Mauricio Oliver
Existe una leyenda, un mito urbano sobre catacumbas clandestinas por debajo de la Catedral X, que usaban los antiguos frailes durante la guerra cristera, para proteger las más sagradas reliquias que habían caído en manos mexicanas.
Sin embargo, nadie había encontrado jamás esas cuevas artificiales creadas por el hombre hasta hace poco, a causa de los movimientos telúricos provocados por la explotación de aguas profundas y por las perforaciones subterráneas para crear una nueva línea de metro. Mientras fray Mateo Alcázar colocaba el grial sagrado con el que daba misa en su caja favorita y lo depositaba en uno de los cuartos inferiores de la Catedral, notó que había una enorme piedra suelta. Se acercó para removerla y, con sorpresa, notó que detrás de ella se alargaba un pasillo con las paredes cubiertas por cráneos. Encendió su celular, bendición luminaria del siglo XXI y caminó con cautela en el interior de la catacumba. En el fondo, después de veinte minutos de caminata, topó con una pared improvisada de roca volcánica. Pudiendo más su curiosidad que el miedo de profanar caminos vetustos, corrió por un mazo y un pico para, en poco tiempo, derrumbar el muro falso.
La pared se desplomó y dejó ver una vitrina antigua que protegía en su interior un relicario gigantesco, un baúl triangular de dos niveles recubierto de oro fundido y detalles artísticamente místicos. Un candelabro con tres velas en perfecta condición se situaba enfrente del relicario, prueba de que, antes de ser sepultada la reliquia, se pensaba vigilarla y conservarla, pues algo valioso, suponía nuestro fraile, se escondía en su interior. Rompió la vitrina de un mazazo y, no sin pesar, colocó el relicario en el suelo. Lo acarició concupiscentemente, lascivia dactilar extraña para los dedos célibes de un monje.
Rompió el candado que protegía el interior del relicario y lo abrió con un orgiástico suspenso divino. En su interior halló un relicario más pequeño, una cajita triangular también tallada en oro con la figura de Jesús, y detrás de él, una cruz que hacía las veces de aureola; en la mano izquierda cargaba una biblia, y en la otra, un pequeño relicario circular. Fray Mateo abrió el relicario para toparse, con una sorpresa más profunda, un relicario idéntico al que sostenía la figura de Jesús que lo protegía. Este relicario, igual labrado en oro, con el
color carcomido por la longevidad, le provocó al fraile un vuelco en el corazón, presentimiento inequívoco de la magnanimidad milagrosa de Cristo.
¡Cómo no se dio cuenta antes! Él, profundo investigador de los evangelios apócrifos y, en especial, de los escritos de su alter ego, el apóstol Mateo el Falso. Él, que conservaba la pintura original de Friedrich Herlin sobre el tema. El Fraile sabía que tenía en sus manos, por las referencias históricas y escritas, por las señales artísticas y por una profunda fe, ni más ni menos, que el relicario original y sagrado que guardaba en su interior el Santo Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo.
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Con el milagro entre las manos caminó víctima de una sonrisa que delataba un gozo en el futuro, la fama y la gloria de haber descubierto, para acabar de una vez con los debates y apócrifos relicarios, y mostrarle al mundo que él era el elegido, que una señal divina le puso en las manos la carne de Jesucristo.
Colocó el relicario en su escritorio y dio varias vueltas por el claustro que le servía de estudio. Cogió un botiquín que compró como parte del donativo al Teletón y sacó de su interior un par de guantes de látex para poder abrir el relicario sin el temor a profanar la gloria santísima.
Una vez colocados los guantes, con el sudor frío en la frente y el nerviosismo latente en las manos, le dio vueltas a la tapa del relicario. Una manta amarillenta en su interior parecía proteger algo. El fraile no podía con la emoción, demasiado milagro para sí mismo. Sin embargo, tomó fuerzas de su fe ciega y retiró con cuidado la manta. ¡Gloria a Dios!, pensaba mientras la retiraba. La manta no protegía nada. El relicario estaba vacío.
