Paula Busseniers
Los masai cuentan que cuando cazas a un animal, su espíritu entra a habitarte. Eres la muerte de esa criatura y la responsable de su poder. Le tienes que dar casa nueva a ese poder, darle parte de tu cuerpo.
Mayra Santos-Febres, “La cazadora”
Afuera de la ciudad, a pocos kilómetros, había un tupido bosque con gran variedad de árboles, todos añejos. En medio de un claro se hallaba un cazador, totalmente inmóvil. Su mente registraba, igual que un cirujano a punto de abrir el pecho del paciente, todo lo que ocurría a su alrededor: una urraca que volaba de rama en rama, una racha de aire que súbitamente revoloteaba el polen, un débil crujir entre la maleza. Su corazón latía a prisa, emocionado por lo que creía que estaba por ocurrir: cazaría ese venadito que lo había llevado en su persecución por el bosque. Es muy listo, pensó, o muy travieso. Ambas posibilidades le importaban mucho, a él, un cazador experimentado. En su despacho de abogado tenía la prueba de su destreza: tres magníficas cabezas de ciervos machos, luciendo sus peligrosas astas.
¡Mira! Al lado del enorme encino de la izquierda apareció de nuevo el animal. Instintivamente el hombre se alistó a jalar el gatillo, pero no lo hizo, adivinando un ardid del bicho. Parecía que éste sabía que le quedaban únicamente tres balas en la recámara de su rifle. Si fallara otra vez, serían apenas dos. De sólo imaginarlo empezaba a brotarle el sudor. Él, que tenía siempre la sangre tan fría, se sentía ahora acobardado por su presa. Había que serenarse, a toda costa. ¡No debía fallar!
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Estiró lentamente el brazo, cerrando el ojo izquierdo para concentrarse mejor. A punto de tirar, algo lo distrajo. Sólo un leve crujir. ¿Lo había soñado? El venadito no dio señales de haberse inquietado. Seguro fue una tontería, un ratoncito, tal vez, o una ardilla. ¡No podía vacilar más!
Entonces pasaron dos cosas: se escuchó un suave silbido, casi inaudible, y en el mismo instante, el venadito desapareció. “¿Quién hizo eso?” se preguntó el hombre sorprendido, maldiciendo al que le arruinó el tiro que sabía certero.
―A que tú no quieres a los animales, ¿verdad? ―le susurró una voz ronca.
El cazador volteó con tal brusquedad y tan repentinamente, que al hacerlo descuidó su arma. Por poco se vuela el propio pie.
―Tranquilo, tranquilo, amigo ―le decía el desconocido―, aquí nadie va a hacer daño a nadie.
Y silbó idéntico a lo que había escuchado unos momentos antes.
De inmediato, el venadito venía trotando hacia ellos. El cazador se quedó atónito. ―¿Pero qué es eso? ―exclamó al fin―, ¡un venado que obedece, cual fuera una dócil mascota!
―Esa es una larga historia ―dijo el hombre de la voz ronca―. ¿Quieres oírla? Te invito a tomar una sopa caliente en mi cabaña.
Sin descuidar un instante al cazador, acariciaba la suave piel del venado. ―Ésta es Lola ―añadió―, nos hicimos amigos hace ya tiempo. Y tú, ¿cómo te llamas?
Con disgusto, el cazador se identificó como Alberto, a secas. A él no le interesaba la sopa caliente; por curiosidad aceptó la invitación con un simple movimiento de cabeza.
Caminaron uno tras otro el largo trecho hacia la cabaña sin cruzar palabra. El hombre se movía rápido y con seguridad entre la densa vegetación, pero a Alberto no le era tan fácil esquivar las ramas y los troncos de los árboles y perdió de vista al venadito. Su mente trató inútilmente de entender lo ocurrido. Era insólito, todo tan extraño. Jamás podría contar esta historia a sus amigos cazadores.
Finalmente, los dos hombres llegaron a una pequeña cabaña de madera.
―No me he presentado ―dijo el amigo del venado, estirando la mano con la intención de estrechar la de Alberto―. Soy Ranulfo.
Alberto notó que la piel de su anfitrión era áspera, muy diferente a la de él, que vivía en la ciudad y conversaba más de lo que trabajaba.
Ranulfo calentó la sopa y dispuso dos platos en la mesa de madera, al tiempo que Alberto observaba con extrañeza el interior. Todo estaba en perfecto orden.
