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El club de lectura. Capítulo 1: Presidenta de un club de lectura

pergoladehumo

Juan M. Fernández Chico



Deja caer la raqueta sobre un charco de sudor en el suelo. Su propio sudor. Mira por encima de la red a Claudio, su entrenador de tenis. Ha dado el mejor partido de su vida y, aun así, ha perdido. Sabe que aquello es meramente didáctico, pero le duele muy profundo en el orgullo. Tal vez porque el sueldo mensual de Claudio es lo que ella gasta en aceitunas sin hueso en una semana, y eso que odia las aceitunas.

―Jugaste bien ―Claudio golpea la raqueta con el puño cerrado―, has mejorado mucho, me da gusto.

―Pero no he ganado ―María Fernanda respira con dificultad, está agotada, echa el cuerpo hacia atrás para relajar los músculos de la espalda.

Alguien espera para entrar a la cancha. Odio eso aquello de esa ciudad. Este es el mejor lugar para jugar tenis, y aun así tiene que apurarse para dejar la cancha libre porque alguien la quiere usar. Como si fuera un pony al que una niña se quiere subir.

―Es el dilema del maestro ―Dice Claudio.

―¿Qué es eso? ―Guarda sus cosas en la mochila lentamente. Sabe que la esperan, y eso la obliga a moverse más lento.

―Si te gano, es que soy bueno en lo que hago, pero soy un mal maestro; si me ganas, soy malo en lo que hago, pero soy un buen maestro.

María Fernanda tuerce la cara. Tiene sentido, pero la verdad es que le importa poco. Aquello es sólo para hacer tiempo y mandar el mensaje que aquella cancha le pertenece, aunque no le pertenezca.

―No puedes ser las dos: o eres buen maestro o eres bueno en lo que haces.

―Pues yo creo que tú eres buen maestro, y eres bueno en lo que haces.

Cuando me ganes, entonces seré buen maestro. Pero…

―Pero… - Contesta ella - ¿Pero?

―La derrota debe ser legítima.

Claudio sonríe. “Verga”, piensa María Fernanda, esa sonrisa la desarma. No puede odiar a Claudio, es un buen tipo y es un buen maestro, y tiene una sonrisa que la distrae por dos horas al día, dos días a la semana. Se acerca para darle la mano por encima de la red. Es un juego, pero siempre hay que ser cortés.

―Vi en la entrada que habrá un torneo en octubre ―se pasa una toalla sobre la frente.

―Es para menores de 30 años ―aquello sale de boca de Claudio tan natural como cuando dice princesa o cariño.

María Fernanda sonríe. Recoge su bolso Gucci. Su teléfono marca cuatro llamadas perdidas. Tres de Mario, su esposo, y una de Carlota, su mejor amiga.

Se deja caer en la banca de madera que está junto a la cancha. Tiene clase de repostería en la tarde y una comida de despedida en la noche. Alicia se va a vivir a Italia, la acaban de hacer ejecutiva senior de Europa para la empresa en la que trabaja.

Piensa en que debería buscarse un trabajo, pero lleva tantos fracasos que no soportaría otro. Podría pedirle a Mario que la ponga en alguna de sus empresas, o que la recomiende con algún socio o incluso crear una con alguna de sus amigas. Pero no sabe si eso basta para llenar ese hueco que tiene desde hace meses en el estómago, aunque sea algo fugaz, como todo lo que hace.

Mientras maneja a toda velocidad, escucha una campanilla de su teléfono. Es un mensaje de texto de Jackie, una de sus compañeras del club de lectura de la que ella es la honorífica presidenta. Lo lee de reojo:

“Me recomendaron Yo antes de ti, dicen que está súper romántica y que te la pases llore y llore”.

“Verga”, piensa María Fernanda. Otro libro de amor. Otro libro de una mujer que se enamora de un hombre súper cute que, además de guapo, gracioso e inteligente, no existe. Tira el teléfono al asiento de atrás.

Es la presidenta del club, pero no deja de ser una puta democracia. Jackie va a presentar el libro y todas van a votar por él, y ella se va a quedar con las ganas de leer El muñeco de nieve de Jo Nesbo. Otra vez.

Recuerda que estuvo a punto de convencerlas cuando reseñó el libro. El título podía significar cualquier cosa y omitió lo del detective persiguiendo a un asesino serial que hace monos de nieve con las cabezas de sus víctimas. Pero Jackie lo googleó, y, al final, se decidieron por una novela de Isabel Allende.