Presa de la desesperación, revolvió la manta una y otra vez. Se agachó para ver si en algún movimiento brusco el pedazo de carne sagrado hubiese caído. Nada. Ni en el escritorio, ni en ningún lado. ¡Pero es el relicario!, gritó aturdido Fray Mateo. Buscó con estrépito varios libros de un estante, revolviendo páginas, arrancando, buscando textos subrayados, alterado, sin localizar nada. Y de pronto encuentra la cita que buscaba en un viejo libro sin título y de pasta gruesa, páginas que casi se deshacen al contacto con la piel. En su interior, el dibujo descrito por Mateo el Falso en donde se veía el recipiente dorado en que María Magdalena depositó el prepucio proporcionado por San Juan Bautista. ¡Es el mismo! Dudó un momento de su fe, mientras temblaba a causa del escalofrío que recorrió su espalda mientras una pregunta retumbaba en su cabeza: Si era la piel de Cristo, y Él es divino, ¿cómo es posible que haya desaparecido el prepucio?, ¿sufrió el mismo destino que conlleva en su esencia la carne humana con el tiempo? ¡No!, alguien debe haberlo tomado…, sí, eso es. Alguien robó el prepucio y… ¡Mi gloria!, ¡oh, desdichado halo que ha poseído mi alma!
Fuera de sí, sin dejar de pensar en la gloria de las letras de oro en las paredes del Vaticano que confirmaran el descubrimiento de una reliquia real de Jesús, llamó a su monaguillo. Fausto, quien había escuchado atemorizado los gritos y el revoltijo del fraile, corrió angustiado en su ayuda. Cuando entró en la habitación, fue recibido con un fuerte golpe en la cabeza y, desconcertado, sin perder el conocimiento, pero mareado, vio como Fray Mateo lo ataba al escritorio, ignorando las súplicas infestas de terror y con un miedo profundo, capaz de desorbitar los ojos del monaguillo, este vio como el fraile trastornado cogía un cuchillo afilado y, levantando la levita blanca del pequeño, arrancó, de un solo tajo, el glande entero del pene del monaguillo, para, ya con más calma, e ignorando el grito y desmayo del niño, cortar con cuidado el prepucio, tal y como lo habrían hecho los judíos en tiempos de vida de Jesús.
Cortes divinas para la selección indiscutible de reliquias con respecto a la vida, obra y cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.
―Fray Mateo Alcázar, pase al frente con su relicario ―dijo con gravedad la voz aguardentosa del Ministro Celestial de Asuntos Divinos en la Tierra, Benedicto Rosetti.
El fraile avanzó con temor, pues se encontraban frente a él no sólo los altos mandos del Vaticano y de la representación de Dios en la tierra, sino también un grupo enorme de fanáticos, que se hacían llamar la Congregación del Santo Prepucio, procedentes de la provincia de Calcata.
―Fray Mateo Alcázar ―repitió el Ministro ―está usted aquí presente, proveniente de las lejanas tierras de la antes denominada Nueva España, para demostrar ante los ojos del Juicio de Dios, que usted tiene entre sus manos, y que la Divina Gloria me perdone por lo que mencionaré, el Santo Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué tiene que decir al respecto?
―Nada distinto a lo que ya tiene por escrito, su Excelencia Divina ―dijo un titubeante Fray Mateo, tratando de aparentar seguridad sin conseguirlo.
―Entonces, ¿sostiene el hecho de que argumenta poseer el Santo Prepucio?
―Así es.
―Bien, Fray Mateo Alcázar ―dijo tranquilo el Ministro ―antes de continuar, tendré que leer la reglamentación que data del año 1742 con respecto a la presunta posesión del Santo Prepucio. Es la única que tenemos, pues no creímos, ni nuestros antecesores, que fuera necesario renovarla, al considerar el tema olvidado. Además, la última vez que la corte entró en sesión con respecto a esta índole fue, si no me equivoco, en 1900, donde la Congregación del Santo Prepucio dijo poseer la reliquia original, pero no se comprobó la veracidad, debido a que fue robada en 1983, fecha desde la cual se han creado debates sobre el irrevocable hecho de la no existencia del prepucio sagrado.
De la enorme reglamentación, nos conviene rescatar únicamente el punto en el que se describe el caso en que, de ser falso el prepucio señalado como divino, la persona o personas que lo hayan presentado como real serán capadas y obligados a comer sus propios testículos, como castigo por no tomar con seriedad las leyes celestiales.
El fraile comenzó a sudar frío. Rosetti lo miró con fijeza, enfocándose en la gota de sudor que resbalaba por el cacarizo rostro de Alcázar.
