José Luis Rangel Gasperín
Cuando Gogue cumplió seis años, Adrián quiso sorprenderlo con un regalo que nunca hubiese imaginado. Ni la lluvia ni la temeridad le impidieron conseguir el pez que tantas tardes al salir de la oficina había ojeado en el escaparate de una tienda de mascotas. Al entregárselo a Gogue, la bolsa de plástico se meció en sus manos, y el pez, sorprendido por el movimiento, se dirigió hacia el fondo sin apartar la vista de su nuevo propietario. Niño y pez parecían verse a los ojos como si por fin se conocieran. Y mientras Adrián le explicaba sus cuidados, Sandra sacó la pecera y el paquete de alimento que una semana antes habían acordado sería el obsequio de ambos para Gogue.
La aleta dorsal manchada de amarillo, la cola blanca casi transparente y esa mirada plena de inocencia conmovieron profundamente al cumpleañero. Disfrutaba que nadara hacia arriba, y al subir y bajar de la pecera le recordaba al navío fantasma de una película de bucaneros. Le gustó aún más al saber que se trataba de un pez ángel.
Gogue se encerró en su cuarto, deseoso de descubrir cómo dormía un pez realmente. Ni siquiera había sido necesario que Sandra lo obligase a ir a la cama. Tras varios intentos de sorprenderlo, Gogue acabó por quedarse dormido.
Al revisar la alcoba, Sandra observó a su hijo reclinado en dirección a la pecera. Apenas había entreabierto la puerta cuando Adrián, detrás de ella, la agarró del talle y le besó los hombros. A punto de arrancarle la ropa, prefirió conducirle a la habitación contigua.
Hicieron el amor en silencio como si estuviesen rodeados de agua y se escucharan sus brazos y piernas al estrecharse. Cuando acabaron, después de recostarse ella en su hombro, le insistió nuevamente en que debían vivir juntos.
Adrián, aunque parco, fue inflexible en su respuesta.
Se habían conocido dos años atrás. Una vez que empezaron a salir, Sandra no sabía cómo decirle a Gogue lo ocurrido, no encontraba las palabras para explicarle su relación con él. Una dificultad semejante había sentido cuando tuvo que contarles a sus padres que esperaba un hijo. Al enterarse que Gogue nacería, sintió que estaba en una alberca y no sabía nadar. Algo parecido experimentaba al llevar a Adrián al departamento, quien de inmediato se encariñó con Gogue.
Sandra lo presentó como un amigo del trabajo. Y aunque para Gogue eso fue más que suficiente, sospechaba que de esa titubeante presentación Adrián ahora se negaba a vivir con ellos, aun cuando ella se sintiera segura y él adorase a Gogue como a un hijo.
No encontraba la forma de enmendar lo que en principio no quiso concederle.
La primera vez que salieron hablaron de la universidad; intercambiaron historias.
En sus años de estudiante, Sandra comía en una fonda donde había un acuario. Las dos carpas rechonchas, una plateada y otra anaranjada, le parecían a Sandra la pareja perfecta.
A veces, al verlas nadar tan felizmente, Sandra sentía muchas ganas de llorar; sólo lograba contener sus lágrimas si dirigía la mirada hacia otra parte.
Uno de esos días, ella descubrió que estaba embarazada.
No sabía por qué le contó a Adrián esa historia. Le parecía una de sus experiencias más íntimas. A veces sentía que él era el indicado; que en él podía depositar por completo su confianza. Y sin embargo, Sandra sentía con recelo su contundente decisión de no estrechar vínculos con ella. Le parecía el comportamiento de un capricho, producto de un rencor que no le perdonaba.
Gogue le insistió a su madre que le había gustado mucho su regalo. Al pececito lo nombró Angelín. Y aunque al volver del colegio lo primero que hacía era sentarse a verlo, le entristecía que se quedara solo.
―¿Por qué no compramos otro pececito?
―No cabría en la pecera que te obsequiamos. Además, ya tienes uno.
―Pero no es necesaria ―respondió Gogue―. Basta con tenerlos en su bolsa.
―No creo que sea buena idea ―le dijo Sandra, mientras él insistía en que Angelín le parecía algo triste.
Gogue quería que su madre lo llevara a comprar otros peces. Sandra le explicaba que tenía mucho trabajo, pero el fin de semana vería eso, aunque no estuviera tan convencida.
―Comprar nuevos peces y dejarlos en su bolsa. Como si fuera tan fácil.
Sandra le contó a Adrián lo ocurrido, quien no puso mucho interés en el asunto, o al menos así ella lo notó.
Contra lo que esperaba, Adrián no tardaría en actuar.
No le avisó a Sandra que llegaría. No lo hubiera recibido con ese acuario de cuarenta litros. Pero eso tampoco impidió que lo comprara junto con un motor de oxígeno, piedras de varios colores, plantas de plástico e incluso una pequeña calavera que abría su mandíbula por algunos segundos. La pecera se mostraba insignificante, arrinconada en algún lugar de la cocina, mientras el acuario quedaría en la sala.
