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La madre de Angélica

 

Guillermo Ríos Bonilla

 


Los maullidos de los felinos que copulaban sobre el tejado de la casa perturbaron el descanso de Angélica. Mientras ella estudiaba, la noche la había sorprendido concentrada en las matemáticas, pero con el transcurso de las horas el embotamiento le nubló la mente. Dejó encendido el computador, apagó la bombilla del cuarto y se recostó en la cama. Pensaba en lo aburridas que le parecían las matemáticas y que debía entregar el trabajo mañana a primera hora. Los murmullos de la noche la extraviaron, como una puerta de escape que le permitía abandonar su cansancio mental, y la libertad de su mente, errando por instantes en el ocio, la hizo desplazar la mano con suavidad hacia la entrepierna. Un tenue estímulo le recorrió la piel y una agradable sensación le surcó el cerebro. Los inquietos dedos continuaron explorando y el calor del cuerpo empezó a subir. Se tocó los senos por debajo de la blusa y acrecentó aún más el cosquilleo que ya le envolvía toda la piel. Aceleró el contacto de los dedos y los hizo instrumento de los gemidos que surgían de su boca entreabierta. Arqueó la pelvis sin dejar de acariciarse, como para permitir que toda la energía del placer se expandiera por la piel, y momentos después el orgasmo vibró cada parte de su cuerpo adolescente. Mientras la agitada respiración sosegaba la tormenta de la ansiedad, se sintió culpable y observada. Se mantuvo unos momentos en silencio, y entonces escuchó los murmullos de los gatos en el tejado. Se vistió y se incorporó para encender la bombilla, abrir la ventana y mirar hacia la calle. Contempló la luna imperante en la noche y a los felinos que corrían hacia el tejado de la casa del frente. 


Angélica intentó cerrar la ventana pero un viento fuerte se interpuso. Al observar a los animales que la miraban desde el techo de la otra casa, reconoció a uno de los dos cuadrúpedos: era su querida mascota, cuyo color azabache brillaba ante el reflejo de la luz de la luna. Angélica lo estimaba hasta el extremo de permitirle que se comportara como un verdadero anarquista y el minino se valía de la indulgencia de su ama para desbordar los caprichos con las cosas de la casa. Ella siempre encontraba una justificación para cada una de las travesuras del gato cuando su madre la reprendía y le gritaba que no volviera a jugar “con esa maldita bola de pelos”. Pero Angélica seguía durmiendo junto a él todas las noches; y, aunque su madre hiciera lo imposible para sacar al felino de la casa, ella le abría la ventana y el gato amanecía arrunchado entre sus piernas.

El animal fue el regalo que un amigo de la madre le había obsequiado en el último cumpleaños. Él empezó a visitar con frecuencia a la madre después de la muerte de su esposo. A ambas las trataba con afecto, aun cuando fuera un ser extraño que le gustaba escuchar una música rara, hablar muy poco y hacer las visitas en las noches. Angélica no sabía su nombre ni lo conocía muy bien, pero le había tomado un profundo cariño que no se atrevía a confesar. Cuando interrogaba a su madre sobre él, ella evadía las respuestas ofreciéndole alguna merienda. Mas al llegar el hombre, la madre solo le permitía estar unos minutos a su lado, escasos para demostrarle interés, y luego la mandaba a la cama. Casi todos los días siguientes, Angélica, mientras su madre le preparaba el desayuno, hacía la siguiente pregunta:

—¿De qué hablaste anoche con él?

—Cosas de mayores que tú no entenderías —era la respuesta seca de la madre y la conversación se terminaba. Sin embargo, en otra ocasión, Angélica gritó y su piel cambió de color después de haber visto la espalda de su madre:

—¡Madre!

—¿Qué ocurre, cariño? —preguntó asustada.                              

—¿Por qué tienes arañada la espalda?

—¿La espalda? ¿Arañada?... Ah, ya recuerdo, tu maldito gato anoche me cayó encima desde la baranda de la escalera —respondió.

—Pero mi gato estuvo conmigo toda la noche en mi cuarto.

—¿Volviste a dormir con esa bola de pelos? Cuando te enfermes vas a acordarte de mí. ¿No sabes que el pelo de ese animal es peligroso para tu salud? ¡Qué necia eres!

—Todo lo mío es malo para ti ¡Siempre! ¡Siempre!

—Bueno, suficiente, a la escuela que se te hace tarde. Yo voy a bañarme para ir al trabajo.

La joven también soñaba todas las noches después del cumpleaños que su cuerpo era explorado por un ser sombrío y tierno; al despertarse y encontrar al gato entre las piernas, lo consentía como una amante complacida. Y las palabras de su madre le importaban poco. El gato era muy especial como para despreciarlo.