―Lo noto nervioso ―dijo Rosseti con sorna ―y creo saber por qué. Podemos dejar de lado la visión teológica medieval, en la cual se disputa infructuosamente si Jesús ascendió con todo y prepucio a la Gloria, pues es evidente que al encarnarse hay sujeciones mortales que le impiden elevarse a dicha Gloria en su totalidad. Pues, ¿qué hay de las uñas, la sangre, o la orina que vertió Jesucristo durante sus treinta y tres años de vida humana? Es irracional pensar que, donde quiera que estén estos elementos, ascendieran también después de la resurrección. No cabe la lógica cuando se trata sobre tópicos de fe. Esto solo se lo digo, mi estimado fraile, para hacerle notar que el prepucio de Jesús probablemente se desintegró poco después de su asunción.
El fraile se sentía mareado, no esperaba tal dictamen tan pronto, tan categóricamente. No pensó estar perdido tan de repente, y lamentaba no haber conocido los reglamentos de la Congregación del Santo Prepucio, ¡él!, ¡el gran estudioso no conocía esas leyes infames! Es algo que le sucede, por lo común, a los pretensiosos: creer que lo saben todo sin haber leído mucho, así que, resignado, siguió escuchando el argumento de Rosetti.
―Es por eso, ―prosiguió Rosetti ―que aquí ya no tienen cabida réplicas que habitan la esfera de la falacia sobre el prepucio que regresa al cuerpo de Jesús en la resurrección o cosas semejantes, pues la encarnación de Dios presupone mortalidad, ergo envejecimiento y degeneración de una parte del cuerpo de Jesús, que, al ser separado de la divinidad, únicamente goza, o sufre, el proceso de descomposición. Más aún, dejando de lado las tesis de fe, podemos demostrar con base en las investigaciones históricas, que la supuesta existencia del Santo Prepucio se dispersó en la Edad Media, donde tenían poco conocimiento del proceso de circuncisión de los judíos que habitaban los tiempos de Cristo, pues ellos, mi pobre fraile, sólo cortaban el prepucio, sin extraerlo por completo, es decir, el corte no superaba los dos milímetros. ¡Y he aquí, que usted presenta un prepucio en su totalidad!, ¿a quién trataba de engañar?, ¿con qué necesidad, si no premiamos la existencia de milagros, más que con la garantía de la gloria y felicidad eterna al creer en la misericordia de Jesucristo? Pero, aún hay más: fue tan descuidado que no se cercioró si el pobre monaguillo al que amputó de partes nobles continuaba vivo o murió de susto. Pues bien, que él murió, a causa de una infección por el utensilio que utilizó, pero nos contó con detalle la forma siniestra en que usted, por motivaciones del demonio, me inclino a pensar, cortó salvajemente el prepucio del pequeño. Es por ello que lo condeno a castración y a ingerir el fruto de vida que emane de usted en su totalidad. Aprovecho para informar la desintegración de la Congregación del Santo Prepucio, debido a las resoluciones teológicas a las que llegamos, además de que el Vaticano nos ha quitado el subsidio, al tenerse registro reciente de otras siete iglesias que presumen de tener el prepucio de Jesús. Por este motivo, la Santa Sede nos ha quitado la facultad de castigar a estos herejes mentirosos, pero, gracias a mi intervención, nos han concedido la gracia de la última acción de legalidad celestial para expiar a este pecador sacrílego, y he de confesar que me siento honrado de ser yo mismo el que proceda a la castración.
Fray Mateo Alcázar escuchó estupefacto la sentencia, alcanzó a decir que Dios habló con él y le pidió que tomara el prepucio de un joven virgen para sustituir el de Jesucristo resucitado, y que él, con su omnipotencia, dotaría al extracto de carne el milagro de la perpetuidad, pero todo fue en vano. Mientras lo castraban, era tal el dolor que sufrió una alucinación, o tal vez fue una aparición real. Tenía frente a sí a Jesús que sonreía con sencillez. Estaban ambos desnudos y había un aura de paz alrededor de ellos. De pronto el fraile se pasmó, y antes de desmayarse por el dolor, alcanzó a balbucear que tal vez y sólo tal vez, Jesús no era judío.
Fotografía: Debby Hudson, Unsplash
Mauricio Olivier. Nací en la Ciudad de México. Participé en los talleres de escritura del escritor mexicano Herminio Martínez y de la poeta mexicana Andrea Montiel. Estoy próximo a sacar mi primer libro de poesía, derivado del taller “Tinta libre”, de Andrea Montiel. He escrito los guiones de dos cortometrajes mexicanos “Absoluto” (2018) y “Breve” (2020).
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