Adrián llevó también otro pez ángel: era negro y tenía los ojos rojos atravesados por una raya oscura. Lento pero acechante y de mayor tamaño, no dejaba de seguir al pez blanco como una sombra incómoda.
Gogue se acercó y vio al pez negro en el acuario. Le recordaba aún más al barco fantasma de la película de bucaneros.
Adrián rodeó a Sandra con su brazo.
―¿Ya estás contenta? Conmigo sí podrás formar una familia.
Al escucharlo, Sandra sintió que le caía un chorro de agua sobre la espalda. Esperaba que Gogue no lo hubiera oído. Le retiró su hombro y se dirigió a su alcoba.
Una vez que Adrián se despidió, Sandra le dijo a Gogue que se abrigara.
Lo llevaría a comprar nuevos peces.
Mientras caminaban hacia la tienda, no lejos del departamento, Sandra le contó a Gogue el episodio de las carpas del restaurante.
―Por esa historia ―le dijo―, Adrián quiso comprarte el resto del acuario.
Escogieron seis guppys, aunque Gogue se había entusiasmado con los peces cola de espada. Eran perfectos para su acuario pirata. Los guppys, en cambio, parecían renacuajos, y por eso no le convencían del todo. Sandra, además, compró un pez betta que cabría en la pecera restante.
Le pidió a Gogue que fuera cuidadoso, porque los peces eran criaturas muy frágiles.
―Una vez quise comprar un pez, era mayor que tú ―le contó cuando iban de regreso a casa, cada quien con su bolsa sobre la mano―. No me di cuenta de lo que pasó en el trayecto. Al sacar las llaves para entrar a casa, vi al rechoncho pez dorado flotando panza arriba. De tanta prisa que tenía por llegar, no me di cuenta que mis movimientos acabaron pasmando al pececito. Así que ya sabes: mucho cuidado con tus peces.
Durante todo el trayecto, Gogue no dejó de abrazarse a su bolsa.
Hablaba con los peces, les ponía apodos que en seguida olvidaba y que sustituía por otros que correrían la misma suerte. Solo Angelín tenía nombre. Los quería demasiado, pero era mayor su miedo a que algo les pasara.
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Al salir de la escuela era lo único que hacía: mirar sus peces y estar al pendiente de que no les faltara alimento. Se ponía tan inquieto con ellos que, a la hora de limpiar la pecera, Sandra prefería encerrarlo en su cuarto, pues de otro modo Gogue los sacaba de la cubeta y los toqueteaba mientras estos saltaban. A Gogue le gustaba esa caricia que daban al voltearse en su palma, desesperados.
Ilustración Fernando Rodríguez
El betta inmóvil reposaba en su pecera. Gogue pensaba que estaba muerto, como ocurrió con la historia que su madre le contó. Comprobaba que no era así cuando el pez expulsaba algunas burbujas que flotaban sobre los bordes de la superficie de cristal.
Una mañana, mientras Sandra dormía, Gogue sacó a un pez guppy del acuario. Lo pasaba de una mano a otra, pero después de varios intentos se le cayó al suelo. Encaprichado, le dio un pisotón. Alcanzó a verlo todavía entre espasmos, con las vísceras que le salían del vientre.
Preocupado de que su madre se enterara, lo escondió en un resquicio del sofá.
Pero Sandra ni siquiera lo notó.
Para ella sólo era importante el ángel blanco.
Despertó por un estrepitoso sonido de cristales rotos. Arrimó las cobijas para salir del cuarto.
Al llegar al comedor, Sandra sólo escuchó el zumbido del oxígeno.
Ella juraba haber escuchado que algo se rompía.
Tras esa experiencia se puso más alerta. Cambió el agua del acuario, lavó las piedras; lo mismo hizo con la pecera del betta. Al descubrir que uno de los guppys faltaba, encerró a Gogue en su cuarto hasta hacerle confesar qué había ocurrido.
No se daría cuenta sino varios días después, al sentirse forzada por Adrián de ir a la cama, de la aparición de otros dos peces negros casi tan grandes como el primero.
Eran en total tres ángeles oscuros, e iban en caravana detrás del nado blanco.
Adrián iba con menos frecuencia. Saludaba a Sandra con sequedad para sentarse en la sala y verificar el acuario. Si hacían el amor era de forma rápida, después de que ella encerrara a Gogue.
A veces la cama se tornaba violenta.
―¡Adrián, basta!
―¿Basta? Lo encierras todo el tiempo, como si fuera tu mascota.
―Cállate ¿Y tú, qué haces acá?
Sandra le ordenó a Gogue que volviera a encerrarse.
No contuvo Adrián su molestia. Le dijo a Sandra que era una pésima madre y ella inundó de gritos todo el apartamento. Una vez que se disiparon, como las ondas de un estanque al ser lanzada una piedra, y después de que Adrián saliera impaciente, Sandra llamó a Gogue para que volviera a la sala.
Adrián le marcaría hasta la noche siguiente. Lo único que hizo fue preguntar por Gogue.
―No sé por qué tu obsesión con mi hijo.
―Siento una conexión muy fuerte con él.
