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Los sueños de la razón producen monstruos

José Luis Rangel Gasperín



En su desairada carrera como escritor, Julio Isauro Barragán publicó dos o tres cuentos desapercibidos, no tanto por falta de talento, sino por su impericia para ingeniar seudónimos.

Tímido y titubeante, después de idear una historia y trabajarla como si viviera en ella, se negaba a creer que él mismo la había escrito; y tras la ansiedad de ser descubierto, la atribuía a cualquier otro nombre para que nadie sospechara. Pero realmente todos, no importa bajo qué criterios o con qué artimañas, al encontrar el relato firmado por un tal Rodrigo Direni o un supuesto José Luis Rangel, sabíamos que era obra de Julio Isauro, y entonces preferíamos no leerlo. Por más que lo ocultara, era imposible no saber que se trataba de él: quien más corregía entre nosotros, obsesionado hasta el cansancio con tal de tornarse en escritor.

Quizá lo más extraño no fuera que nadie se interesase en consultar su obra; pocos no sentíamos sino cierto recelo ante su incauta extrañeza. Julio Isauro anotaba hasta el menor detalle, enmendaba desesperado sus notas, con tal de apuntar y dar testimonio de lo que estaba ocurriendo con su escritura.

Había enviado sus cuentos a la Revista de Filosofía, donde yo también colaboraba. Ya después me enteraría que ni siquiera había logrado convencer a otros de firmar por él sus textos. Tuvo que inventar sus seudónimos, las etiquetas falsas que rápidamente identificamos como señales de una profunda cobardía y de un pavor recalcitrante al fracaso.

Años antes de cruzarnos en la Facultad, acudíamos a un taller de escritura. Procuraba alejarme lo más posible de Julio Isauro mientras éste me clavaba su mirada sin saludar siquiera, pues mi llegada interrumpía su disquisición con el maestro. Allí estaría el catedrático con los brazos cruzados y el rostro que lentamente le asentía. Poco después, comenzaba la discusión del material que cada uno presentaba, aunque Julio Isauro solía excusarse, pues nunca llegó a presentar ni uno solo de sus cuentos.


Cuando alguno de nosotros llevaba un texto, escuchaba encrespado Julio Isauro la historia. Se reservaba sus opiniones con un implacable silencio. Su mirada tanteaba las páginas mientras sus manos acariciaban las fotocopias como las garras de un zopilote sobre carroña ponzoñosa. Se colocaba sobre el escritorio con los codos levantados como un ave de rapiña dispuesta a atacar al primer sobresalto. Hasta salir del taller reservaba sus comentarios. Nos perseguía entre espasmos con sus preguntas nerviosas que nos abrumaban por el resto del camino:

‒¿Y entonces qué?

Nos repetía esa misma frase para intimidar y destruir el frágil argumento del relato recién hecho. Claramente mostraba su vocación de filósofo, con sus dudas intermitentes sobre su pasión diletante y el dilema entre escribir y no hacerlo. Sus confusiones nos las transmitía con esa misma pregunta desesperada, reiterativa:

‒¿Y entonces qué? ¡Argumenta! ¿Y luego qué con tu cuento?

Cuando ya íbamos más rápido, sus brazos parecían acelerarse, como si imitasen el aleteo de un pájaro. Julio Isauro Barragán nos increpaba, y por más que volvías a contarle la historia, él seguía lanzando preguntas sin sentido:

‒¿Y eso para qué? ¿Por qué?

No entendíamos del todo qué pretendía. Si se creía un escritor se equivocaba. Julio Isauro hacía añicos nuestros escritos hasta que un día nos hartamos y lo dejamos solo en un callejón, para que él mismo se ahogara con sus palabras. Aunque ninguno escribía lo suficiente ni tenía la obsesión tan metida como él, mantenía esa extraña fijación por destruir nuestro trabajo. Parecía hacer añicos todo aquello que no fuera suyo.

Por eso, cuando Julio Isauro reveló su deseo de escribir un poemario sobre pájaros, fue nuestra oportunidad para atacarlo y vencerlo. Enumeramos las obras que debía superar si se atrevía, según nosotros, a abordar un tema tan recurrente como ése. Y más en la poesía. Pero cuando nos contraviró, el profesor intervino: afirmó que difícilmente alguien superaría la ornitología poética del mismísimo San Juan de la Cruz. Entonces distinguimos que Julio Isauro había sido herido de muerte. Nunca antes se había mostrado como esa ave despavorida ante tantos libros incomprensibles. Desde ese día no volvió a molestarnos.