Sube el volumen para escuchar los consejos de Martha Debayle. Es sobre cuidado de la piel. O del cabello. O las uñas. Alguna de esas cosas que anota mentalmente para olvidar a la menor provocación.

Abre la reja desde una aplicación del celular que su hijo le instaló. Mientras maneja por el camino que la lleva de la calle a la casa, va encendiendo las luces del jardín, la fuente y el sonido ambiente de jungla desde la misma aplicación. Ese juego de ser dios la ha agotado, y la emoción de tener un celular con el que puede hacerlo todo, se ha ido acabando poco a poco.

En el curso de repostería preparó un croissant que quedó fatal. Confundió la sal con el azúcar, la masa salió tan dura que era imposible de masticar, y el relleno, que debía ser una mezcla de carne con verduras, sabía a comida de perro. No que haya probado la comida de perro, pero sabe que eso es una frase común. Es como decir que sabe a meados o a mierda. No es necesario haberlo probado antes para imaginarse el sabor.

Se pone un vestido que compró la última vez que fue a San Diego. Es un Oscar de la Renta. Le queda perfecto. Apretado de donde debe de apretar, y suelto de donde debe estar suelto. Como si Oscar de la Renta lo hubiera hecho especialmente para ella.

Pero la despedida no fue mejor que las clases de tenis o de repostería. Saber que Alicia viviría en Milán mientras ella debía de conformarse con su casa en Campos Elíseos en Ciudad Juárez la hizo tomar de más. Cuando se terminó el vino que había comprado para la despedida, abrió las botellas que Mario coleccionaba en el sótano. Se tiró a la alberca con todo y vestido, y luego vomitó en el baño. ¿O fue al revés? ¿Vomitó en la alberca o se sumergió en la taza del baño?



Mario estaba echo una fiera, pero ella flotaba en las nubes. Si aquella alberca se le podía llamar así.

La levantó el dolor de cabeza. La luz del sol se le metía por el cráneo como un taladro. Se empujó unas aspirinas con un expreso hasta que poco a poco fue volviendo a la vida.

Desayuna cualquier cosa, algo que le dé energía suficiente para salir al jardín y mover al servicio como piezas de ajedrez. Debes en cuando hace eso para sentirse útil, para hacer de aquella casa un lugar que le pertenezca. Mueve sillas de un lugar a otro, reacomoda mesas que había arrumbado en la bodega de la casa después de ver en una revista que el rojo ya no era cool. No acaba nunca con las macetas, tiene mil cuadros que ha ido acumulando y que ahora quiere obligarse a poner. Cada viaje es un recuerdo nuevo, un objeto al que debe de buscarle sitio en la casa.

Está agotada, aunque ella sólo ha sido la mano que guía. Pero guiar es agotador.

Se echa sobre uno de los sillones del jardín. Mandó hacer un túnel de enredaderas que copió de un restaurante muy mono al que fue en Rethymno, Creta, en el último viaje divertido que hizo con Mario.

Se queda dormida unos minutos cuando la despierta la voz de Fortunato, uno de los encargados del jardín, para decirle que su hija Karla le habla.

―Gracias, Fortunato, estaba descansando los ojos ―se estira para despertar sus músculos―. Estuvo pesado el reacomodo de la mañana, ¿no?

―Sí, señora, pero le quedó muy bonito ―sonríe con tanta sinceridad que quisiera darle un abrazo.

Ve a Karla, su hija, bajando con el estuche del violín en la mano. Le recuerda que debe llevarla a su clase. Tiene un recital a final de mes y ahora debe tomar ir toda la semana.

La escuela de música está dentro de un centro comercial, lo que María Fernanda aprovecha para irse de compras. Pero últimamente eso tampoco la motiva. Pasa de un vestido a otro como si fuera el mismo: una pieza de tela monótona que no sabe ni cómo va a combinar. Nada que ver con los vestidos de Nueva York o de Los Ángeles. Estos se ven corrientes, como si los hubieran hecho en una máquina de cosera casera.

Entra a una tienda de ropa y luego a una zapatería. Se detiene a ver el concierto de Juan Gabriel afuera del Sanborns. Se prueba unos zapatos, se echa de todos los perfumes que su nariz es capaz de soportar, incluso juega Street Fighter en un local que renta Play Station por hora.