―No te esfuerces en ello. Gogue no te requerirá mientras me tenga a mí.
Y él le colgó, molesto.
Había transcurrido la primera semana sin saber nada de Adrián. Sandra quería reclamarle lo de los peces negros. Le molestaban sus ojos rojos, su andar lento y confiado en el acuario mientras el ángel parecía empequeñecido.
Desde que Adrián dejó de verla, Sandra tenía más tiempo para cuidar de los peces. Los guppys eran diminutos pero veloces, mientras los tres ángeles solían avanzar juntos.
Angelín nadaba despacio, sin la espontaneidad con la que había llegado.
Sandra le vio la cola rasgada. Le costó creerlo al notarlo: los guppys nadaban veloces hasta morder al ángel blanco; se estrellaban en su cola y le arrancaban un pedazo que poco a poco descendía hasta el fondo de las piedras.
Sandra tomó la red y pescó los guppys recién comprados. Los juntó en una cubeta y los arrojó al retrete. Al poco tiempo, distinguió que los peces negros también lo mordían de las aletas y la cola. El otro apenas y nadaba, tan sólo por la orilla.
Sacó a los peces negros y los metió en otra cubeta.
Ya vería qué hacer con ellos.
La noche siguiente Sandra no pudo dormir. Escuchó algunos movimientos en la sala.
Vio a Gogue de espaldas, atento al acuario.
Como los pétalos de una flor, Gogue le arrancaba al angelito algunos retazos de la cola, mientras éste se estremecía con movimiento agónico.
Sandra tomó a Gogue de los hombros y, después de zarandearlo y obligarlo para que devolviese el pez al agua, le dio una bofetada que casi lo tumba por completo.
Gogue huyó a su cuarto, despavorido. Sandra al poco comprobó que el daño estaba hecho.
Suspendidos en la orilla yacían los restos del pez ángel, como si fuese una hoja de papel flotando entre las aguas.
Sandra sentía un bochorno inmenso en el departamento desde que Adrián decidió no volver. Y, aunque Gogue no era el culpable, no dejaba de sentir que de no haber sido por los peces, nada de eso habría ocurrido.
Más de una semana dejó Sandra a los peces negros sin alimento; esperó lentamente que se ahogaran en su propia inmundicia; pero estos resistían, obstinados. Sus cuerpos eran apenas una sombra difusa al fondo de la cubeta. El agua, con un color terroso, ocultaba su mirada ensimismada y rojiza.
Se olvidó del asunto hasta observar uno de los cuerpos a flote irreconocible. No parecía el cuerpo con vida que le arrancaba la cola al pececito blanco; era lo más parecido a un coágulo de sangre.
Una vez que murió el primero, esperaba con ansias que flotara el segundo.
Sandra recogería los restos del pez del agua hedionda; tendría las aletas carcomidas y no habría rastro alguno de sus ojos.
Parecía que el sobreviviente se los habría arrancado.
Sandra quería saber lo que sospechó desde el principio: que el pez que sobrevivía era el más grande de todos y el primero en haber llegado al acuario.
Era, sin embargo, el último recuerdo que quedaba de Adrián.
Sacó al último pez de la inmundicia y sintió su desesperación en el aleteo de su cuerpo. Lo metió al acuario para observar sus ojos rojos, todavía desafiantes, su cuerpo oscuro y fétido. Gogue, al notar lo que ocurría, le reclamaba a su madre lo que hacía con sus peces. Encerró al niño en el cuarto, aunque no parara de gritar ni de golpear la puerta.
Volvió a sacar al pez del agua. Era tal su frenesí por acabar con él, que al sostener con fuerza su cuerpo pegajoso, lo único que deseaba era concluir todo aquello.
Quería aplastarlo por sí misma con su puño, pero no podía hacerlo.
Gogue ya no gritaba cuando Sandra arrojó al pez negro con el betta. Dejaría pasar una hora, y otra más, y las necesarias hasta que el contacto fuese definitivo.
Dejaría a Gogue encerrado en su cuarto para comprar otra bolsa de plástico donde le traería nuevamente un pez ángel como el que Adrián consiguió para el día de su cumpleaños.
Cerró la puerta del apartamento. Al dirigirse hacia la calle procuró no pensar en los gritos de su hijo. Tal vez si regresaba con unos peces idénticos todo podría volver a la normalidad.
Le apestaban las manos, aunque no era la primera vez que lo sentía.
No creía que hubiera forma de lavarlas por completo.
José Luis Rangel Gasperín (Xalapa, 1997) estudió Letras Hispánicas en la UNAM, así como un diplomado en Creación Literaria por la Universidad Veracruzana. Entre 2012 y 2016 publicó en Diario de Xalapa su columna Mar de tinta, que versaba sobre cuestiones de literatura contemporánea. Ha sido becario del Instituto de Investigaciones Filológicas y miembro de Soga viviente, proyecto de fomento a la lectura en Hueyapan, Morelos, surgido a raíz del sismo de 19-S. “Los peces en su bolsa” pertenece al libro de cuentos Jardín de noche, de próxima publicación
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