Gerardo Ronzón*
I
Aguja de los tiempos
desde tu centro arrojas. Dardo, pluma
clavada en cuerpo ausente: carne en viento
diluida. Cuchillo, si, mas fino
se empuña firmemente
desde la rama más precisa y fuerte
de los almendros cósmicos;
a cuya forma cambio das y el hilo
sostén a las membranas que recuerdan
de la luz las esporas tejiendo jacarandas.
Aupada, pluma eterna persigue los contornos
del hálito lozano, oriental y moreno
de tu pulcro y cincelado torso en movimiento.
Lías nubes en el cielo
de tu estuario sonámbulo. Musitando lirios,
santuarios y pagodas, pachulis y jazmines,
tu boca se me encuentra. Orquídea carmesí
entre la multitud de negras lanzas
erguidas sobre el labio de lo eterno.
La luna confidente
incuba en sus cavernas nuestro aliento.
¿Quién guío en aquella noche tus laderas?
¿Fue su mano, sonriente al consumarse?
¿Se introdujo en tus campos la sangre de su niebla?
¿Quién habla por nuestra boca, quién guía
este instinto asustado, este hálito de humo
que, esparcido, busca asir la forma de los cielos?
La luz de otras mañanas me reclama
otros nombres, dibuja en tu sonrisa
nardos del paraíso, caléndulas y eufrasias
teñidas por la sangre del recuerdo
Se desgaja el rosicler de tus palmas
sobre la piel serena del cierzo.
Divinidad tangible -concreción de la lluvia,
sonido de los astros, mar fraterno-,
elévame en tu carne;
cultiva las vainillas de lo eterno
en el infértil huerto de mi sangre.
Nada queda, tan solo estos besos en ausencia;
un cónclave indeseado de recuerdos
ungidos en la sangre del traspasado cuerpo
de la noche. ¿Por qué se cerró así
esta amplitud sin párpado, este estrecho entre soles?
Silencio en que enclaustramos nuestras bocas.
¿Cantará nuevamente, a las puertas del alba
en la víspera de nosotros, hambriento de ser,
el deseo?
II
Tal vez sería mejor sellar la puerta.
Cerrar aquel impulso de sangre que me mueve
a pulir con tristeza tu recuerdo,
tal dejan de mimar rocas los ríos
que los hombres enclaustran.
Porque hacer el amor es afilar
la obsidiana que corte la carne de la soledad.
No obstante, quedo en ribera lenta atravesado
por agua que murmuras.
Esta agua que recorre su destino,
la esperanza de ser cumplida por el mar
¿De qué alta cumbre nace, quien lidera
la corona que mueve
el ancho movimiento del olvido?
III
Pero me encuentro aquí, unido a cantos nacidos de tu boca. Los anillos que navegan tu atmósfera futura convocados por mi palabra al murmurarte. Prefigura tu cabello las ascuas del crepúsculo cuando la marea del cosmos inunda la cuenca de la noche. Son incontables caracoles enraizados, mil veces mil hilos en sí mismos perpetuándose.
Termina esta órbita improvisada y dejo el océano de tu estela para recostarme en las orillas del presente. Mi piel se tornó aljibe que almacena la luz que te circunda, tal los anillos del universo atesoran lunas y piedras.
Dejé que florecieras. Lo he dejado
sembrar la tierra estéril de mis días.
Al pronunciar tu nombre, los ecos evocan oro. Se desgaja el color del sol y tiñe tu torso. Hay un nimbo de humo en las costillas del tiempo.
Colmado de ti, lío estos versos, confundido.
Gerardo Ronzón (1997). Es estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM.
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