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pergoladehumo

Reflejos que hieren

 

Luis G. Torres

 

I´ve died a hundred times…

 

Estábamos comiendo los cuatro sentados alrededor de la mesa. Marina hablaba y hablaba como es su costumbre. Yo estaba mirando mi plato, comiendo sin detenerme mientras oía la plática del resto.

En ese momento, levanté la mirada del plato y miré a los ocupantes de la mesa del fondo del restaurante. No los miré directamente, sino en un espejo del fondo del local. Ellos comían calladamente. Cuando me fijé bien, había algo particular en sus rostros: de sus ojos brotaban gotas de sangre, que, a manera de lágrimas, bajaban por sus mejillas. La pareja no se miraba, no decía nada. Ver eso me hizo temblar en mi lugar. Cerré los ojos un instante y cuando los abrí, la pareja comía y discutía. No había ni señal de la sangre que antes vi correr por sus rostros.

Marina y Elsa seguían discutiendo. Heriberto comía deprisa, mirándolas, pero sin intervenir. Terminé de comer casi todo lo que había en mi plato, excepto algunas verduras que dejé sin tocar. Para entonces Heriberto también había terminado y hasta el mesero había recogido su plato y cubiertos. Los platos de Marina y Elsa estaban todavía con mucha comida, pues ellas se dedicaban a discutir, a hacer ademanes y gestos.

Salimos del restaurante y echamos a caminar. Las chicas tomaron la delantera y caminaron delante de nosotros. Heriberto y yo las seguimos, en completo silencio.

Llegué a casa más tarde. Entré sin hacer ruido. Saludé desde abajo, sin obtener respuesta alguna. Escuché que arriba estaban mi madre y Nina, discutiendo. Me fui directo a mi cuarto. Estaba acostado, tratando de leer una revista, pero los gritos que venían del cuarto de mamá no me dejaban concentrarme. Salí al pasillo y caminé unos pasos. Sin entrar a su cuarto, permanecí callado, escuchando lo que decían.

Mamá le recriminaba cosas a Nina y ésta le contestaba con un tono alto y grosero. Pensé en intervenir. Me acerqué más y las vi discutiendo desde fuera, reflejadas en el espejo del tocador de mamá: ambas estaban alteradas, moviendo los brazos con energía y de sus ojos corrían lágrimas de sangre. Fue un shock. Cerré los ojos y regresé por el pasillo. Me metí al baño y me mojé la cara con agua fría. Después pasé mis manos empapadas por el cabello, alisando hacia atrás. Respiré profundo y salí del baño. Me metí en la habitación y cerré la puerta. Me acosté en la cama y me tapé los oídos con la almohada de mi cama, apretándolos bien fuerte. Así seguí hasta quedarme dormido.

Al otro día me levanté temprano y me bañé deprisa. Salí como de costumbre a la calle y me dirigí al metro. Subí a la estación y esperé el primer convoy. A esa hora el metro está completamente lleno. Miré a mi alrededor y todos parecían estar ensimismados. Algunos jóvenes y no tan jóvenes estaban escuchando música desde sus teléfonos celulares, con audífonos. Otros trataban de leer un libro, de pie y sostenidos por solo una mano deteniéndose del tubo superior. Se oían los pregones de quienes increíblemente atraviesan el vagón lleno, vendiendo mascarillas KN15, paquetes de chicles, discos grabados con diferentes contenidos y pequeños dispositivos para coser, similares a pequeñas engrapadoras.


Irina Tall


Nadie parece tener contacto con los demás, todos ensimismados en su momento. Todos queriendo llegar a algún lado y a ninguno. Cuando el vagón bajó a nivel subterráneo, la luz del interior se hizo más brillante y nos envolvió la oscuridad del túnel. Entonces los vidrios de la puerta, a manera de espejo, mostraron los reflejos de la gente que me acompañaba en el viaje. Los miré detenidamente y me conmocionó ver de nuevo esos ojos sangrantes. Los que leían alguna revista o libro, con los ojos bajos, las mujeres que miraban su rostro en el espejito de la polvera y hasta algunos de los niños que iban acompañados de sus padres, tenían esas lágrimas de sangre en las mejillas. Tiemblo. Estaba encerrado en ese sombrío ambiente y ni siquiera podía moverme, cambiar de lugar o salir del tren. Solo atiné a girar en mi lugar, de manera que no podía ver los vidrios de las puertas ni de las ventanas. Miré hacia el bulto de gente apretujada. Respiré una y otra vez, tratando de borrar esas imágenes de mi cabeza.