Angélica aún miraba por la ventana, mientras los ojos de pupilas verticales de los gatos, que seguían con la erótica unión en el tejado del frente, la observaban con firmeza. La aguda brisa del sereno le rozó el rostro, y el brillo profundo de aquellos ojos le activó en la libido una plácida sensación imposible de rechazar. Se sentía enajenada, vulnerable, y aceptaría en ese momento cualquier atrevimiento. Como si la oscuridad del cuarto le hubiera escuchado los pensamientos, sintió una presencia detrás de las nalgas. Una mano suave empezó a ascender por su pierna y otra igual de osada le levantó la falda. Las caricias se le confundían con las de los sueños y no opuso resistencia. Angélica advirtió que el extraño la despojaba de la ropa interior, luego sintió que le frotaba el clítoris y le acariciaba la vagina. La noción del tiempo se perdió para ella, y las sienes eran un eco de los latidos de su corazón. Después las caricias pasaron de una mano a la otra, de un lugar a otro. El extraño le rodeó uno de los senos y le apretó el pezón con fuerza. Angélica sintió un pinchazo y dejó escapar un leve grito, que no era dolor, sino una dosis más de placer. Las caricias cesaron de repente y, en un momento de conciencia, la joven escuchó el ruido de una cremallera y pensó que tal vez el atrevido sería el amigo de su madre. La noche aumentaba las sensaciones y el ritual amoroso de los gatos metamorfoseaba los maullidos en susurros humanos. Con las manos apoyadas en la ventana y las bellas caderas frente al desconocido, Angélica subyugaba la mente a la batuta del placer. El miembro de él le golpeaba con suavidad las nalgas, como si fuera un látigo de carne. Luego la penetró, explorándole las entrañas sin pausa. Frente a la ventana, el felino imitaba los movimientos sobre la hembra. El atrevido amante se inclinó sobre la espalda de la joven, sin dejar de moverse, y con libertad le estimuló una vez más la entrepierna. Angélica sentía muy cerca el aliento que se confundía con el del gato, cuando éste ronroneaba todas las noches junto a la almohada mientras ella trataba de conciliar el sueño. Como un leve susurro pronunciaba una sílaba que no se atrevía a hacer más fuerte, por temor a que su amante desapareciera, como si todo hubiera sido sólo una fantasía: más... más..., y prefería el silencio que la noche había impuesto en el ambiente.

La curiosidad por conocer al usurpador invadió la mente de la chica. Decidida quiso virar el rostro con un lánguido esfuerzo, pero el desconocido frustró el intento acercándole la mano a la mejilla. Angélica desistió y los dedos del amante empezaron a jugar con los labios de ella. Al frente, la compañera del gato también había intentado mirar a su amante, y el felino había interpuesto la pata y maullado con éxtasis. Angélica miró por encima del hombro las uñas largas que surgían de la mano del usurpador, mientras experimentaba una debilidad en las piernas por la cercanía del orgasmo, y esa sílaba aún le sonaba en la mente. Un gemido, como el maullido del gato, se escapó de la garganta del extraño. La joven se unió al placer con una cálida humedad que la estremeció. El gato y la hembra compartían el mismo momento. Después, el felino emprendió una rápida huida y Angélica no sintió más a su amante. No se atrevió a virar el rostro para buscarlo, pues la hembra del tejado, ya solitaria, la observaba cara a cara con detenimiento. Angélica sintió miedo y corrió hacia el cuarto de su madre para buscar protección. Al llegar allí, ella no estaba en la cama. La ventana abierta dejaba entrar la brisa y la joven se acercó para cerrarla, pero mientras pretendía hacerlo, la hembra del gato entró en el cuarto. Celosa, se arrojó contra el rostro de su hija.

 

 *Ilustración Irina Tall

 

 


Guillermo Ríos Bonilla (Florencia–Caquetá, Colombia, 1976). Naturalizado mexicano en el año 2004. Es licenciado en Letras Clásicas por la Universidad Nacional de Colombia y Maestro en Letras Clásicas por la UNAM. Ha trabajado como profesor, investigador y corrector de estilo. Ha publicado los siguientes libros: Réquiem por un polvo y otras senXualidades, (e-book); Burbujas de aire en la sangre, Los vástagos del ocio e Historias que por ahí andan. Ha formado parte de diversas antologías de cuentos. Asimismo, ha obtenido primeros, segundos, terceros lugares y menciones en concursos de cuento en México, Colombia, Argentina y España.

 

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