Tras la publicación de sus cuentos, ya corría el rumor de que Julio Isauro Barragán había enloquecido. Confesó que dejaría de escribir porque sufría de un trastorno psicosomático que le hacía padecer alucinaciones. Cada que escribía, sentía ligeros pinchazos por todo el cuerpo. Al principio eran leves, apenas pellizquitos que levantaban la piel sin dejar rastro, pero que sucedían solamente cuando inventaba una historia y la anotaba entre las páginas de su cuaderno. Mientras observaba que las palabras se trazaban, sentía ese escozor por los pinchazos que a cada letra proseguían, pero le parecían solamente parte de los delirios que le provocaba la escritura.

Una noche se dispuso a escribir, pero al abrir la puerta de su estudio, encontró un pájaro enorme posado sobre el escritorio. De plateado plumaje, sus alas las desplegó hacia arriba, mientras rasgaba el manuscrito con sus garras, sin quitarle la vista a Julio Isauro. Temeroso de que lo atacase, cerró la puerta. Calculaba que mediría más de un metro. Al abrir de nuevo la puerta, no encontró nada.

A Julio Isauro Barragán lo hallaron muerto al poco de haber publicado sus relatos. Encontraron el cadáver reclinado sobre el escritorio, su cabeza encima de un montón de papeles. Las hojas estaban en blanco. Cuando me contaron todo esto, recordé que en la ropa de Julio Isauro solían pegarse una o dos plumas pequeñas sobre las hombreras, como si durmiera en un gallinero. Antes me hubiera parecido apenas un detalle insignificante; ahora lo recuerdo como una insulsa premonición.


***


Hará unos días que volví a la biblioteca donde Julio Isauro Barragán y otros cuantos acudíamos a perfeccionar nuestra escritura. Una vez más atravesé el corredor y enfilé hacia los libreros. Crucé un pasillo a la izquierda, y distinguí, del otro lado, las escaleras. En el piso de abajo se encontraba la oficina donde el profesor nos citaba para el taller. Pero a quien más recordaba era a Julio Isauro: recordaba su incomodidad para leer y sus pesadillas con la escritura. Fue la misma dificultad que sentí entonces al abrir las páginas del libro: las hojas cuarenta y seis y cuarenta y siete repletas de manchas amarillas, mientras trataba de leer, pero sin ver nada en la página. Al preguntarle al bibliotecario por qué todos los libros estaban en ese estado, me observó como a un loco. Creyó que estaba bromeando.

No tardaron en aparecerme ronchas por todo el cuerpo. Sentí temor al ver el cielo con una parvada de aves que me perseguía, y que en cualquier momento podría llegar y atacarme. Me imaginé acorralado en un nido de ramas y retazos, varios huevos azulados dentro de él, y el cuerpo deforme y emplumado arrancando páginas de mi cuaderno. Abriría su pico descomunal y sus ojos desorbitados parecerían sorprendidos. Hasta varios días después alguien descubriría el montón de plumas debajo de mi cama, los restos de mi propia obsesión desmedida. Yo no estaría para contarlo.

Pienso ahora con cada día que pasará, que legaría la tarde en alcanzar a escribir cuando creía ilusamente que Julio Isauro Barragán era un farsante. Su vuelo fue débil y estéril, como el de un ave confundida tras sentir sus pies lejos del suelo; pero, a pesar de ello, creo que al fin he comprendido la advertencia.

Solo quiero dejar constancia de esto:

Nunca más volveré a escribir.





José Luis Rangel Gasperín (Xalapa, 1997) estudió Letras Hispánicas en la UNAM, así como un diplomado en Creación Literaria por la Universidad Veracruzana. Entre 2012 y 2016 publicó en Diario de Xalapa su columna Mar de tinta, que versaba sobre cuestiones de literatura contemporánea. Ha sido becario del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y miembro de Soga viviente, proyecto de fomento a la lectura en Hueyapan, Morelos, surgido a raíz del sismo de 19-S. “Los sueños de la razón producen monstruos” pertenece al libro de cuentos Jardín de noche, publicado en mayo de 2022.


Ilustración Bonifacio Contreras Tovar

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