Llegué a la estación del centro y me bajé. Casi salgo expelido del interior por la fuerza de los que igual que yo, salían de ahí, Caminé por los pasillos llenos de gente. Pasé frente a la multitud de comercios que ofrecen medicamentos naturales, bísquets aromáticos, ropa de mujer y hasta artículos para perros. Continué caminando sin parar. Salí a la calle. El aire frio de la calle me refrescó. Miré hacia arriba y el sol resplandecía.

Afuera todo era bullicio y movimiento. Había personas que ofrecían servicios, te entregaban tarjetitas con publicidad para hacer lentes, trabajos dentales y otros. Las calles estaban llenas de gente que va y viene. Parecía que nadie se detiene en su afán. Unas cuadras adelante, me encontré con los organilleros que mecánicamente giran la manivela de sus grandes aparatos con una mano y con la otra extienden un viejo quepí, con el fin de conseguir una moneda. Estaban parados a ambos lados de una vidriera de una tienda departamental. Cuando miré su reflejo en la vidriera, comprobé que sus rostros estaban también cubiertos de lágrimas rojas y brillantes. Me miraban de frente, pidiendo en silencio mi apoyo. Lloraban lágrimas espesas que escurren hasta el suelo. ¡No pude seguir viéndolos! Empecé a correr, dejándolos atrás con sus desafinados instrumentos musicales.

Después caminé rápido, tratando de recuperar el aire que perdí debido a la carrera. Quería alejarme de los mostradores. No deseaba tener espejos, vidrios ni imágenes pulidas que me volvieran a traer esas grotescas imágenes. Me hicieron daño. Me alteraban. Caminé unas calles más. Me alejé de mi camino al trabajo. Miré el reloj y ya era tarde. Había perdido la hora de entrada. No me importó…Ya que no iría a trabajar, decidí almorzar algo.

Busqué uno de esos pequeños locales de comida. Entré, me senté y miré la carta, que era un papel apenas legible y un poco arrugado. Le quise pedir a la mesera que quería unos chilaquiles con huevo y un café caliente, pero nunca me vio. Busqué con la vista el baño para lavarme las manos. Al fondo había una puerta vieja y despintada. Debía ser ahí. Entré al pequeño baño y oriné. Al terminar, me paré frente al lavabo y abrí la llave de agua. Me estaba mojando ambas manos cuando vi mi imagen en el espejo de uno de esos botiquines metálicos que hay en todos los baños. Entre las manchas del espejo me vi, flaco, pálido y con grandes ojeras. Mis ojos parecían estar enterrados en la cara y de ambos, fluían lagrimones de sangre, que corrían por las mejillas y caían sobre el pequeño lavadero. Me asustó la imagen, pero ya no hui de ella. Me miré de frente y hasta acomodé mi copete con la mano derecha. Cerré la llave del agua y miré ese rostro desencajado y casi transparente que tenía frente a mí. Soy un despojo humano. Lo único que recuerdo es esa sensación de tristeza que me embargó al verme. De repente mi imagen se esfumó por completo. Desapareció del espejo oxidado de ese cuarto de baño, perdido en el centro de la gran ciudad.

 

 

Luis G. Torres Bustillos (CDMX). Avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace más de cinco años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos suyos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publicó en Infinita su primer libro, Pequeños Paraísos perdidos, y el año pasado Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. Recientemente presentó su tercer libro de cuentos Inquietante, bajo el sello de Infinita. Forma parte del comité editorial de ESTIGMA ediciones y colabora activamente en la revista Letras Insomnes. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado Ominoso (En edit. Lengua de Diablo), que se presentó en Cuernavaca inicialmente y en la Feria Internacional de la Lectura de Mérida,

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