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pergoladehumo

El rosicler de tus palmas sobre la piel serena del cierzo

Actualizado: 13 feb 2020

Gerardo Ronzón*

I

Aguja de los tiempos

desde tu centro arrojas. Dardo, pluma

clavada en cuerpo ausente: carne en viento

diluida. Cuchillo, si, mas fino

se empuña firmemente

desde la rama más precisa y fuerte

de los almendros cósmicos;

a cuya forma cambio das y el hilo

sostén a las membranas que recuerdan

de la luz las esporas tejiendo jacarandas.


Aupada, pluma eterna persigue los contornos

del hálito lozano, oriental y moreno

de tu pulcro y cincelado torso en movimiento.


Lías nubes en el cielo

de tu estuario sonámbulo. Musitando lirios,

santuarios y pagodas, pachulis y jazmines,

tu boca se me encuentra. Orquídea carmesí

entre la multitud de negras lanzas

erguidas sobre el labio de lo eterno.


La luna confidente

incuba en sus cavernas nuestro aliento.

¿Quién guío en aquella noche tus laderas?

¿Fue su mano, sonriente al consumarse?

¿Se introdujo en tus campos la sangre de su niebla?

¿Quién habla por nuestra boca, quién guía

este instinto asustado, este hálito de humo

que, esparcido, busca asir la forma de los cielos?


La luz de otras mañanas me reclama

otros nombres, dibuja en tu sonrisa

nardos del paraíso, caléndulas y eufrasias

teñidas por la sangre del recuerdo


Se desgaja el rosicler de tus palmas

sobre la piel serena del cierzo.


Divinidad tangible -concreción de la lluvia,

sonido de los astros, mar fraterno-,

elévame en tu carne;

cultiva las vainillas de lo eterno

en el infértil huerto de mi sangre.


Nada queda, tan solo estos besos en ausencia;

un cónclave indeseado de recuerdos

ungidos en la sangre del traspasado cuerpo

de la noche. ¿Por qué se cerró así

esta amplitud sin párpado, este estrecho entre soles?

Silencio en que enclaustramos nuestras bocas.

¿Cantará nuevamente, a las puertas del alba

en la víspera de nosotros, hambriento de ser,

el deseo?

II

Tal vez sería mejor sellar la puerta.

Cerrar aquel impulso de sangre que me mueve

a pulir con tristeza tu recuerdo,

tal dejan de mimar rocas los ríos

que los hombres enclaustran.

Porque hacer el amor es afilar

la obsidiana que corte la carne de la soledad.

No obstante, quedo en ribera lenta atravesado

por agua que murmuras.

Esta agua que recorre su destino,

la esperanza de ser cumplida por el mar

¿De qué alta cumbre nace, quien lidera

la corona que mueve

el ancho movimiento del olvido?

III

Pero me encuentro aquí, unido a cantos nacidos de tu boca. Los anillos que navegan tu atmósfera futura convocados por mi palabra al murmurarte. Prefigura tu cabello las ascuas del crepúsculo cuando la marea del cosmos inunda la cuenca de la noche. Son incontables caracoles enraizados, mil veces mil hilos en sí mismos perpetuándose.

Termina esta órbita improvisada y dejo el océano de tu estela para recostarme en las orillas del presente. Mi piel se tornó aljibe que almacena la luz que te circunda, tal los anillos del universo atesoran lunas y piedras.

Dejé que florecieras. Lo he dejado

sembrar la tierra estéril de mis días.

Al pronunciar tu nombre, los ecos evocan oro. Se desgaja el color del sol y tiñe tu torso. Hay un nimbo de humo en las costillas del tiempo.


Colmado de ti, lío estos versos, confundido.





Gerardo Ronzón (1997). Es estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM.





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