―Así que no eres realmente un cazador ―le interrumpió su anfitrión. Lo miró con el ojo entrecerrado, tratando de escudriñar su vida entera―. Vienes de la ciudad y no entiendes el campo, ni el bosque. Te voy a platicar de cuando Lola y yo llegamos a ser amigos.
Mientras comían y Ranulfo contaba lo sucedido años atrás, Alberto se mantuvo en actitud esquiva. La sopa era sabrosa, muy diferente de los bocadillos en las reuniones con sus colegas. En cambio, la historia le resultó un cuento chino. ¡Quién en su sano juicio liberaría de una trampa a un venado para entablar amistad con él! Alberto se sentía burlado y quería irse de ahí lo antes posible. Ranulfo lo tuvo que acompañar hasta el lugar donde se conocieron: sin él se hubiera perdido irremediablemente. Una vez fuera del bosque, Alberto localizó su lujoso auto con su chofer. En el trayecto a la ciudad, no abrió la boca. Al igual que una espesa neblina, el mal humor se apoderó de él. Entre dientes maldijo al tal Ranulfo, que le frustró su triunfo de cazador.
Con el pasar de los días, Alberto se volvió más hosco y ensimismado. Evitaba asistir a las reuniones con sus colegas abogados en las que recordaban historias de cacerías exitosas. Dejó de dormir a sus horas. A menudo tenía insomnio. Lola ya era una obsesión. La vida de Alberto se hizo aceleradamente caótica. Dejó de reunirse con sus amigos y visitaba los barrios bajos de la ciudad, donde nadie lo conocía. Se embriagaba con hombres rudos que oyeron su relato con algo de sorna. Cuando no estaba presente decían: “Ese hombre, ese Alberto, es un cobarde. No tiene agallas para matar a ese venadito”, y todos se reían a carcajadas. Al transcurrir el tiempo, también Alberto llegó a pensar que le había faltado valor y que era un fracasado.
Cierta mañana, muy temprano, envalentonado por el alcohol, se vistió con su ropa de cazador, escogió el arma y la munición, y subió a su lujoso carro. En esta ocasión no necesitaría chofer. Enfiló por la carretera en dirección al bosque. El coche ronroneaba acelerado por el camino sinuoso. Estacionó el auto en la entrada. Aferró su fusil y desapareció entre los árboles. Esta vez no fallaría. Con cautela buscó el lugar donde aquel día casi acabara con la Lola. Introdujo tranquilamente las balas en el rifle, y se dispuso a esperar. Pensó que podría esperar toda la vida si fuera necesario.
El sol ya caía a plomo sobre el sendero entre los pinos. Alberto se lamentó de que no había llevado agua. Tenía mucha sed por la resaca, sudaba copiosamente y su lengua se adhería seca a su paladar. Iba perdiendo la concentración en el momento en que, ahí, junto al encino de la izquierda, vio surgir a Lola. Le sonreía, con su mirada dulce y tranquila, llena de confianza. ¿Sería él capaz de darle un tiro en medio de esos bellos ojos?
Lola seguía inmóvil, como si le concediera a Alberto todo el tiempo en decidirse. Éste empezó a angustiarse. ¿Qué dirían sus compañeros de juerga si supieran que él, hecho un tonto mirando a un venado, dudaba en disparar? El sudor le brotaba por todos los poros de su cuerpo. Tenía que actuar pronto, antes de que se arrepintiera. Y desesperado por las dudas que revolotearon en su mente, sin pensarlo ni medir la consecuencia de lo que iba a hacer, Alberto apuntó a la cabeza de Lola.
En el último segundo escuchó un leve crepitar. Una detonación rasgó el silencio del bosque. Lola había desaparecido. Alberto yacía inerte. Un hilillo de sangre escurría aprisa hacia el suelo cubierto de agujas de pino.
Paula Busseniers (Leuven, Bélgica, 1947). Co-traductora de Huesos de Jilguero, antología poética de Janet Frame, UV, 2015; publicó poemas en La Palabra y el Hombre, núm. 51, y en La Coyolxauhqui, núm. 0; traducción de poesía en Tintero Blanco, núm. 3 y Pérgola de Humo, núm. 3; cuentos en Tintero Blanco, Monolito, Campos de Plumas; haikús en Tema y Variaciones de Literatura, núm. 53 (UAM).
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