juntos en el norte.
Frida Lima Castañeda (Coatzacoalcos, 1998). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM, colaboradora en revistas digitales como Monolito, Tabaquería, el número 0 de La Coyol, el primer número de la revista literaria Naollin: el quinto sol y en el número 6 de la Revista Rigor Mortis. Publicada en la antología Hacia el abismo de la editorial independiente Dioscuros en Monterrey, N. L., y en el Tomo XII de Relatos de la cuarentena, editado por Tres nubes ediciones y la Casa del Libro Universitario UANL. Amante de los gatos, la playa y la cultura japonesa.
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