Javier Hidalgo
Han transcurrido casi diez años desde que cumplí mi condena en el archipiélago de las Islas Solovki; sin embargo, las cicatrices de aquella infame experiencia siguen intactas. Y a pesar de que últimamente evito recordar cualquier circunstancia acaecida en esa época, hoy no he podido eludir los fragmentos de un acontecimiento que marcó un antes y un después en mi vida, y que presencié durante mi estancia en el seno de aquel Tártaro.
«Los motivos por los que nos encarcelaron a Pyotr Zaytsev y a mí, por ende los que nos hicieron coincidir en las Solovki, fueron completamente distintos; Pyotr era un exoficial zarista que había sido capturado por el servicio secreto, y que debía ser castigado por “exponer información confidencial del camarada Stalin”, mientras que yo fui condenado a tres años de trabajos forzados por “propaganda contrarrevolucionaria”, luego de que interceptaran una carta que iba dirigida a un colega y donde cuestionaba la política socialista del régimen. No obstante, nuestros caminos se cruzaron en aquel grotesco recinto.
»Aunque el destino de Pyotr era obvio e ineludible (pero sin fecha aún estipulada), él mantenía una jocosidad poco común en un reo, si tomamos en cuenta las condiciones inhumanas a las que estábamos expuestos en el archipiélago. En el barracón, luego de la amplia y extenuante jornada laboral, solía contarnos chistes; quizá para que olvidáramos el infierno en que vivíamos. También era él quien recibía a los nuevos reclusos, era una especie de decano dentro de la isla.
»Antes de padecer las torturas en carne propia, fue él quien me advirtió de ellas: de las pértigas dentro de las celdas de castigo en la catedral del Monte Sekir, de las deplorables condiciones sanitarias del Lazareto, de las torturas con mosquitos en el lago, de los castigos colectivos en la nieve y de los fusilamientos al azar a plena luz del día. También me ayudó a lidiar con los otros reos, sobre todo con los más violentos. En fin, fue como un tutor para mí: me enseñó a sobrevivir en el archipiélago.
»Con el tiempo nos hicimos buenos amigos, así que un día en el barracón, poco antes de ir a comer, me dijo con una enorme sonrisa en el rostro:
»—Andrei, hoy, después de tres años aquí me viene a visitar Kristina, mi esposa.
»—¿En serio? Qué bueno, me alegro por ti —le respondí, dándole una ligera palmada en la espalda.
»En ese momento atravesó la puerta del barracón uno de los carceleros gritando:
»—¡De pie!
»Luego, dirigiendo una mirada bestial directo a Pyotr dijo:
»—Zaytsev, al patio, ¡ahora!
»Pyotr, pese a ser consciente de qué se trataba accedió sin rechistar; mas les expuso a los carceleros su situación e intentó persuadirlos de que no ensombrecieran la visita de su esposa, la cual no permitiría que se quedara más de tres días, una vez ella se marchara podían fusilarlo. Los carceleros aceptaron.
»Es increíble hasta qué punto puede llegar un hombre a dominarse a sí mismo para no hacer sufrir a quienes ama. Este fue el caso de Pyotr, quien durante tres días y tres noches evitó turbarse siquiera por un segundo para que su esposa no sospechara el destino que le esperaba cuando ella se marchase. Sólo el último día, mientras paseaban por el lago Sviatoi, Kristina lo vio agarrarse la cabeza con gesto de desesperación, por lo que le preguntó: “¿Qué te pasa?”. “Nada” fue su respuesta. Luego, minutos antes de que Kristina se marchara, Pyotr entró al barracón, y con lágrimas en los ojos, me dijo:
»—Andrei, cuando salgas de aquí, por favor, te lo suplico, ponte en contacto con ella y dile que me perdone.
»El barco donde se marchaba Kristina aún no había desaparecido en el horizonte cuando ya estaban desvistiendo a Pyotr para el fusilamiento.
Andrei Morozov
Islas Solovki, 19 de abril de 1929»
Ilustración Irina Tall
Javier Hidalgo (Guatire, Estado Miranda, Venezuela, 2001). Autor de múltiples cuentos y poemas que han sido publicados por revistas de renombre como Letralia, Literatura Mundial y Sombras de compañía, así como de un libro de cuentos inédito.
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