Al salir del baño, se topa con una librería. Desde que está en el club de lectura, cada vez se interesa menos en buscar libros. Al final será la mayoría de sus cursis amigas las que van a decidir qué leer. Pero tiene que matar el tiempo, así que entra.

La atiende una joven que lleva unas orejas de gato. Es menuda, como un pajarito, y va vestida con algo que María Fernanda piensa es un conjunto colegial.

―Bienvenida ―le dice la joven con una voz que es casi un suspiro, sobre el mostrador ve que dibuja a uno de esos personajes japoneses que ella y todas sus amigas han acordado en llamar, indistintamente, Dragon ball.

María Fernanda sonríe. No es la mejor sonrisa, pero no se puede quejar. Es una sonrisa amigable. Se detiene en las novedades. Hay tantos libros que quisiera leer, pero no tiene la fuerza suficiente para decidirse por uno. Ahora no elige para sí, sino para un grupo de señoras con gustos particularmente distintos a los de ella. Ve unas columnas de libros amontonadas al final del pasillo. Todo ese desorden le llama la atención.

―¿Y esos libros del fondo? ―pregunta sin voltear a ver a la chica del uniforme de escuela.

―Son libros usados. También están a la venta, pero son viejos y algunos están dañados.

De nuevo esa sonrisa que María Fernanda tiene bien entrenada. Pasa su mano por los lomos irregulares de los libros. De todos, uno la hace detenerse. Ladea la cabeza para poder leer el título: Una mariposa, una llave y un secreto. La portada es una mariposa parada sobre una llave con un atardecer de fondo. Le da vuelta. Lee.

Una mariposa vuela y se detiene en tu dedo. Crees que es una casualidad que, de todos los objetos en el mundo, aquella mariposa se haya detenido en tu dedo. Pero nada es una casualidad. Ni siquiera la lluvia atípica que moja tu ropa recién lavada. Si algo inunda el mundo, son los misterios.

Dentro, en blanco y negro, está la foto de un hombre de barba larga, un chongo hecho sin cuidado, con largos y pesados collares que cuelgan de su cuello. Si tuviera una enciclopedia, esa imagen vendría con la palabra gurú. Lo hojea para llenarse de palabras que elige al azar. La intriga es lo que la motiva a comprarlo.

Tiene 20 minutos antes de la hora de salida de Karla para leer, por lo menos, las primeras diez páginas.

El libro inicia así:

Si lo que te trajo aquí es tu cansancio, entonces has llegado justo a tiempo.

Saca su celular y busca el número de Jackie. Espera al mínimo sonido para hablar. Tiene que hacerlo rápido, o Jackie va a buscar la manera de sabotear su intento de proponer un libro. Espera en la línea hasta que surge una respiración. No da tiempo de que diga nada.

―Acabo de encontrar un libro en el mall. Es viejito, pero está lleno de… ―María Fernanda mira por la venta del Sears como si allá afuera estuviera la palabra que busca― de sabiduría.

El silencio desde el otro lado del auricular la hace dudar por un momento.

―Buenas tardes, la señora Jaqueline se está bañando.

―¿A esta hora? ―María Fernanda se separa de su teléfono para ver la hora― Es tardísimo, Carmen.

―Este…

―Dile que le hablé, por favor, que me regrese la llamada.

―Claro que sí.

Llega a la casa y se acomoda en una de las sillas del jardín, bajo una pintura que trajo de San Miguel Allende para adornar el pórtico. Abre el libro y lo devora. Cada cierta página leída, regresa a la foto del autor, quien firma con un Dr. Al Ja, para ver los ojos del hombre que escribió esas palabras que le están cambiando la vida.

Sonríe, como si el rostro del Dr. Al Ja le pudiera regresar la sonrisa.






Juan M. Fernández Chico. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Coautor del libro Correspondencias, cartas, figuras y personajes junto con Alfonso Herrera, y la novela La isla de los ancianos, publicados por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Guionista y director de los cortometrajes La venganza de Mauricio, El árbol y el tiburón, El duelo (mención honorífica Cine de lo invisible, Guadalajara, México), El camino de Felipe (mejor cortometraje mexicano en los festivales Todos somos otros y MIAX; premio del jurado Cine Alter’Natif en Francia), Complejo norte y Un mundo oculto, así como productor de la animación Hotcakes (mención honorífica del Festival Internacional de Cine para niños… (y no tan niños).




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